sábado, 9 de abril de 2016

LAS TRES LETRAS CHINAS DEL AMOR

¿Abrazando los recuerdos o recordando los abrazos?


Lo que sorprende de este video tan conmovedor, tan lleno de poseía y tan bellamente realizado es el modo en que la chica aborda el momento en que se encuentra, cara a cara, con la falta y con la pérdida. Un modo inusual y sorprendente. Una forma, tal vez, -diferente-, de luchar por amor.

                                    

El amor
no sólo son palabras que se dicen al azar,
por un momento y sin pensar.
Son esas otras cosas que se sienten sin hablar,
al sonreír, al abrazar,...
Julio Iglesias
Los suspiros son aire, y van al aire
Las lágrimas son agua, y van al mar
Dime, mujer: cuando el amor se olvida
¿sabes tú adónde va?
G. Adolfo Bécquer

I
LA NARRACIÓN


L
a mañana se abre tenuemente entre los brazos de una joven y bonita muchacha oriental, que despierta en su cama notando con tristeza la ausencia de su amor. Es “El fin”, rezan los dos caracteres chinos a un lado de la pantalla.

S
e levanta el telón, y el novio le extiende con displicencia los papeles de divorcio sobre una mesa desierta. Cuando ella ve la hoja silenciosa y ese hueco blanco y espantoso esperando de su puño la letra de un adiós, una angustia incontenible se revela en su rostro acongojado, en sus ojos lagrimosos, y en su voz entrecortada cuando junta fuerzas y le dice: “Muy bien, voy a firmar. Pero tengo una última condición. ¿Me puedes abrazar una vez al día, por el resto del mes?”. Él, con cierta incomodidad, desvía la mirada y con un dejo de fastidio, murmura descarnado: “¡Ah!”. Luego recoge sus cosas con total frialdad, se levanta de la mesa como si nada hubiera pasado, y se marcha de la habitación dejándola así inmóvil y abatida, con la mirada  hundida en la misma nada,  en esa negra desolación que ha dejado él tras sus pasos, tras su ausencia.  Solo dos segundos dura la lúgubre escena. La  esmirriada figura a la chica quedará allí, cabizbaja y en penumbra, aletargada en el tiempo, con el cuerpo desgastado y marchito como una rama hueca,  con el torso duro y seco inclinado sobre la silla, y el alma abrumada por ese amor que ya nunca estará.  

A
l día siguiente comienza la propuesta. Ocurre en la terraza de un lujoso edificio, al amparo de colosos y mudos rascacielos, mientras ella espera y contempla el anillo de matrimonio. “Faye” –susurra él, sin saber bien qué hace allí-. Ella oye su voz y se da vuelta. Ella sí sabe porque se encuentra allí. Se encuentra allí porque recuerda. Por eso ella le dice: “Fue en este mismo lugar donde me propusiste casamiento”. Él otra vez se vuelve a incomodar, y se aparta del lugar desviando  la mirada hacia las nubes pasajeras. Hasta le recuerda ese gesto romántico que tuvo cuando se inclinó a sus pies y le  entregó la alianza. Pero es inútil, las palabras de la joven rebotan contra el impertérrito semblante de su enamorado, cada vez más rígido e inanimado. Los  reclamos de la joven parecen agobiarlo, y se  encoge de hombros, y con un lánguido bufido asiente con renuencia. Cuando le recuerda que quería pasar el resto de su vida con ella, él mira alrededor como descolocado, como buscando dónde desaparecer. Entonces ella se acerca y le musita, casi con un tono de súplica: “Por favor, abrázame”. Él se queda asombrado,  mirándola unos instantes con incredulidad. Luego inclina la cabeza y la toma entre sus brazos, incómodamente. Tarda en abrazarla. Lo hace lentamente. Pero al final, sus brazos y sus manos adquieren una fragilidad desbocada, impensable, y acaricia su pelo con exquisita suavidad. Pero de pronto ella se aparta bruscamente y se aleja como si nada. Él la observa aturdido, pero impertérrito, desde su fría y altiva torre de indiferencia mientras su frágil alma de enamorada se dobla bajo su propio aliento como una hoja de bambú. Ella se humilla ante la insensible mole de concreto; pero no se quiebra. Lo duda unos instantes, y se marcha sin decir adiós.

L
uego viene “El voto”. Una escena maravillosa. Una de las más exquisitas y ricas en significación. Creo que es la que mayor fuerza dramática le da a la historia de la pareja.  Es esa en la que sus cuerpos se abrazan cálida y tiernamente en la explanada del muelle. Es ella la que con su demanda de amor lo ha llevado a él hasta allí, hasta la orilla del río, cuando corría la tarde y su aliento agitado le hace decir: “Hola. Lo siento”. Ella le dice, y casi en un tono de reproche: “Aquí fue donde me dijiste que me amabas por primera vez…”. Él se queda confundido, desolado, buscando las palabras que no halla en su interior y que jamás llegan a su boca; y envuelto en resignación, desvía la mirada y toca los candados con inscripciones amorosas, atados a una gruesa reja de metal, a ese indestructible tejido de votos y juramentos que se halla en primer plano sobre el eterno río, -tal vez lo único eterno allí-. Busca y toma uno entre sus dedos. El que lleva tres bellos ideogramas con la promesa de amor eterno grabada en él. En ese momento se ve la cara de la chica, como adormecida, como entrecerrando los ojos y conteniendo en los labios un imperceptible rictus de satisfacción. Es muy breve; pasa desapercibido. Pero el mensaje es claro: su rostro está ensoberbecido. Es como si al cerrar los ojos hubiera exclamado para sus adentros, ¡voilá!, ¡se ha conmovido! Entonces él, como si escuchara aquellas plegarias inconscientes, gira la cabeza y queda en primer plano -totalmente consternado-, mirándola como si hubiera descubierto (o recordado) algo trascendente. De pronto la cámara se aparta, y en un encuadre diferente se ve cómo los cuerpos se acercan y se abrazan. Detrás de ellos se encuentra la baranda metálica, cubierta de candados venecianos, y de fondo se halla el río. Ese río omnisciente y misterioso que desnuda con su paso la verdad del corazón, la voz que flota entre los cuerpos, atorada en la garganta de los enamorados. Es como fuera la vida misma la que estuviera fluyendo en ese momento, detrás de aquellas almas desoladas, abrazadas a la nada, a un presente que se niega a querer irse. La escena es conmovedora: la fotografía es blanco y negro para recordar al espectador lo que ya no se encuentra allí; la suave cadencia de la melodía, la deliciosa y susurrante voz de la cantante sobre el murmullo de las olas, el abrazo cálido, y los candados encordados flotando sobre la corriente del agua, es la imagen perfecta de lo que el río se llevó

M
ientras él sostiene en el abrazo sus promesas incumplidas, y con su amorosa mano cubre la retinta y lacia cabellera, ella se adormece entre sus brazos tiernamente. Y otra vez aparecen los candados delante de sus ojos, aferrados al mágico entramado, a esa red simbólica sobre la que alguna vez saltaron por amor. Es como si aquellas cerraduras representaran los nudos de su amor y fueran sus propios corazones, aferrados en la nada, los que hubieran quedado allí, en primer plano, atrapados y olvidados en el tiempo, engarzados a una lábil promesa de amor, de amor eterno, pero que al final fue fugaz. Es como si fueran las viejas palabras de amor, o sus propias almas encantadas -o encandadas- las que ahora estuviera llevándose la corriente, cuando el telón negro cierra la escena y aparece en la oscuridad “El primer beso”, escrito con dos ideogramas.

L
a escena siguiente es determinante, y transcurre en la calle, durante la noche. Aquí parece haber un avance respecto de lo que la chica demanda, pues aparece -por fin- soltando sus lágrimas contenidas, mientras escucha detrás de ella un resoplar y una voz culposa que ahora exclama, con cierto temor: “Disculpa, me retrasé”. Ahora es él el que se muestra interesado, (el que puede recordar), ya que lo primero que dice es: “Vinimos a este lugar en una cita, ¿no es así?” Ella cambia de expresión y sonríe sorprendida: “¿Realmente te acuerdas? –le pregunta emocionada-. Este es el lugar donde nos besamos por primera vez”. Entonces, en medio del silencio, algo ocurre en sus miradas. De pronto todo desaparece a su alrededor, y sólo quedan sus ojos extasiados, brillando de felicidad. Hay algo de revelación que se transparenta en esta escena. Pues se miran a los ojos como si estuvieran descubriéndose a sí mismos, o desnudando algún secreto, alguna verdad, alguna letra impronunciable. Y otra vez se acercan y se abrazan. Él la rodea fuertemente con sus brazos, como si estuviera abrazándose o reencontrándose a sí mismo y, con infinita ternura, vuelve a deslizar su mano sobre su pelo mientras olisquea el perfume de lo que ha reencontrado ahí. La escena se cierra sobre la noche, y la noche rodea los cuerpos reconciliados de los tiernos amantes, nada menos que en el descanso penumbroso de una empinada escalera, como situando allí el lugar donde las almas enamoradas comenzarán a ascender.

D
e repente la oscuridad da paso a la mañana. Ahora la escena final transcurre en una terminal, con vista a la bahía.  Ahora él es el que mira el reloj con ansiedad, y ella la que se retrasa. La gente pasa a su alrededor, y es él el que la espera. Y la espera tal vez porque ahora sabe lo que espera -en esa dulce espera- sin saber lo que le espera. De pronto aparece entre la gente, alegre y animada. Y él, totalmente fascinado, con la cara iluminada, sonriendo como un Buda enamorado, la recibe entre sus brazos como el día recibe al nuevo sol. Pero ella interpone su mano y lo aparta de inmediato, con inquietante expresión. -Impensable-. Por primera vez rechaza el abrazo, y él se queda congelado, abstraído, con la mirada suspendida en ningún lugar. De pronto, resuelta y decidida, saca los papeles de divorcio, y con una sonrisa brillante, le dice: “Ya firmé”, y se marcha. Se marcha, dejándole sus ojos oblicuos y sonrientes, clavados en su desencanto. Él mira los papeles y se queda anonadado. Ella se pierde entre la gente mientras lentamente se obnubila la pantalla  y aparecen dos letras chinas que recuerdan “El comienzo”.

E
ntonces se ve el momento del tropiezo. El instante en que sus cuerpos trastabillan al chocar. Cuando ella se agacha y le ayuda a recoger las carpetas que llevaba entre sus manos, sus miradas se cruzan silenciosamente por primera vez. Él la mira sutilmente. Y con un dejo de vergüenza inclina la cabeza. Pero ella es risueña y espontánea, y no vacila; le regala una sonrisa grande y generosa, y se marcha sin hablar. Pero al dar unos pasos entre la gente, voltea y lo mira nuevamente. Lo mira y le sonríe. Él se queda pensativo. Absorto. Entonces hay algo que, como una revelación freudiana, parece comprender súbitamente: ¡Es la sonrisa! ¡Sí! ¡La sonrisa! Esa sonrisa que llegó para iluminar su corazón el día que la conoció es la misma sonrisa que ahora se está yendo de su vida para siempre. La escena que se muestra en flashback, en este momento, no es para nada casual, revela lo fundamental: así comenzó el amor para esta joven pareja, recogiendo papeles del suelo; y así –irónicamente- terminaría; firmando los papeles de divorcio. Todo cierra y todo fluye aquí con absoluta naturalidad, pues es el río el que está escribiendo el amor en la historia de estos personajes. Y es allí cuando despierta; y como de un sueño eterno. Cuando murmura su nombre al son de un tren que se está yendo del andén. Por eso corre tras de ella. Por supuesto, con los papeles del divorcio firmados en la mano. Corre tras el dulce amor que se le escapa como agua entre los dedos. Corre porque sabe que la noche ha dado paso al nuevo día, y lo que el río una tarde se llevó, lo ha  devuelto nuevamente la mañana. Es el deseo lo que aparece en su desgarrado tono de voz, cuando le grita con el alma, aferrado a sus papeles: “¿Puedo abrazarte mañana nuevamente?”. Entonces ella se detiene, se da vuelta entre la gente, y lo mira brevemente. Pero su rostro es indescifrable. Es allí cuando el negro telón de la pantalla cae sobre los ojos del espectador, donde cuatro letras chinas nos revelan el mensaje: “No dejes escapar el amor”. 

C
uando la oscuridad se va de la pantalla y la imagen de la chica reaparece ante nosotros, radiante y expresiva, es la ceguera la que ha caído de los ojos, la venda que ha dado paso al despertar, al porvenir de un nuevo amor. La silueta recortada de su delicado y gracioso perfil, ahora luminosa y pletórica de vida, mirando y sonriendo hacia un horizonte imaginario, permanece unos instantes nada más ante nuestra propia mirada (que es la mirada de él). Luego se da vuelta, y se aleja lentamente. Su atezada y abundante cabellera fluye ante nosotros con una cadencia que transcurre, como ese río sabio, manso y silencioso, que sus pasos evocan al andar. Al despedirse.  Al reencontrarse.

II
LA INTERPRETACIÓN


E
l  camino que construyen estos jóvenes enamorados hacia una posible reconciliación se basa en rememorar aquellos momentos y lugares donde se declararon su amor. En el cruce de esos dos vectores (tiempo y espacio) es donde el sujeto puede anclarse en el discurso cuando pone en acto la palabra que lo traza y que lo nombra. Es en ese famoso “aquí y ahora” del que se habla en el budismo zen y que se presenta aquí, revitalizado, en boca de esta joven pareja de orientales, donde algo del orden de  la verdad queda dicho en el transcurso de esta historia.

Para el psicoanálisis la verdad tiene estructura de ficción, y se encuentra lejos de oponerse a la mentira. “Verdad” viene del griego alétheia, cuya traducción literal es a–léthe, “no olvido”. Un concepto que Heidegger traduce justamente como “des-ocultamiento”.

Si la chica apela al “recuerdo” como estrategia de reconciliación es porque sabe que la única manera de reencontrase con el otro es tratando de rememorar la verdad que se encuentra “olvidada” en aquello que no se habla, es decir, la verdad que está “oculta” en las palabras que no se dicen.

“La china sabe griego”, podríamos decir de alguna manera, pues ella sabe que “verdad” significa “no olvidar”, por eso le hace recordar a su pareja cada uno de los momentos en que puso en acto su deseo, con la intención de ir des-ocultando la verdad  de lo que siente por ella.  Así se va des-cubriendo o des-corriendo a lo largo de la historia el velo que cubría el amor “oculto” en cada una de las palabras en que él sostenía sus promesas de amor.

Dicho esto, cualquier mujer occidental leería la actitud de esta muchacha china, abatida por la muda y despreciativa insensibilidad de su novio,  como una especie de sumisión, de sometimiento, y por lo tanto, como una forma de mendigarle amor. Sin embargo, para ella no es así. En absoluto. No es así porque no es eso lo que se está poniendo en juego cuando ella le  propone “el abrazo” (con el recuerdo de la verdad dicha a medias incluido) como  condición para “cortar”, supuestamente, el vínculo que los une.  Lo que ella hace allí es algo inaudito para el pensamiento femenino, para la  forma que tiene la mujer de ver al hombre en la cultura Occidental; para la forma de vivir su “ser mujer”, y esa lucha de poder que se le juega con el amo, en el discurso del amo, ese lugar en el que históricamente ha ido a parar al ubicarse, para el otro, en  posición de objeto de deseo.

En este caso, es una joven de origen oriental, estructurada en una lengua que no se flexiona, cuyos caracteres designan acciones y no sustantivos; con una cultura de cuatro mil años de tradición filosófica y una escritura ideográfica más cercana a lo real, totalmente diferente a la nuestra, la que puede soportar estar en un lugar así, estoicamente valiente, sin sentir que está en-menos o en falta frente al otro, es decir, cosificada.  (No olvidemos que, a diferencia del idioma chino, estructurado más como un tejido ideogramático, donde lo que se dice siempre está puesto en acto, el principio de la gramática occidental es “yo”, cuya posibilidad de significación es infinita, una lengua figurativa donde todo quiere decir otra cosa).

La chica no ve ni siente su propuesta como una humillación, ni como una forma de arrastrarse o denigrarse o algo similar, como sí podríamos verlo y sentirlo nosotros con ojos de occidentales, y eso es lo que más impacta al ver este video. Los orientales, con sus ojos rasgados y su milenaria sabiduría, pueden ver el mundo de una manera muy diferente a como podemos verlo nosotros, con la mirada del sujeto cartesiano y la espacialidad euclidiana anclada en el formalismo aristotélico. Recordemos que la posición de la mujer en el mundo también es una construcción cultural. Las histéricas de la época de Freud no son las mismas que las que hay hoy en día.

Lo que hace aquí esta joven y lánguida enamorada es simplemente invitarlo a recordar. A recordar cada uno de los momentos y de los lugares en los que él dio “su palabra de amor”.  Pero no en el sentido común y corriente de hacer promesas con el hueco farfullar, con esas palabras vacías que se lleva el viento cuando hablamos por hablar, sino por el contrario, ella lo hace como una invocación al sujeto del inconsciente, a ése que puso en juego su deseo al dejar escrito su amor en el candado.  Y el candado no es otra cosa que el lugar donde la letra queda escrita y encerrada, engarzada en el discurso amoroso, representado aquí por el tejido o “encordado” de metal. (Lacan jugaba con encords en en-corps, “encordado en cuerpo”, el cuerpo es como un encordado, un entramado, de allí su corpsistencia).  Porque, como decíamos, en el recuerdo se juega algo de la verdad para el sujeto que logra decirla -como debe decirse para que aparezca revelada y luminosa ante nosotros-; a medias.

El candado es el semblante. La metáfora perfecta de los corazones  abrazados a la plenitud de la nada. Sin embargo, la escritura que aparece esculpida en él es de fantasía, no tiene ningún sentido, no existe más que en el discurso de los enamorados, como una expresión de amor.  En realidad, esos tres signos ideográficos no representan el nombre de la persona amada, tampoco es una fecha de compromiso, como se hace cuando se graba sobre una alianza. De hecho, las tres letras chinas del candado no significan nada, (es solo el nombre de la fábrica donde los hacen, y se pronuncia fei o fui), lo que demuestra que solo están allí para ser leídas de otro modo.

Los tres misteriosos caracteres que desbordan la pantalla y la imaginación del espectador, discurriendo sobre río con su primerísimo plano  son parte del discurso amoroso, y revela el lugar donde ellos, cada uno como sujeto, ha logrado escribir algo del orden del amor. Por eso se encuentra allí, encadenado a la urdimbre de ese mágico telar, cuyo entramado recuerda el cuerpo del lenguaje, donde las palabras que se dicen –como dice la canción, al sonreír, al abrazar…- el viento no se las lleva.  

Recordemos pues que el candado que él toma entre sus dedos ni siquiera es el que tiene forma de corazón, lo que demuestra que eso no tiene nada que ver con la imagen o con un símbolo de amor; lo que se está mostrando allí  es otra cosa. El que los tres caracteres estén vacíos de sentido y  no tengan nada que ver con nombres, fechas o mensajes,  quiere decir que esas letras están allí, escritas en ese lugar (que es siempre el lugar del otro) solo para poner en juego un agujero, una falta. Pues es eso mismo de lo que se trata y por lo cual la chica lo ha llevado allí, para confrontarlo con esa misma falta, con esa falta en ser que él mismo se niega a reconocer. Por eso, inmediatamente después de contemplar en el candado aquellas “tres letras de amor”, voltea y la mira anonadado, totalmente ensimismado, con ojos de quien ha despertado ante una súbita Revelación.

Cuando al final la chica se separa bruscamente de él y “rompe” el abrazo, (casi como una forma velada de romper ese candado) para entregarle la firma que él mismo le demandó, funda con este gesto el lugar del corte, allí donde su enamorado tendrá oportunidad de re-aparecer y de re-presentarse como sujeto.

Por eso cuando ella logra su cometido y firma el divorcio, escribe la letra que abrirá el candado mágico y los liberará de un compromiso que ya no se quiere sostener. Pero es allí justamente cuando ha tenido efecto la práctica de este tratamiento (casi “terapéutico”, podríamos decir) de “abrazar-recordar”,  a partir de ese momento, emerge en él las ganas de volver a abrazarla y estar con ella. Especialmente cuando despierta y comprende que son los abrazos (la unión de los cuerpos, los que hacen de dos Uno, formula platónica del amor) los que ahora le harán verdaderamente falta en su vida. De allí que al final manifieste el deseo de tener con ella “un abrazo más”. Por eso, la pregunta que permanece suspendida en el final de esta historia es muy significativa para el destino de estos jóvenes enamorados, no solo es por la continuidad de la pareja, sino por el deseo que los habita y por la construcción de un proyecto en común. Se plantea como una fórmula simbólica de tres letras (Recuerdo-Abrazo-Amor), y traducida al lenguaje cotidiano sonaría más o menos así:

¿Abrazaremos el amor o recordaremos los abrazos?

Les presento: 
mi ex maestro de idioma chino
                                                                                                                                                                    HUGO CUCCARESE

EL BESO DESGARRADOR

He aquí el breve análisis de una escena de un capítulo de la telenovela más exitosa de la historia de la televisión argentina, Rolando Rivas, taxista. Creada en la década del ´70 por Alberto Migré, uno de los libretistas más grandes y reconocidos de Argentina.

A él, -a Alberto Migré-, van estas humildes líneas. A modo de homenaje.


“Alguien como usted  da rabia, da envidia, da miedo, Rivas. Miedo de que todo lo que es no sirva para poner a salvo esa cosa tan difícil, caprichosa; tan problemática
y asediada, que muy pocos logran enteramente, y que es la felicidad.”
Juan Marcelo, (el personaje de Rolando Rivas, Taxista)


LA ESCENA
Rolando Rivas (Claudio García Satur) es el taxista, el protagonista de la novela. Mónica Helguera Paz (Soledad Silveyra) es la preciosa, refinada y cautivante señorita de 17 años, novia de “Rolo”. Y Juan Marcelo (Arnaldo André)  es la contrafigura  de Rolando, el hombre que se convierte en el tutor de Mónica -tras la muerte de su padre-, el apoderado directo de todos sus bienes y responsable absoluto de todo cuanto le ocurra en su futuro.

   (La escena analizada aquí se encuentra más o menos por la mitad de este video. 
Haga clic para verlo)

La escena comienza en el dormitorio de Juan Marcelo,  cuando éste termina de tomar su café y enciende un cigarrillo.
-¿Algo más, señor? –le pregunta el mayordomo.
-No; nada más, Gonzalo. Hasta mañana.
-Buenas noches, Señor –contesta. Da unos pasos, abre la puerta y le dice: Y gracias.
-¿Gracias? –repite con el cigarrillo entre los labios.
-Por querer tan bien a mi niña Mónica.
Juan Marcelo lo mira pensativo. Luego se para frente al espejo, y se queda unos instantes contemplando el arañazo que Mónica le hizo en la mejilla. Cuando pasa sus dedos por el pequeño rasguño, una voz de fondo comienza a entonar melódicamente su nombre, como si fuera el último estribillo de una canción especialmente dedicada: “Mónica... Mónica... Así... A… si...”.
En ese momento golpean la puerta. Él se da vuelta y dice: Sí, Gonzalo. ¿Qué? Entre.
La puerta se abre. Pero es ella: No soy Gonzalo –murmura.
Él lanza una bocanada de humo y dice: Sí, te estoy viendo. ¿Qué pasa?
-¿Puedo pasar?
-No es muy discreto que digamos –contesta, tratando de mantener distancia-. ¿Qué necesitas?  
-Algo que ni te imaginas –responde misteriosa-.

Es allí cuando comienza la escena, propiamente dicha. Cuando ella entra a su habitación (muy a su pesar) y le dice que siente remordimiento por lo que pasó.
-Pase y deje la puerta abierta –dice él en tono imperativo-. A ver. Cuéntele, cuéntele al tío sinvergüenza. …
-¿Me perdonas? –Musita, ella, como una alondra.
-Sí.
-¿Pero en serio me perdonas?
-Pero sí, claro que sí.
-Yo… yo te traté muy mal y te…
-Oh, no, déjate de pavadas.
-No, qué pavadas. Dejáme ver.
-No, es un rasguño, nada más. No tiene importancia.
-¿Qué rasguño? Rasguño de gata peluda eso es lo que es. ¡Dale, dejáme ver! Pero dejáme ver, Juan Marcelo. Entonces lo mira con sus ojitos negros y atrevidos, y exclama: Uy,.. perdóname… ¿No te lo curaste?  
Mónica, como la niña de bien que es, caprichosa y malcriada, insiste en curarlo de la herida poniéndole alcohol, colonia, agua oxigenada… lo que sea, con tal de remediar el daño que han causado sus afiladas uñas de gata, pero Juan Marcelo, en cambio, no quiere que se le acerque, ni siquiera quiere que lo toque. Juan Marcelo la ama. Y al comprender que no es correspondido, hace hasta lo imposible por alejarse de ella. Pero es inútil. La adolescente y terca muchacha insistirá hasta salirse con la suya.  
-Pero no insistas –repite él-, está bien así.
-No, no me digas que está bien. No me lo digas para conformarme. Te juro, Juan Marcelo, ese rasguño que vos tenés acá -y se señala la cara-, yo lo siento acá adentro –y se señala el pecho-, en el alma. Pero él se mofa de ella, diciéndole: Andá. Andá a la cama; alma arañada. No discutamos más. Vaya.
Ella camina con renuencia hacia la puerta, pero antes de abandonar la habitación, se da vuelta y le dice: ¿Sabes qué pasa? Que este poquito de felicidad que estoy viviendo ahora te lo debo a vos y… mirá como te pago. … Yo  no voy a poder dormir hasta que vos me digas que realmente me perdonas. Juan Marcelo… yo… te quiero mucho, ¿sabes? Mucho te quiero. ¡Muchísimo!
Él, por un breve instante, permanece imperturbable. Absorto, conteniendo la respiración ante aquella inesperada revelación. Como tratando de digerir ahora las palabras que su corazón jamás han querido escuchar. Y solo atina a balbucear: Gracias.
Y agrega, ella, ya para calar más hondo en la herida que ha ocasionado aquella confesión-: En serio, mirá. Ni siquiera papá, en todos los años me pudo dar la felicidad que vos en tan poquito tiempo me diste. …
-Anda a dormir –le ruega-. Andá.
-No, no. Yo no me voy a dormir si no me dejas hacer una cosa.
-Decime. ¿Qué?
-No, no; sin decirte nada. Vos cerrá los ojos.
-Ok. Ok. Siempre tengo que darte la razón… –murmura, ya dándose por vencido-. ¿A ver?” Entonces cierra los ojos y se cruza de brazos.
Y en un breve instante, ella inclina su pequeño cuerpo hacia adelante,  en puntas de pie (porque él es más alto), y justo cuando él se presta a recibir en la boca el beso tan esperado, y cuando el mismo espectador intuye su llegada -pues la toma de tres cuartos perfil  pareciera así  anticiparlo-, ella se le acerca muy lentamente y, ¡plaf!, le da un beso en la mejilla. ¡Ya está! –Exclama con una sonrisa abierta y triunfante-. Era nada más que eso. ¡Chau! Y sale corriendo del cuarto dejándolo boquiabierto, anonadado, con su pobre alma enamorada suspendida en el penumbroso vacío de la habitación.   

Ese es el fin y el remate de la escena. Pero el epilogo no se hace esperar. Enseguida lleva su mano a la mejilla y, con la punta de los dedos acaricia suavemente el beso que le dejó sobre el rasguño, mientras  la melódica voz aparece nuevamente, para sonar de fondo y recordarle el nombre de su amor, que ya se ha ido: “Mónica... Mónica... Así... A… si...”.
Ahora su rostro pensativo ha quedado en primer plano, y la voz cantada desaparecerá para dar paso a su propia voz. Levanta la vista débilmente, y dirigiéndola hacia la misma pantalla, casi como si estuviera mirando fijo a los ojos del  espectador,  musita tristemente, casi con un dejo de ironía: Ni siquiera se dio cuenta… que así me hizo más daño.

EL ANÁLISIS

La escena comienza cuando ella entra al cuarto de  su joven y apuesto tutor. A partir de allí, todo irá fluyendo metonímicamente y desplazándose hacia el mismo punto ciego donde quedó suspendida la escena anterior, hasta formar un especie de rulo, de bucle, de vuelta de tuerca donde los personajes tendrán la oportunidad de encontrarse con la metáfora,  ahí, cuando estén cara a cara con el significante “rasguño.  La misma letra que Mónica dejó detenida en la escena anterior, cuando peleaba bajo la lluvia con Juan Marcelo. Fue allí donde tuvo una crisis  nerviosa al recibir la noticia de que Rolando había tenido un accidente con su taxi.

Mónica llega hasta Juan Marcelo movida enteramente por un arranque narcisista, con la sola intención de resarcir la culpa, la culpa de haberle causado el deseo. Porque ella lo ha lastimado a él, pero al hacerlo, -como el yo es un otro-, también se ha lastimado a sí misma. Ella pretende quitarse de encima esa angustia insoportable que le produce  haberse presentado ante él, sin amarlo, como objeto de deseo. Y ella piensa, muy ingenuamente, al mejor estilo histérico, que un beso suyo podría liberarla de esa pequeña y agobiante cruz que cuelga ahora de su aniñada alma de femme fatal. Pues, como empezamos a entrever aquí, hay otro mensaje que se desliza en su pedido de disculpa. No es solo el ataque de nervios la causante del rasguño, es lo que ella quiere decirle a Juan Marcelo pero no se atreve, no puede, -¡no quiere lastimarlo!- aunque irónicamente ya lo ha hecho, y en el transcurso de la historia no escatimará esfuerzos para hacérselo saber. Como en este caso.

Como decíamos, ella cree que podrá quitarse la angustia de encima entregándole un beso, como si fuera éste un beso redentor, un beso que logrará expiar mágicamente la culpa de saberse deseada, deseada por un hombre al que no ama. Pero este beso, decimos, de inocente apariencia, es en cierta forma un beso mortal. Y al espectador atento le llega como le llegó a Jesús el beso de Judas: el beso que llega para traicionar.

Sin embargo, no es éste como el caso del discípulo del Evangelio, el beso que anuncia la traición que ha de cometerse; este es el beso que se da para compensar la traición que ya se cometió. Pues donde él espera reciprocidad encuentra indiferencia. A su manera, él también ha puesto la otra mejilla; y el mismo roce de los labios fue de algún modo una cachetada. Otra forma de  lastimar, y de decir. Por eso al final pasa sus dedos sobre la herida; en el lugar donde fue a depositarse hipócritamente el beso sanador. Solo el espectador atento puede comprender la traición que el enamorado todavía no alcanza a vislumbrar en los labios de su musa.

Juan Marcelo sabe que su amor no es correspondido. Sabe perfectamente que sus sentimientos hacia ella triangulan con los de otro hombre que ya es dueño de su corazón.  Y tal vez sea esa  la causa por la que ahora se encuentre enamorado de  la novia de “Rolo”, su  imbatible  rival. El hombre al que admira y al que teme. Al que envidia, y al que de alguna forma, también ama. Por algo le dice la “tía Laura” en la escena anterior, antes de que Gonzalo entre a su cuarto: “¿La querés? … Sí; yo sé que la querés. Estás adorando ese rasguño que ella te hizo; en vez de curarlo”. Y él le contesta: “Presumo que ha de arder. Eso es todo”. –“Si la querés… –le dice ella-, ¿Por qué no luchas por ella?”
-“Te pido que te vayas a dormir” –le suplica él.  
“¿Pero no te das cuenta que todavía estás a tiempo de hacerlo, y de ganar? ¡De ganarle a Rolando Rivas!”

Durante el transcurso de la escena romántica se va evocando el recuerdo de una situación anterior, el episodio donde ella, en un ataque de nervios, le ha dado una bofetada al hombre encargado de cuidarla y protegerla. De allí que el clima amoroso se encuentre imbuido por aura de mística restitución, pues algo hay del mito cristiano,  del hombre traicionado con vileza, que parece estar flotando allí, entre las voces y los cuerpos de estos personajes.   

Es como si ambos estuvieran atrapados en el vano de un grito silencioso y no quisieran azotarse con el látigo de sus palabras. Para él es la palabra amorosa la que no puede pronunciar; para ella, es el desamor lo que no puede proferir. Él le dice que la ama, y ella le dice que lo quiere. En ese punto está el agujero, el abismo, el fatal desencuentro. Ellos mismos saben que el amor y el querer son caminos que nunca llegan a cruzarse, o que a lo sumo son como las paralelas, que solo se cruzan en el infinito. Porque sus palabras están amordazadas, y  ninguno de los dos quiere oír lo que el otro se muere por decir. Pero de todas formas, los dos se encuentran cara a cara en esta escena amorosa, gritándose silenciosamente su verdad. Una verdad que los corazones pulsan  por decir, pero ninguno de los dos se haya dispuesto a escuchar. Por eso cuando ella le dice que cierre los ojos, que le dará una sorpresa, y él –al igual que el espectador- cree que ha de llegar al fin un beso a su boca, y el beso llega, pero solo hasta la mejilla, es esto sentido por él como una doble traición, porque al final lo dice, y con todas las letras: Este beso me ha lastimado más que el rasguño.  

El rasguño en la mejilla es la marca del rechazo, y por lo tanto, la marca que denota la ausencia del amor. He aquí la angustia que va desangrando por dentro al hombre cuyo amor es rechazado con silenciosa furia. Es el frío beso de Judas el que ahora ha reabierto en Juan Marcelo su herida narcisista. Pues digámoslo de este modo: ése no es el beso que cura las heridas; ése es el beso que mata suavemente.

Mónica va a la habitación de Juan Marcelo, decimos,  dispuesta a librarse de la culpa. Impulsada por un afán -casi religioso-, con la expresa intención de expiar una falta que ha tomado en ella forma de pecado. En realidad, es el mismo Rolando quien le pide en la escena anterior que hable con él y le pida disculpas. Pero aun así, es ella la que pretende arrancarse la espina con un beso redentor; ese  aguijón  venenoso que lleva clavado en lo más hondo de su amor propio.

Hay un beso que él espera. Pero no va a la boca, solo toca su mejilla, allí justo donde las garras de la gata dejaron encriptado el mensaje, con palabras que ella no se animará a pronunciar frente a él. Pero parece que la condición para que Mónica  pueda quitarse el rasguño de su alma es dejándolo  estampado en el alma del hombre que la ama, que no es otro que el dolor que puede ocasionar las tan temidas palabras: “No te amo, Juan Marcelo”. En cambio, él sí; lo dijo en una escena anterior, cuando le estaba hablando y ella se fue corriendo de la mesa al recibir noticias de Rolando: “Lo quiere tanto como yo a ella”.

Tal vez las uñas encalladas en la piel de su mejilla hayan sido un intento por lograr este cometido. Por transmitirle este saber. Un saber que él ya sabía, y que  de todas formas se esfuerza en no querer saberlo. El televidente comprende fácilmente lo que el autor le está mostrando allí, pero el enamorado no, porque está ciego, ciego de amor, y él mismo se niega a escuchar lo que los labios de Mónica vinieron a decirle, a susurrarle, muy cerca del oído: “No es amor lo que siento por vos; es cariño”.

Como hemos visto, ella fue a dejarle un beso con la intensión de curarlo del rasguño, pero le dejó en cambio –y sabiendo que lo hacía, porque esa fue su única intención- una herida más profunda en  su interior. Ahora el joven descorazonado, desahuciado  al no ser su amor correspondido, tiene el alma más desgarrada que la piel de la cara. Su  sensibilidad cortada en pedazos, se nota, ahora más que nunca, a flor de piel.

La chica no es tonta, y el beso no es banal. Es absolutamente sincero, y fiel a sí mismo. El beso fue dado con toda la intención de gritar el cariño que su alma sentía por su enamorado amigo. Ella no es ingenua,-como él cree  al final-; tampoco maliciosa. Es motivada por un impulso inconsciente que sí sabe lo que hace. Es como si ella, con ese suave roce de los labios, le estuviera gritando en la cara con orgullo, con insolencia, y  por qué no con un dejo de crueldad, pero sin tomar plena consciencia de ello: ¡No ves que no te amo! Y al final él lo comprende. Lo comprende perfectamente bien cuando ella corre raudamente con su alma liberada, -purificada del pecado de no amarlo-, y se marcha de su cuarto dejándolo sólo y abatido, con un beso tibio en la mejilla y una  mueca desencantada en el desencajado hueco de la cara, ahora afantasmada por la espantosa ausencia del amor.

Por eso decimos que el beso sobre el rasguño es un beso desgarrador. Porque es un beso que lleva por destino lavar las heridas que ha dejado, en el alma del enamorado, las garras de esta culposa y gatuna muchacha, hundidas en lo más hondo del desamor.


HUGO CUCCARESE