sábado, 26 de julio de 2014

DALÍ, ¿ES O NO ES DALÍ?


Lo primero que vemos desprenderse aquí, de esta paradójica afirmación, en este delirante desdoblamiento que hace de su propio nombre, es el reconocimiento de que “Dalí no es DALI”; de que “Dalí (el hombre, el artista) es un loco que se cree que es DALI (el grande, el genial, el inmortal)”.

 ¿Quién es Dalí?

Podemos comenzar el análisis de este dicho diciendo, justamente como diría Freud, que el primer Dalí representa el yo actual, y el segundo, el yo ideal.  Lo que Dalí hace con la construcción de esta frase es algo que bordea con gran sutilidad los límites del engaño y la mentira. Lo que quiero decir es que él disfruta muchísimo con la elaboración de estas veleidades, con los dobleces de estos decires de los que es, a un mismo tiempo, esclavo y señor, objeto y sujeto de su propia grandeza artística y espiritual.

Él es en el mismo ámbito de la creación artística el creador y el objeto creado. En esta dialéctica él es el que crea y el que se-crea, creando y re-creando-se a sí mismo, duplicándose todo el tiempo con la palabra que devora y se devora, como la serpiente Aurobora de los hindúes, que gira sobre sí misma para  hincar los dientes en su propia cola y tragarse a sí misma. En fin, él cree ser un Dalí que no es. Solamente por eso podríamos decir que está loco: porque está convencido de que es DALI, cuando en realidad es simplemente  Dalí[1].

Con la construcción de este decir Dalí (como sujeto de lo que dice y no sabe que dice y no sabe qué dice) queda totalmente elidido y alejado de sí mismo, del decir que lo atraviesa y constituye.  Porque entre Dalí y Dalí hay un abismo en el que, como si fueran costas de un ancho mar, flota alocadamente y a la deriva la idea de “creer ser lo que no es”; pero la verdadera locura no está allí, precisamente, sino en este giro identificatorio al significante de su propio nombre, con el que se nombra y se llama, como una forma de invocar al alter ego con el ego, en este “creer no–ser lo que realmente es”. Para el segundo Dalí, lo descabellado es que el primer Dalí “crea ser DALI”, mientras que lo correcto, para él, es creer que Dalí no es DALI.

Por eso nos preguntamos: ¿qué dicho es más delirante de los dos? ¿Qué decir es más irracional? ¿El del primer Dalí o el del segundo? ¿Que el primer Dalí crea que es el segundo o que el segundo crea que no es el primero?

El segundo DALI dice que el primer Dalí es un loco, porque piensa que ES él, alguien que no es –aquí está el primer giro-; pero lo delirante es que este segundo DALI crea, de verdad, que esté plenamente convencido de que el primer Dalí  NO–ES quien realmente ES, o sea,  él mismo.

De esto surge la siguiente estructura:


                        Dalí.....................(es).........................Dalí                        
Dalí..(es un loco que se cree que es)..Dalí.
 Dalí...................(no es).......................Dalí


Comencemos por lo primero: Dalí no es Dalí. En cambio, por ejemplo, Maradona sí es Maradona. “Es el que Es”, como el bíblico Jehová.

Si tomamos como parámetro de comparación al jugador argentino en función de aquellas gloriosas y tan controvertidas frases que tanto hemos analizado en nuestro libro (recordamos, El Nombre de DIOS, del cual tanto nos hemos explayado en otro lugar de este blog)  podríamos decir que, Maradona no es un loco que, como Dalí, cree ser alguien que, en realidad, no es. Por el contrario, Maradona sabe perfectamente que es Maradona y sabe quién es Maradona, y lo que representa para los hinchas en todo el mundo. Y por cierto, lo sabe muy bien. Por otro lado y siguiendo la misma idea, lo mismo  podríamos decir que pasa con el Hijo de Dios; Jesús sabe perfectamente que es El Cristo resucitado. Porque Jeshúa es “Jeshucristo”.

Por esa razón, podríamos agregar en función de esto que acabamos de decir una vuelta más sorprendente aún y decirlo así:

Dalí no se hace el loco; “Dalí es un loco que se hace el Dalí”.

¿Quién podría acaso no decir que este trazo esquizoide en el discurso delirante de Dalí no es lo más pintoresco que hayamos podido ver de su rasgo y personalidad?

Es indudable que lo mas atractivo de la genial locura del pintor tiene que ver con el círculo y la metáfora de la eternidad, con esa la figura geométrica identificada, desde la más remota antigüedad, con la divinidad y la perfección. Lo que hay de “loco” en su discurso es este aspecto que en él se identifica con la eternidad, manifiesta en la circularidad y la omnipresencia que encuentra en saberse o sentirse o ser Dios –para él mismo-; con el orden aparentemente caótico de lo que es al voleo, con lo que gira de un lado a otro con control.

La famosa locura “Daliniana” ya está implícita en esta articulación ser–no–ser. En este saberse mortal y, por otro lado, creerse Dios. Por esta particularidad de esta personalidad escindida, por la palabra que lo parte y atraviesa, es que permanece suspendido en esta oscilación de “saberse y-no saberse” dividido. Porque, acaso, ¿no es el mismo decir el que lo aparta y lo enajena de su propia mismidad?

Dalí se agranda, se potencia y se proyecta mentalmente al cuadrado cuando se encuentra cara a cara con Dali, ese “otro” de él mismo, que lo duplica, que todo el tiempo le dobla el sentido de lo que es y no es. En fin, que lo convierte en alguien que, decididamente, es y al mismo tiempo no es, y que, por otro lado, vive siendo lo que no es, y deseando ser lo que nunca será.





[1] Las mayúsculas en contraposición con las minúsculas de su nombre permiten entender más fácilmente lo que unas líneas atrás dijimos sobre la idealización que él mismo hace de su propia persona.



Hugo Cuccarese

Humberto Hugo Cuccarese




miércoles, 16 de julio de 2014

LA ESTANTERÍA Y LOS VEINTE TORNILLOS

Un ejemplo maravilloso

El marido de una joven e inteligente mujer le cuenta a su suegro que quiere poner una estantería en la pared de la casa, precisamente en la habitación donde trabaja su esposa -porque la usa de taller para hacer manualidades-, y le dice que para amurarla bien le va a poner como mínimo veinte tornillos. El suegro le dice: ¡Pero es una barbaridad! ¿Para qué tantos? Con que le pongas tres tornillos solos alcanza y sobra. Y él le contesta: ¿Vos querés que yo te diga para qué quiero ponerle veinte tornillos a la estantería? Muy bien, yo te voy a decir por qué quiero ponerle tantos tornillos a esa estantería. Le quiero poner veinte tornillos a esa bendita estantería porque si por una de esas putas casualidades llega a caer un rayo al lado de mi casa, y ese rayo tira un árbol, y ese árbol cae sobre el techo de mi vecino, y el techo de mi vecino se viene abajo, y al derrumbarse su casa, una de las paredes linderas golpea la mía, y al golpearse la pared de mi casa, la estantería se cae del cimbronazo… mi mujer… –¡tu hija!- me hace un escándalo y un quibombo más grande que el que causó el rayo en todo el vecindario.

Así de divertida comienza esta breve anécdota  que me contó un paciente que conoce a esta persona, y que decidí adjetivar como “maravilloso”, por las connotaciones fantasmáticas que pueden verse implícitas en el discurso de este sujeto, ya que gracias a Freud sabemos la importancia que tiene el chiste en su relación con el inconsciente. Ahora bien, la pregunta de rigor y que salta a la vista es, sin lugar a dudas, ¿qué es lo que está tratando de sostener este sujeto cuando habla de querer “sostener la estantería”?

Veámoslo pues.

Lo primero que podemos decir porque es muy evidente es que este sujeto sabe, y sabe perfectamente bien, -aunque, por supuesto, no concientemente-, es que por más que se esfuerce y ponga toda su voluntad en amurar esa estantería (ya sea con veinte, doscientos o dos mil tornillos) esa estantería, irrevocablemente, está condenada a caerse de la pared. Cuando este sujeto utiliza el modo potencial para decir “por si en una de esas casualidades llegara a caer un rayo...” lo que está haciendo es anticipándose  a algo que, a todas luces, ya sabe que va a ocurrir.

En este simpático relato la exageración tiene una función muy precisa y muy importante, que es no simplemente la de crear el efecto chistoso, sino la de ayudar a decir algo que, de otra manera, resulta imposible de poder decirla. En otras palabras: el sujeto de esta anécdota utiliza un chiste como un recurso discursivo para decirle al suegro lo que, evidentemente, no puede decirle hablándole en serio. Sin embargo, el sujeto no sabe que esta hablando en serio cuando construye en su relato esta sucesión de imágenes graciosas, como un modo de poder decirle al padre de su esposa algo que es muy importante para él. Y por cierto; sabiéndolo o no, le esta hablando nada menos que de él, de él mismo y de su hija, que es su esposa, y por supuesto, de la relación que tienen en sus ya once años matrimonio.

Cuando este sujeto le dice al suegro, “¿vos querés que yo te diga para qué quiero ponerle veinte tornillos? Muy bien, yo te voy a decir porqué quiero poner le tantos tornillos a la estantería. Le quiero poner tantos tornillos por si en una de esas casualidades...” se percibe de inmediato la intención deliberada que tiene de esconder o de ocultar algo que, en el fondo, no sabe bien qué es, pero que por alguna razón siente que debe disfrazar con una construcción circular, peculiarmente graciosa, para encubrir el carácter dramático que eso pareciera llevar implícito.

Si este relato, que el sujeto construye especialmente para su suegro –el otro a quien va dirigido su mensaje, pues como suegro empalma en la transferencia con el lugar de un padre para él- encierra, por necesidad, un carácter chistoso, es justamente para poder alivianar la angustia que le provoca reconocerse ante el suegro como impotente. Pues él mismo reconoce la imposibilidad que tiene para sostener algo que, pese a sus denodados esfuerzos, sabe que está condenado a caerse. A fracasar.

Este sujeto apostó al chiste -con la expresa intención de hablar de su esposa-  ignorando que en el seno de este mismo recurso, que decidió usar para llevar a cabo su malicia, digámoslo así, se expresaría su propio inconsciente. Lo que este sujeto nunca imaginó es que el tiro le saldría por la culata, es decir, que al pretender dejar en falta a su mujer quedaría expuesto él mismo con su problema con la impotencia (que no es necesariamente la impotencia de su miembro viril, aunque podría tratarse de esa también). Él creyó que al imprimirle a su argumento un tono divertido iba a dejar mal parada a la esposa frente a su suegro -por aquello de lo histérica que se pone cuando él hace algo que a ella le molesta o cuando él no hace algo que ella quiere que haga- y lo que nunca supo el pobre –y ni por las tapas alguna vez sospechó- es que fue él mismo quien quedó al desnudo con este cuentito gracioso y engañoso.

En este relato hay algo del orden de “lo insoportable” que es muy claro de ver. Pero no sólo en el sentido de lo que no puede sostenerse, como la estantería, sino también en el sentido de lo que es “inaguantable”, “intolerable” o “insufrible”, y tal vez sea esta una de las claves para desentrañar el desliz: lo que este sujeto ya no puede soportar es a la esposa. Él mismo lo dijo: de no poder soportarse la estantería, mi propia mujer se volvería insoportable. Pero también está aquí la cuestión de que es “él mismo” quien lleva todo el  peso sobre sus hombros; él es el que debe soportar a la insoportable estantería, que, de hecho, es la insoportable de su esposa. 

La construcción del relato chistoso le sirve a este sujeto para deslizar una verdad que no puede decir más que de una manera dividida  o di-vertida (dos vertientes, dos maneras). No es que con el relato de la  repisa esté encubriendo u ocultando algo del orden de la verdad, es que él utiliza esta manera para poder decir su verdad, que no puede decirla frente al suegro, directa y abiertamente. Por lo que ese “rayo” que él introduce en su narración fantástica, digamos, como el causante mítico de la caída de la estantería -porque no dijo que podía caerse por un peso excesivo u otra cosa por el estilo-, el rayo es la imagen que su inconsciente decidió utilizar para representar algo con el fantasma de su esposa. En el mito griego, ya sabemos, el rayo era lanzado por la cólera del dios Zeus, que aquí, como vemos claramente, es la cólera de la divina de su mujer.

Si este sujeto se toma todo el trabajo de hacer esta construcción simbólica en la que va  haciendo desplazar una serie de imágenes cómicas (donde una imagen hace caer a la otra, y la otra a la siguiente como en un efecto dominó, y así hasta llegar a  la primera imagen, que es “el rayo”, enviado desde las olímpicas alturas por su regañona mujer, que logra voltear a la última, “la estantería”, colocada por el marido), es justamente para resguardarse de la ira de su adorable mujer[1]. Porque, como él dijo, el solo hecho de saber que la estantería que le mandó colocar su irascible mujer no resistió los embates de su ira, ya sería suficiente motivo para que ella vuelva a enfurecerse... Y enfurecerse con él.

Como decíamos antes, la constante en este relato es “la caída”, lo que no puede soportarse por sí mismo. De allí el caracter insoportable de su esposa como una reacción consecuente ante dicha imposibilidad. Sabemos por la persona que nos cuenta esta anécdota que su matrimonio está pasando por una de sus peores crisis, y esto explicaría la mala relación que tiene con su  mujer -quien en este momento se encuentra particularmente susceptible, en especial con cada cosa que él hace o deja de hacer- sin embargo, es evidente que este sujeto le está poniendo todo el esfuerzo y la voluntad para tratar de sostener su matrimonio. Aunque en el fondo sepa que es en vano.

El suegro sabe que con “tres” tornillos es suficiente, pero al yerno no le alcanzan “tres” simples tornillos –o no cree que le alcancen-, sino que él  va por los veinte. Pero lo loco es que él mismo sabe que “veinte” tampoco son suficientes, y que no alcanzan para poder  sostener lo que dice que quiere sostener. Este sujeto sabe con certeza que ni veinte tornillos ni doscientos tornillos van a sostener lo que no puede sostener tres simples tornillos, que además, es el número de la estructura y de lo que simbólicamente aporta solidez. Que es una metáfora de lo que está haciendo él ahora: le está dando veinte millones de cosas a la mujer y ninguna de ellas parece servir para satisfacer su permanente y voraz demanda. Podríamos decirlo así: Cada cosa que le da es un tornillo que se cae. Un esfuerzo que no sirve.

El problema parece estar en que el número tres no aporta para este sujeto la idea de solidez que sí tiene para el resto de la gente -o por lo menos para su suegro-. Y la pregunta es, ¿por qué? ¿Por qué este sujeto no puede encontrar sostén en el número tres, justamente el número que representa lo que sostiene, en este caso, la estructura familiar?  ¿No será que este sujeto nunca llega a constituir el número tres y siempre se queda con el que ya conoce, que es el número dos, el número de la pareja, el dos que funciona como uno? No será que el número tres no lo sostiene porque él es el que no puede sostener al tres? ¿No será que de los “tres” tornillos básicos que debiera utilizar para sostener la estantería hay “uno” que nunca adquiere la suficiente fuerza y consistencia que necesita para cumplir la función de sostén, y que, la suplencia de una infinidad de tornillos jamás podrán llenar el vacío que deja la falta de este tornillo inexistente, de ese tornillo que nunca llega a constituirse como tal? Porque es como si quisiera sostener la estantería con un solo tornillo.

Ahora bien. Es simple: para que una repisa se mantenga firmemente estable, con dos tornillos, uno en cada extremo es suficiente. Pero si es un poco extensa y se coloca mucho peso, para que no colapse y se parta por el medio, con un tornillo más en el centro alcanza y sobra. Y es este “tercer” tornillo en el medio del estante el que decididamente aporta la verdadera fuerza para sostener toda la repisa. Por eso  nos preguntamos si no es justamente este tercer tornillo (el del medio) el que estaría faltando en el discurso de este sujeto para constituirse como tal la función del número tres. De ser así, este tornillo que esta faltando, evidentemente no puede ser otro que el tornillo que le falta a la  mujer. Y no lo decimos solamente en el sentido figurado, cuando le agarra esos ataques de ira ante la impotencia del marido, sino cuando comprende que si la estantería no se sostiene, como no se sostiene su matrimonio, es porque hay algo allí del orden de la falta, de lo que no anda, de lo que falla todo el tiempo. Y lo que falla aquí es ese tercer tornillo que no puede cumplir con la función de apoyatura, pero no solo porque no puede sostener a la repisa sino porque no puede sostener a ese sujeto, porque ése es el tornillo que falta. Y ese “tornillo” que falta para que el marido pueda sostener lo que dice que quiere sostener no es otro que el hijo que le falta a la mujer. El hijo (el tercero), el que lograría fundar una familia (el tres), y tal vez poder sostener mejor su  vida conyugal.
Y si falta ese tornillo falta también el sujeto que
Como podemos ver, ese “tercer tornillo” –el que alcanza y sobra para sostener la estantería, y que aquí brilla por su ausencia- es lo que le falta a la mujer y lo que le demanda al marido, el hijo que podría fundar los pilares de una familia. Pero pareciera que el problema radica en que ese tornillo -que falta-  es también el deseo con el que no cuenta el marido. Es como el caso del “tercero excluido”, pero aquí al revés: no es el padre el que queda excluido de la célula madre-hijo sino el marido que, desde el lugar de hijo, no puede incluirse como padre (porque ya está incluido como hijo), como el que no puede. Este sujeto está obsesionado por sostener lo que se empeña en sostener, pero no puede. Y no puede, porque desde el lugar donde se encuentra, no desea. Así de simple.

El fantasma de este sujeto crea en él la obsesiva idea de que, haga lo que haga, la estantería está destinada a caerse de la pared, porque la “pared” no es otra cosa que el lugar donde se encuentra el “padre” anagramado (padre-pared). Y así, como no se sostiene la repisa en la pared tampoco sostiene este sujeto su deseo de ser padre. Y, seguramente, la  incapacidad que encuentra para sostener una simple repisa este mostrando una imposibilidad real para sostener, no solo su matrimonio ni su deseo de ser padre, sino también una imposibilidad para sostenerse él mismo en la vida.

Este sujeto ha decidido construir este relato inocente, casi infantil, bajo la forma de un mensaje cifrado, especialmente dirigido al padre de la esposa, como una forma de decirle algo mas o menos así: “Suegro, si nuestro matrimonio está representado por esta estantería, y esta estantería colapsa y se parte al medio –porque ella la derriba- y se cae, nos tenemos que separar.  Porque es tu hija la que no quiere sostener esta relación, y con la fuerza de un rayo fulminante, intenta todo el tiempo derrumbar lo que yo ya  no sé cómo sostener”. Lo que nuestro sujeto no sabe -o no quiere darse cuenta- es que es un sólo tornillo el que le falta a su mujer, Y es justamente ese tornillo, ese hijo, el que pese a todos sus esfuerzos, y por su posición de hijo,  no se halla en condiciones de brindarle como hombre.

Como vemos, el ingenioso argumento que ha elaborado en forma de chiste el inconsciente de este sujeto, para deslizar frente a su suegro una verdad que, ni él mismo se atreve a escuchar ni a proferir, podríamos sintetizarlo ahora con una sola expresión:  “Suegro; lo lamento mucho, no puedo darte un nieto”.

En el seno de este relato risueño y fantástico nadie puede soportarse a sí mismo; ni la mujer, ni el marido, ni el matrimonio, ni el deseo de tener un hijo ni el de fundar una familia. Tal vez sea la misma estantería, irónicamente, la única que en todo este cuento maravilloso se puede soportar. Soportar a sí misma.

Porque como dijo el suegro: “Con tres tornillos alcanza y sobra”.


Anexo.

Lo que viene a confirmar esto que desarrollamos en las líneas precedentes es un comentario que me hizo el mismo paciente que conoce a esta persona, y que me contó esta anécdota, un comentario –que por supuesto hizo al pasar y que yo decidí tomar para ilustrarlo aquí-  que demuestra perfectamente bien el sentido y la dirección de lo que nosotros explicábamos en el artículo, según la particular mirada psicoanalítica que nosotros hicimos sobre el hecho.  Y es el siguiente.

Este paciente (el que conoce al protagonista de la anécdota)  me dice que el  sujeto en cuestión tuvo que llevar a un programa de televisión -al que iba a asistir su esposa como conductora en un ciclo de manualidades que va por el cable, una serie de elementos desarmables para que ella, su esposa, pudiera mostrarles a los televidentes cómo se hacían ciertas cosas que ella realiza en su taller, entre las que se encontraban, oh, casualmente, unos estantes desmontables, y el sujeto de nuestra simpática anécdota no va y… ¿qué hace? Pues bien. ¡Se olvida de llevar los tornillos!





[1] El estilo que utiliza este sujeto para narrar esta sucesión de imágenes chispeantes nos hace recordar a las parábolas de Chuang Tse; que aquí, reelaboradas por nosotros, podrían sonar más o menos así: “El rayo tira al árbol, el árbol tira al techo, el techo tira la pared y la pared tira la estantería.  La mujer le dice al marido (como si ella fuera la diosa y él el mortal): ¿Por qué la estantería que te mandé a colocar no soportó el rayo que le envié?”.


Hugo Cuccarese


Rin tin tin


miércoles, 2 de julio de 2014

CHOCAR O NO CHOCAR LAS COPAS

... THAS IS THE CUESTION

¿Es de mal gusto chocar las copas durante el brindis?

LOS FRANCESES DICEN QUE SÍ, PERO ESTA AFIRMACIÓN SE CONTRAPONE CON LO QUE ENSEÑA LA TRADICIÓN. DESDE LA MÁS REMOTA ANTIGÜEDAD EL VINO, LA AMISTAD Y EL CONOCIMIENTO SIEMPRE ANDUVIERON JUNTOS Y, SEGURAMENTE, PORQUÉ NO… TOMADOS DE LA MANO.


 ¡A chocar esas copas!

La leyenda cuenta que los Vikingos eran grandes bebedores de vino y usaban como copones las calaveras de los enemigos vencidos y asesinados. Todo el mundo sabe la ferocidad que tenían estos belicosos marinos nórdicos a la hora de emprender sus viajes en expediciones de asalto. Su habilidad en el arte de la construcción naval los llevó a realizar grandes viajes por mar abierto, y a hostigar a los pueblos más desarrollados y civilizados con sus brutales fechorías. Sin ir más lejos, sus ataques por sorpresa en esos largos navíos a los que llamaban “dragones” eran tan temidos como su  fama de forajidos.

Después de invadir, saquear y aniquilar salvajemente a sus adversarios, los vikingos recogían los cadáveres del los principales líderes y les cortaban la cabeza para exhibirlo ante su propia gente a modo de trofeo. Luego de despellejar los cráneos de las víctimas y asearlos apropiadamente, estaban listos para convertirse en los recipientes perfectos para beber el dulce licor de Baco. El éxito de sus despiadadas conquistas se realizaba en estas infames cráteras humanas, donde se simulaba beber el vino como la sangre de los enemigos.

La desconfianza que reinaba entre estos guerreros sanguinarios y ladinos sólo podía equipararse con su insaciable sed de poder.  Su impredecible y bárbaro temperamento los tornaba vulnerables a los engaños y a las conspiraciones. Sin embargo, pese a vivir del robo y el pillaje artero, tenían un sentido de la amistad y de la camaradería altamente desarrollado. Por esa razón, para evitar ser asaltados por su vil y traicionera  naturaleza y usar sus pérfidas artes para destruirse a sí mismos, decidieron instaurar entre ellos un estricto Código de Lealtad.

Ellos sabían que la manera más fácil de eliminar a un  rival indeseable, sin levantar, por supuesto, sospechas de ninguna clase, era colocando al desprevenido una pócima de veneno en su bebida durante las fiestas bacanales. Por eso para no ceder a la tentación de  envenenarse mutuamente, debían lograr que el contenido de cada una de sus copas se mezclara con el de las demás. Para que esto ocurriera espontáneamente y no hubiera necesidad de probar, una por una, la bebida de los otros compañeros, se implementó en el código chocar los copones durante el brindis para que un poco de la bebida de uno salpicara el contenido en el copón del otro, y así se mezclaran imperceptiblemente los rojizos fluidos unos con otros.  Con que una gota de mi copa cayera en la copa de mi compañero era suficiente para envenenar letalmente su bebida. De esta manera, uno podía tener la plena seguridad de que el amigo con el que estaba bebiendo -y brindado previamente- no había echado ninguna sustancia extraña en mi recipiente, puesto que, de hacerlo, él también bebería del mortal brebaje. De allí que no chocar las copas... pasara a ser sinónimo  de... “mal gusto”, digámoslo así. 

Desde entonces se glorificó el acto de brindar. Y el chocar los copones entre camaradas pasó a convertirse en el más alto gesto de amistad y confianza mutua.

El acto de chocar los cálices entre sí fue inventado probablemente por estos guerreros de rapiña. Y fue una idea de gran aceptación en el ejercicio de la amistad que, con seguridad extrajeron de la guerra, de su experiencia con los enemigos vencidos, y especialmente de su astuta técnica de abordaje naval.

Mientras en la escaramuza los guerreros chocaban sus navíos para saltar de una embarcación a otra e imponer así la fuerza del saqueo, en el seno del reposo o en el remanso del guerrero, los bebedores chocaban los vasos entre sí emulando aquella bélica artimaña de abordaje, y hacían  saltar gotas de vino hacia la copa de sus otros compañeros, pero en este caso, como una auténtica demostración de lealtad. De allí que en todas partes del mundo el brindis sea la conmemoración simbólica más alta y noble de la amistad.

Incluso el famoso vikingo, Eric el Rojo, apodado así no sólo por su crueldad y salvajismo en el arte de derramar sangre en los asaltos, sino por el de “derramar el vino” entre amigos y mujeres durante los festejos saturnales, dijo alguna vez: 

“Desconfía –o al menos ten la sospecha- de aquel amigo que, en el seno de un festejo se niegue o evada chocar su copa con la tuya, puesto que es seguro que algo malo u oscuro trama hacer contra ti”. 

Por Eric el Rojo, por esta bella leyenda, por el solo placer de hacerlo y, especialmente, por ninguna razón del mundo  debería  impedirse que dos amigos que glorifican el  sublime arte de la amistad, bebiendo entre  hipos y sonrisas, el exquisito néctar de los dioses... choquen los cálices de la vida y de la inmortalidad –aunque sean del más delicado y perfecto cristal de Bohemia- cuando sus espíritus jocosos, hermanados por el fino bouquet de los tintillos, se unan y conjuren en la sagrada hora de brindar y sean… uno para todos... y todos para uno.

 Hugo Cuccarese


La garra del dragón,
¿o el dragón desgarrado?