sábado, 4 de abril de 2015

LA METAMORPHOSIS DE LA CIENCIA

“Aun hoy se suele hablar de ´mecánica racional´, lo que significaría que las leyes newtonianas expresarían las leyes de la ´razón´, esto es, una verdad inmutable”.
Ilya Prigogine




LA METAMORPHOSIS [3] DE LA CIENCIA
En estos tiempos modernos que corren ha aparecido en el camino de la ciencia una pregunta fundamental que ha obligado a Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química, y sin duda uno de los grandes científicos y humanistas de este siglo, a revisar y replantear todo el enfoque científico determinista propuesto por la ciencia clásica,  postulando, como respuesta innovadora, la construcción de un nuevo paradigma: ¿El futuro está dado o en perpetua construcción?

L
a ciencia clásica nos ha presentado el modelo de un Universo Mecánico Manipulable  cuya imagen mecanicista, elaborada por Descartes y perfeccionada después por Newton a imagen y semejanza de un reloj, ha reemplazado la descripción aristotélica de un Universo vivo, orgánico y creativo.

Ilya Prigogine ha presentado en su libro “El fin de las certidumbres”[1] una apasionante transformación conceptual basada en el porvenir de la ciencia, a partir de dos concepciones del universo físico en conflicto: la imagen estática y la imagen evolutiva, mostrando desde su reflexión histórica–filosófica un camino alternativo. Dice: “Creo que la aventura recién empieza. Asistimos al surgimiento de una ciencia que ya no se limita a situaciones simplificadas, idealizadas, sino que nos enfrenta a la complejidad del mundo real: una ciencia que permite que la creatividad humana se vivencia como la expresión singular de un rasgo fundamental, común en todos los niveles de la naturaleza”. Su novedosa concepción del mundo va dirigida hacia un nuevo naturalismo, intentando producir una síntesis entre la formulación experimental y cuantitativa de la tradición occidental con la tradición china, orientada como se ve hacia una visión más espontánea y autoorganizadora.

La concepción aristotélica del universo que dominó nuestra civilización entre los siglos XII y XVI, presentaba una interdependencia de los fenómenos materiales y espirituales en los que el hombre, no sólo era parte de la naturaleza sino también  igual a las otras criaturas.

Con la llegada de los astrónomos medievales, los visionarios más pitagóricos que imaginaban a los planetas como esferas etéreas de cristal, que giraban alrededor de la tierra en órbitas perfectamente redondas (por considerarse el círculo la forma geométrica perfecta), surge el modelo del Universo Geocéntrico, postulado por Claudio Tolomeo, modelo que la iglesia apoyó durante toda la Edad de la Barbarie y que contribuyó a frenar el ascenso de la astronomía durante un milenio. Por fin en 1543, Nicolás Copérnico publica una hipótesis totalmente diferente para explicar el movimiento aparente de los planetas. Copérnico, por su lado, desplazó a la tierra de su privilegiado centro, dejándola degradada a la categoría de un planeta más, el tercero desde el Sol. En 1616 la iglesia católica coloca el libro de Copérnico en su lista de libros prohibidos “hasta su corrección”, junto con su revolucionario Sistema Heliocéntrico. Este giro audaz y novedoso se conoció como la “Revolución Copernicana”, y fue la primera herida hecha al narcisismo de la humanidad.

Sigmund Freud en “Una dificultad del psicoanálisis”[2] (1917) escribe que el narcisismo general, el amor propio de la Humanidad ha sufrido hasta ahora tres graves ofensas por parte de la investigación científica: la primera estocada la da Copérnico, produciendo justamente la llamada “ofensa cosmológica”. La tierra (con el hombre incluido) ya no es el centro del Universo. La segunda fue la de Darwin, la “ofensa biológica”, el hombre ya no es dueño de un alma inmortal y un origen divino sino que ahora su estirpe proviene nada menos que del primate, no existiendo diferencia entre su propio ser y el del animal. La tercera ofensa –la más determinante para el sujeto que se haya en el campo de la palabra y el lenguaje- es la que hace el mismo Freud con el descubrimiento del Inconciente, produciendo la llamada “ofensa psicológica”. El hombre ya no puede ni podrá controlar todo en la vida con la sola fuerza de su voluntad, ahora existe un poder superior a sus desmedidos antojos e intereses personales, denominado  “inconsciente”, por ser éste un saber desconocido e inaccesible que gobierna y determina absolutamente el invisible hilo de todas nuestras acciones.

Prigogine, en “El fin de las certidumbres” menciona estas tres heridas narcisistas a la humanidad que describe Freud (omitiendo citar el artículo del que las extrajo) pero reconociendo, sin embargo, que “nuestra vida intelectual es conciente sólo en parte.” (La cursiva es mía).

A diferencia de lo que ocurría en la concepción clásica del universo donde el observador (el científico) era parte del universo que observaba (el objeto), en la ciencia moderna se produce un quiebre, una división tajante y devastadora entre el investigador y la cosa que investiga. El científico es ahora el nuevo Amo y Señor que somete a la naturaleza con sus perversos y dominantes caprichos. El ejemplo más contundente de ello es Francis Bacon, quien creía firmemente que el saber daba poder y, en consecuencia, sostenía que “el científico debía torturar a la naturaleza hasta arrancarle sus secretos”. La Revolución Copernicana produjo pues un hito en la historia del pensamiento occidental; pero fueron Galileo y Kepler quienes lograron verdaderamente encauzarla y Descartes quien la introdujo dentro de un marco mecanicista hasta la llegada de Newton, con su moderna y descollante teoría sobre  La Gravitación Universal.

Mientras Galileo se retractaba ante las autoridades eclesiásticas por afirmar que era la tierra la que se desplazaba alrededor del sol, -y no al revés-, Kepler, gracias a los datos astronómicos que le suministraba el gran observador de su época, Ticho Brahe, descubría que los planetas no se movían siguiendo la perfección del círculo, sino que sus recorridos quedaban formalmente achatados en una horrible y degradante forma elíptica. De  hecho, la primera ley de Kepler es el ABC de la ciencia moderna, situando y redefiniendo la estructura elemental del universo al postular que “un planeta se mueve siguiendo una elipse con el Sol en uno de los dos focos”. Cuando en 1805 Laplace le presenta a Napoleón su obra Mecánica Celeste, un voluminoso libro sobre el nuevo sistema del Universo que había diseñado, un sistema de relojería eterno e increado que completaba la obra de Newton en algunos de sus aspectos más importantes, y éste, fascinado, le pregunta cómo no había mencionado una sola vez a Dios, Laplace le responde, y de forma contundente: “No tuve la necesidad de recurrir a tal hipótesis”.

El universo científico clásico no sólo planteaba un destino prefijado dominado por leyes mecánicas y una dinámica basada en una relación de causa / efecto, sino que al mismo tiempo dejaba igualmente afuera a Dios y al azar.

Ilya Prigogine inaugura de este modo el posmodernismo con la postulación de su Nuevo Paradigma, al presentar una concepción del universo físico diferente, contraponiendo la imagen estática a la imagen evolutiva. Y explica que sería inhabitable para seres vivientes permanecer en un mundo totalmente Imprevisible, tanto como sería insoportable para seres concientes habitar un mundo totalmente Estable.

En la termodinámica clásica un sistema podía evolucionar hacia un sólo estado final: el equilibrio, con un proceso lineal. Pero Prigogine propone una reformulación de esto al plantear una nueva dimensión con la Termodinámica No Lineal de los Procesos Irreversibles (TNLP) capaces de formar nuevas estructuras a las que posteriormente denominará “estructuras disipativas”. Los seres vivos son aquí considerados estructuras disipativas sujetas a fluctuaciones, en tanto que el desarrollo humano en su conjunto, individual y socialmente, también puede expresarse en términos de estructuras disipativas, fluctuantes y creativas.

En el siglo XIX Joule postula el principio de conservación de la energía. Y Prigogine postula su teoría sobre el Universo no–determinado sobre la base de la primera ley de la termodinámica que dice que “la energía no se destruye, se transforma”, y sobre la segunda que sostiene que “parte de la energía se disipa como calor y no podemos recuperarla”, y cita el ejemplo del motor para afirmar que “es imposible una máquina con movimiento perpetuo” debido a que no toda la energía se puede convertir en trabajo mecánico, pues en cada ciclo parte de la energía se convierte (no se pierde) en una forma imposible de utilizar.

Para explicar este fenómeno producido sobre la base de este segundo principio, Clausius, en la década de 1860 a 1870 desarrolla un nuevo concepto denominado Entropía (del griego tropos, que significa “transformación o evolución”.

La Entropía mide el grado de evolución de un sistema físico. Cuanto más cerca estemos del equilibrio, mayor será la entropía y menor la actividad del sistema. Cuando se empezó a estudiar los fenómenos de entropía se llegó a la conclusión de que todos proceden en la misma dirección; del desequilibrio al equilibrio, del orden al desorden, hacia una entropía cada vez mayor.

De este modo y gracias a los novedosos trabajos de Ilya Prigogine, ahora los nuevos planteamientos científicos tienden a encontrarse con los del psicoanálisis. Parece que los científicos de hoy –o al menos aquellos que comparten la mirada de Prigogine- han modificado su discurso y pueden soportar la castración que implica no habitar un universo idealmente perfecto, con leyes infalibles, predecibles y predeterminadas, mas relacionadas con el fantasma neurótico de cada científico que con la realidad que se observa en los laboratorios. Tal vez nos encontremos en los umbrales de una ciencia cuya mirada sobre el mundo sea más real y menos idealista y especulativa; con científicos menos narcisistas y más abiertos y proclives a incluir (como posibilidad) la existencia del inconsciente en su propia mirada, y más predispuestos a soportar la incertidumbre que produce la falta cuando se pone en marcha “la mecánica del deseo”, implícita -y reprimida- en las entrañas de sus postulaciones.  

Todas estas investigaciones de Prigogine han conducido y desembocado en lo que hoy se conoce como la “Ciencia del Caos”. En realidad, el Principio de Incertidumbre propuesto por Prigogine no debería alarmar a la gente ajena al ámbito de la ciencia ni producir inquietud o escalofríos en quienes se acercan a la teoría prigoginista.  Si bien es verdad que el caos lleva implícito la idea de desorden, como su aspecto negativo, digámoslo así (y por ende la inseguridad y angustia neurótica que esto conlleva) también da origen a la creatividad, como su aspecto positivo y más sobresaliente.

Según Prigogine no vivimos atados a un Universo regido por leyes inamovibles y predeterministas, sino que habitamos un Universo abierto, cambiante y en plena construcción, sabiamente coincidente con el sujeto del lenguaje que, atravesado por la palabra que lo nombra y representa, habita el espacio del inconsciente de un modo heideggerianamente constructivo. No olvidemos que durante mucho tiempo el ideal de los científicos en el mundo de la física estuvo asociado con la certidumbre, es decir, con ese fantasma neurótico que se afianza en la negación del tiempo y la creatividad, o sea, la repetición perpetua.

La teoría cuántica con su principio de indeterminación marca finalmente la primera derrota histórica sobre la concepción determinista en la física; la segunda la habría de trazar la (TNLP), al demostrar que no hay una sola trayectoria posible y que en las bifurcaciones es el azar en que desempeña un papel preponderante a la hora de elegir un camino y descartar otros.  Esto lo lleva a Prigogine a pensar que ya no somos esclavos de un destino inexorable, escrito en las leyes universales con caracteres matemáticos –como decía Galileo-. Las leyes de la dinámica cobran entonces una nueva significación: incorporan la irreversibilidad y expresan posibilidades, ya no certidumbres.

De este modo, y gracias a los novedosos trabajos de Ilya Prigogine ahora los nuevos planteamientos científicos tienden a encontrarse con los del psicoanálisis. Especialmente con respecto a la posibilidad que tiene un sujeto de atravesar el fantasma de habitar un universo, idealmente perfecto, mundo un donde se excluye la existencia del inconsciente y todo lo que esté relacionado con “la mecánica del deseo” (y la angustia que conlleva propiamente el desear).

Lo que nos dicen las nuevas postulaciones prigoginistas en este sentido es que el destino  ya no tiene porqué ser “inexorable” para nadie, ya que “la ley universal” (que no es otra que la del Edipo) puede ser re-escrita en la historia de cada uno y por el análisis de cada uno, y en cada uno, como un palimpsesto viviente. Para que solo-uno (y no otro, ni el Otro) sea el artífice cada palabra que sale de su boca y, fundamentalmente, el creador de cada una de las letras que escribe -con el peso de un carácter matemático- en cada uno de los pasos que darán forma a su destino.

Y tal vez por la escritura de estos mismos giros del destino –o tal vez por los giros del azar- vivimos en un momento privilegiado de la historia de la ciencia. Respecto a esto, Prigogine concluye “El fin de las certidumbres” con un alegato más que alentador:

“Si logro transmitir al lector mi convicción de que asistimos a un cambio radical de la orientación que hasta hoy ha seguido la física después de Newton, este libro habrá cumplido su objetivo”.


Por algo The New York Times lo declaró: “Un libro breve que durará siglos”.

HUGO CUCCARESE




[1] Prigogine, Ilya, La  fin des certitudes, Editorial Andrés Bello, 1996, Santiago de Chile.
[2] Freud, Sigmund, Obras Completas, Tomo III, Editorial Biblioteca Nueva, 1981, Madrid, España. 
[3] La palabra “metamorfosis” fue creada en el siglo XV, y viene del griego “metamorphosis” que significa “cambio” y “transformación”. En cuya composición semántica se encuentra el prefijo “meta” (que es más allá, como en metáfora o metástasis), la palabra “morfé” (que es figura, forma, como amorfo y morfología), y la raíz “osis” (que indica cambio de estado, sobre todo para mal, como enfermedad, cirrosis o tuberculosis).