sábado, 9 de agosto de 2014

ASÍ HABLA NIETZSCHE

SI BIEN ES ALGO QUE NO HA SIDO EXTENSAMENTE DIFUNDIDO, SON POCOS LOS QUE SABEN QUE EL HOMBRE QUE INMORTALIZÓ AQUELLA FAMOSA  OBRA “ASÍ HABLA ZARATUSTRA”, Y QUE, POR CIERTO, HICIERA MEMORABLE AQUELLA ESCANDALOSA PRONUNCIACIÓN DE “DIOS HA MUERTO”, EXCLAMARA, PARADÓJICAMENTE, MUY POCO ANTES DE VOLVERSE LOCO: “YO SOY DIOS”.

Por alguna razón, la frase tal vez más lúcida de Nietzsche no fue dicha antes de que llegara a enloquecer, sino que fue la frase con la que -a todas luces-  inauguró su entrada en la locura. De allí que creamos que la profundización que hizo el filósofo alemán sobre la muerte de Dios terminó, contrariamente y muy lejos de lo que él mismo creemos que esperaba, alienándolo  a Dios. Por eso decimos que: la misma crítica que hizo desaparecer a Dios lo hizo desaparecer a él.

Pero veamos, pues, porqué  decimos esto sobe uno de los postulados tal vez más paradigmáticos de Nietzsche.



A simple vista, lo primero que podemos ver aquí es que si primero se postula “Dios ha muerto” y luego “Yo soy Dios”, entonces, Dios no ha muerto, sino que está vivo y latiendo fantasmáticamente en el corazón de quien lo dice. A simple vista y en forma muy superficial, lo primero que uno podría pensar es que él mismo terminó finalmente refutando su propia postulación, sin embargo, esta delirante declaración de “Yo soy Dios” en el discurso de Nietzsche no significa que “Dios” no haya muerto ni que su “Yo” no sea un hombre. Como lo hace cualquier buen neurótico, el  “Yo soy Dios” del  pensador alemán es la misma nada de existencia en la que terminó diluyendo su ser, (por eso escribimos “Yo” con mayúscula, para empardar el ego del filósofo con el del Padre, que ha asesinado); y especialmente para tomar su lugar con este giro dialéctico y estar a la altura del mismo Dios, que ya no vive más que en la complejidad del alma -religiosa- de su discurso filosófico.

Tal vez si le damos un giro a esta dialéctica de “él ha muerto y yo soy él” podamos nosotros también participar de la construcción de una frase que, si bien nunca dijo -y que a partir de ella seguramente podría no haber dejado de repetir jamás, y quizás hasta en silencio y con voz de ultratumba-, podría haberla dicho perfectamente. La frase es: “Yo, Nietzsche, ha muerto”.  Entonces sí podríamos redondear aquí, con esta nueva síntesis de su postulación, una singular forma de postularse a sí mismo, por medio de la identificación al padre muerto, muerto en la palabra que lo condena a no morir, (aun habiendo muerto ya) de decirse a sí mismo, para encontrar la propia eternización en ella, y poder hacer al mismo tiempo carne el verbo: “Yo, ha muerto”. Otra forma de decir: “Yo, he muerto”.

Ahora bien, si nos adentramos en la metáfora bíblica y seguimos el ritmo de su visualización, podemos decir que, al morir, cuando la carne ha desaparecido junto con la piel y el verbo se ha enraizado en los huesos, el alma humana se eleva como un pájaro etéreo para agitar sus poderosas alas, en sueños, en un desesperado intento por espantar... pero, ¿espantar qué cosa? Espantar lo único que verdaderamente puede espantar al hombre más valiente de la tierra: ¡la nada!

Hasta él mismo lo dice en Así habla Zaratustra, en la segunda parte Del país de la Ilustración. Allí se atreve a reconocer quién es él, en realidad, según la concepción poética-delirante que él mismo ha realizado literariamente de su propio ser:

“...quién os quitase los velos y... y colores y ademanes se quedaría con lo justo para espantar los pájaros. Yo mismo soy el pájaro espantado que os vio desnudos y sin color; y huí volando al hacerme el esqueleto sueño de amor...”.

Aquí sí que recobra peso esa expresión popular “Se le han volado los pájaros”, en la que se describe a aquel que, espantado por la misma nada existencial ha encontrado refugio en la locura, porque él mismo se ha convertido en uno de ellos (en un pájaro), como afirma Nietzsche; en un pájaro espantado.

A pesar del aparente desinterés que decía tener Le Benard[1] con relación a la política, de vez en cuando gustaba parafrasear a Stalin con aquello de que “De la muerte y del ridículo no se vuelve”.  Con la sentencia del dictador ruso, el pensador francés alardeaba de que había sido el primero en poder descubrir lo que para él era el único error en la concepción nietzscheana de la vida circular, con respecto a su postulación sobre el “eterno retorno”. Esto  venía a significar que, tanto Stalin como Le Benard, creían que la muerte y el ridículo eran –o al menos parecían ser- dos lugares de los que jamás nadie había podido “retornar”. Seguramente, tanto Stalin como Le Benard olvidaron la existencia de un tercer lugar en su postulación filosófica del que, ni siquiera el mismo Nietzsche, -o el propio Le Benard-, sería capaz de regresar, y eso fue: la locura humana.

                                                                      Hugo Cuccarese


[1] En este mismo blog encontrarás la dirección de la página oficial de RIO ALBA donde podrás linquear un lugar destinado a la figura del genial y siempre controvertido filólogo francés, Jean Le Benard, que he diseñado especialmente para compartir contigo.


Superhijitus, ¡qué grande!

sábado, 2 de agosto de 2014

EL DÍA QUE ME SALIÓ TODO AL REVÉS

Inspirada en dos líneas de la exitosa y polémica novela del escritor estadounidense J. D. Salinger, El guardián entre el centeno (1951). Aquel escritor “de talento infinito”, como lo definió alguna vez Ernest Hemingway tras conocerle en París durante la Segunda Guerra Mundial, años antes de que publicara su obra magna.

Cuando perder es ganar

“...Me acuerdo de aquella tarde, a las tres en punto, yo estaba parado en la punta de la colina Thomsen, justo al lado de aquel ridículo cañón de la guerra de la independencia y todo”, cuando me di vuelta y me encontré con un amigo de Agerstown que me invitó a ir al cine. Lo importante no era la película –les comento-, sino el hecho de que íbamos a ir acompañados.

De entrada no comprendí muy bien el motivo de la invitación de mi amigo porque, como les decía, él sabía perfectamente que yo odiaba el cine y que no iba a ir con él ni con nadie bajo ninguna condición. Pero tan luego como apareció a saludarme una de las chicas que lo acompañaban -y que vendrían con nosotros- decidí allí mismo cambiar de opinión. Y sí, vieron, lo reconozco; si el precio por pasar una tarde en penumbras, sentado junto a un bombón como esa hermosa rubia de carita blanca y ojitos candorosos era encerrarme en un mugroso cine y ver una tonta película romántica, entonces… había que pagar el precio. 

Yo no lo sabía, pero aquél día iba a llevarme la sorpresa de mi vida. Yo tenía otra expectativa respecto de lo que esperaba encontrar si decidía salir con los chicos, -pero no estoy hablando de la película, por supuesto-, estoy hablando especialmente de la compañera de mi amigo.

Como les iba diciendo, cuando salimos del cine ya había anochecido, por lo que me despedí de los chicos y me fui a derecho a casa, ya que al otro día tenía un asunto muy importante que resolver. Hubiera querido quedarme un poco más de tiempo con ellos –especialmente con ella-, y más aún, después de haber pasado a su lado unos momentos tan deliciosos. Y no exagero para nada: fueron los momentos más deliciosos de toda mi vida.

Qué puedo decirles, la chica era un encanto, una preciosura de persona. Quedé extasiado nomás desde el primer momento en que la vi. Nunca en mi vida había sentido algo tan fuerte por una persona que recién conocía. Por mi parte, no creo que haya logrado impactarla demasiado. En aquel momento yo era muy tímido y los nervios solían traicionarme a cada rato. Por supuesto que traté de ser lo más simpático que pude, pero así y todo creo que terminé haciendo el ridículo en más de una vez. Creo que ella notó el esfuerzo que yo hacía por tratar de ser agradable y tener una conversación interesante, lo que no sé es si esa tonta estrategia terminó jugándome en contra o a favor. Yo creo que ni sumé ni resté; que en todo caso terminé empatando, tristemente, lo que significa que se aburrió  de mí y que ya nunca más querría salir conmigo.   

Al día siguiente, al levantarme por la mañana con un cielo maravilloso, ya me había despertado con las ganas de invitarla a pasear. Para qué negarlo: estaba ansioso por volverla a ver. Pero justo en ese momento recordé que aquél día, por la tarde, tenía algo muy importante que hacer: tenía que jugar el partido de mi vida. Entonces me relajé, y me quedé durmiendo en la cama un par de horas más. Más tarde, cuando me levanté con renovadas fuerzas, comí algo frugal y me di una ducha rápida. Luego me preparé el bolso, con la ropa y los botines para el juego, y salí de casa –lo confieso- un tanto desganado, en dirección al Estadio de fútbol donde tendría lugar la tan esperada Final.

Les cuento que el partido comenzó a  desarrollarse como de costumbre; eso quiere decir que empezamos perdiendo. Pusimos toda la garra que teníamos en nuestras manos, pero el equipo contrario demostraba a cada paso ser superior a nosotros. Cuando llegó el entretiempo, en vez de ir con el equipo a la charla técnica me quedé parado allí, un rato más, contemplando a las porristas de Saxon Hall que entraron en el campo, radiantes y animadas. De pronto –y por eso les digo que me llevé la sorpresa de mi vida-, descubrí sin querer que una de las chicas porristas era, justamente, la compañera de mi amigo; esa chica tan dulce y llena de vida con la que había ido al cine el día anterior. A partir de ese momento, algo sucedió dentro de mí que me hizo perder la cabeza.  

Ahora bien, para cuando entramos en el segundo tiempo yo ya no era el mismo de antes. Ahora había perdido la noción del tiempo y mi atención se desviaba intermitentemente en dirección hacia donde estaba ella, el bombón de rubios cabellos que me había deslumbrado con su charla y sus ojos encantadores. Para entonces, yo jugaba desganado, corría y me esmeraba como de costumbre, pero ya nada me importaba, -lo confieso-: era como si el partido ya hubiera pasado a un segundo plano.  

Indudablemente, este segundo tiempo fue más reñido que el primero. Pero de todas formas jugamos mejor que ellos. Por ventura fuimos favorecidos con varias asistencias, entre las que tuve la suerte de participar. Si bien veníamos perdiendo, remontamos milagrosamente en los últimos minutos y, cuando quisimos acordar, antes de que faltaran cuatro minutos para terminar el partido, ya habíamos empatado.

De pronto, todo el juego recobró sentido para mí y se volvió más excitante que nunca. Un hado venturoso estaba flotando sobre el césped y oscilando indiferentemente para cualquiera de los dos equipos. En un momento hubo un foud a favor de nuestro equipo, y mientras los contrarios discutían la jugada yo me descubrí que tenía los ojos puestos en mi nueva amiga, que, para colmo, ahora  estaba sentada en una de las tribunas siguiendo, con apasionada efusividad, los inciertos vaivenes del partido.

Si me preguntan qué me pasó en ese momento, probablemente no les pueda decir demasiado, pues sólo tenía ojos para verla a ella. Solo les puedo afirmar que nunca me había ocurrido una cosa así. Ahora, pensándolo a la distancia, no lo describiría como algo increíble; lo describiría como algo inconcebible: faltaban dos minutos para terminar el partido y yo sentía que lo más importante era seguirla con la mirada, como lo hice  la primera vez que clavé mis ojos en su blanca carita de porcelana y mi corazón quedó instantáneamente flechado por su mirada.

De repente, todo enmudeció a mi alrededor. Y se me hizo la noche a las cinco de la tarde, con el sol todavía hirviéndome en las espaldas. Tuve entonces un horrible presentimiento, justo cuando empecé a marearme y a sudar en abundancia. Creo que fue la peor sensación de toda mi vida. Y para colmo ocurrió allí mismo, en el campo de futbol, jugándome, como les dije, La Final de mi vida. Fue un flash, lo recuerdo como si fuera hoy: repentinamente todos los ojos del Estadio estaban puestos en mí persona.

Con sinceridad les digo que no supe  lo que estaba sucediendo hasta que uno de mis compañeros del equipo me sacudió el hombro y me hizo señas para que patee. ¡Para que patee! ¿Comprenden lo que eso significa? Era el último minuto y el último penal del partido a favor de nosotros, y el encargado de anotar el tanto… ¡era yo! Nada peor que esto podía pasarme en la vida. Ahora lo recordaba todo, claro: ¡el lanzador oficial del equipo era yo! Les juro que por un momento me olvidé por completo, no solo del juego, sino de mi posición en el campo. Más aún, cuando la escena que contemplaba me tiró de bruces el ánimo a los pies.

No, decididamente no; no podía estar pasándome esto a mí. ¡Justo a mí! No podía estar en el Estadio la chica que había conocido el día anterior. Esa dulce y hermosa criatura que mi mente se negaba a apartar de mi corazón. Pero sí; estaba sentada allí. ¡Allí! ¡Justo allí! … ¡Pero en la tribuna contraria!

Fue tan brusco el cimbronazo que, un momento dado, hasta creí que estaba delirando. La chica que tanto me gustaba, la chica de mis sueños… ¡era simpatizante del equipo contrario! ¡Y para colmo me miraba! ¡Sí! ¡En ese preciso instante me miraba! Y me miraba con rabiosa y refulgente insistencia. Pero, claro; sin reconocerme. Me miraba… ¡y yo tenía que patear el tiro de mi vida! ¡Por Dios! ¿Qué iba hacer ahora? ¿Por qué tenía que ser la vida tan injusta conmigo? Les juro que en ese momento tuve ganas de desaparecer del campo. ¡Desaparecer de la vida!  

Y lo más bello es que me miraba con ternura. Me miraba con los ojitos  llenos de lágrimas, mientras se aferraba a un pañuelo y meneaba negativamente la cabeza en actitud de súplica. Ahora era mi oportunidad. Ahora era el tiro la vida.

Les juro que a partir de ese momento comenzó para mí una especie de cuenta regresiva: cada paso que daba hacia el balón parecía acércame más al borde de un maldito precipicio. Era como estar dentro de un sueño y caminar lentamente hacia el infierno. Caminar hacia la nada. Como si estuviera en lo alto del Cañón del Colorado y hubiera trepado hasta allí sólo para arrojarme al vacío y probar mi valentía.

La verdad es que cuando tuve el balón enfrente de mis pies no quise mirar hacia donde estaba ella, por miedo a que pudiera reconocerme, (aunque seguramente ya lo había hecho antes). Entonces respiré profundo, tomé coraje, corrí hacia el balón y pateé. Pateé con todas mis fuerzas. Pateé sin darme cuenta que pateaba mientras miraba inconscientemente hacia donde estaba ella, mirándome a su vez, sintiendo nada más que el golpe seco del botín contra el cuero del balón.

Cuando volví la mirada hacia el portero, decididamente no pude distinguir el destino de  mi tiro. Pero al mirar hacia ella y ver su blanca y distendida carita, con su insolente gesto de felicidad pegado a su sonrisa, noté de inmediato que todo el Estadio se hallaba congelado en una escandalosa mueca de estupefacción, hasta que, repentinamente, la tribuna de Saxon Hall se encendió, estallando en eufóricos gritos de victoria.

En realidad no sé muy bien qué sucedió. Para qué seguir contando: los insultos que llegaban desde las tribunas revelaban el desastre que había desatado involuntariamente con mi pie. Ni qué decir de las cosas que gritaban hacia mi persona los jugadores de mi propio equipo. Qué tristeza, Dios mío. Como vine a errar ese tiro... ¡Y pensar que era el tiro de mi vida!

Como les dije antes, este empate resultaba ser definitorio para entrar en el campeonato y pasar a las ligas mayores. Si hasta me cuesta reconocer el resultado: el título fue para los contrarios; nosotros caímos al descenso.

Para qué mentirles: en realidad, no sé bien si la falla de mi tiro fue producto de mi distracción o si hubo algo de intencionalidad -inconsciente- en el acto de patear, decidido y racional. Lo único que puedo decirles es que aún tengo presente la espantosa sensación de vergüenza y frustración que tuve al ver el balón colgado de una de las esquinas de las tribunas, y a los miles de fanáticos furiosos con el descenso de nuestro equipo, con sus miradas de repudio clavadas como flechas en el centro de mi pecho.

Si quieren saber que ocurrió con ella, les diré que estaba como en otro mundo: reía y saltaba loca de alegría. Ah… Pero qué hermoso fue verla reír así… Tan victoriosa… ¡Tan exultante! ¡Ahora sus lágrimas eran jubilosas! ¡Por Dios! ¡Qué feliz fui en ese momento! Verla abrazarse con amigas  y con amigos… Pero cuando se abrazó con el novio, y se besaron, todo mi ser volvió a derrumbarse de golpe y a romperse en veinte mil pedazos como si fuera un cristal de Bohemia.

De todas formas, pese a la derrota, solo puedo pensar en ella. Jamás la había visto brincar así de felicidad. Bueno, es verdad que recién la conocía y que apenas si habíamos pasado unas horas juntos nada más, y cruzado un par de palabras, pero les juro que para mí era como si la conociera de toda la vida. De pronto tomé conciencia y volví a despertar. Fue entonces que comprendí, casi como una súbita iluminación: no solo me miraba; ¡me había reconocido!

Qué decirles, amigos; para mí estaba petrificada, mirándome llena de pavor desde la tribuna como si no supiera qué hacer, o qué pensar. Nos quedamos así, mirándonos perdidamente entre la palpitante muchedumbre, por un tiempo interminable que no pude calcular. Como si no tuviéramos nada más importante que hacer en ese instante que mirarnos de ese modo, con esa intensidad. Les juro que me hubiese quedado en ese estado hipnótico mirándola toda la tarde, pero empecé a sentir en mi cabeza una lluvia de vasitos de cartón, y una oleada de rabia y mal humor por parte de mis propios amigos y compañeros, al punto tal, que tuve que bajar la mirada y salir corriendo de la cancha para que no me lincharan.

Confieso que me fui del Estadio totalmente avergonzado, como si hubiera cometido un crimen y estuviera escapando de la policía. Qué insensatez. Estaba muerto de miedo, y en un estado de profunda desesperación.  Fue extraño entonces y es extraño aun al recordarlo hoy, pero mis pies ya no tocaban el piso. No sabía bien si estaba muerto o si estaba vacío; si estaba en el aire o si estaba enamorado. Afortunadamente, lo que ocurrió después no tuvo parangón con lo anterior.

Les cuento esto porque ése fue el día en que creí morir crucificado, humillado y tristemente recordado para siempre; nada menos que por aquellos fanáticos y seguidores que tenía como jugador, y  a los hinchas que había ido a salvar del descenso, especialmente con mis dotes para patear el balón.  

Les cuento esto porque hoy, retrospectivamente, puedo entenderlo así: fue la primera vez en mi vida que decidí inmolarme por amor. Que decidí conscientemente cometer una locura. Si hasta se me pone la piel de gallina cada vez que lo rememoro. Fue apenas un instante; la vi  en la tribuna angustiada y cabizbaja, sufriendo a mares por un equipo que estaba a punto de perder y caer en el descenso… nada más que por mi culpa. Ahora que lo pienso creo que fue ése el punto de inflexión de esta historia. Sí, para qué negarlo: hubo un instante en que me sentí omnipotente. Dueño absoluto del amor de una mujer que recién había conocido. Y creo que fue cuando pensé que tenía el poder en mis manos –literalmente en mi pie- para transformar sus lágrimas en risas y bañar su alma de felicidad. Al menos un momento; al menos en mi fantasía. Decididamente fue esa certeza la que cambió el rumbo de toda mi vida. Yo supe en ese instante que podía penetrar e influir a voluntad en el ánimo de su bella y atribulada alma, y fue justamente este deseo interior lo que hizo desviar la trayectoria de mi tiro cuando pateé, para acertar –por fortuna- en otro blanco: su corazón.

Bueno, qué más quieren que les diga. Ya les conté cómo conquisté al amor de mi vida. A la mujer que ahora es la madre de mis hijos y con la que convivo desde hace ya más de treinta años. Lo que no sé si ya les dije es lo maravillosamente bien que me sentí después de haber pasado el peor trance de mi vida, en aquel bendito campo de juego, pues aunque no volví a jugar fútbol, jamás olvidé la hazaña de aquel día.

Es verdad que me gusta soñar despierto. Y también es verdad que a veces me amparo en mi propio mundo de fantasías para no golpearme con la realidad que nos toca vivir a diario, pero creo que hay una vez en la vida en que, por alguna razón, las cosas mal… salen bien. Y que el peor error de todos los errores posibles que podemos cometer puede ser –extrañamente- el acierto más contundente. Más afortunado.

Para qué mentirles, amigos, -y no exagero en absoluto-: lo peor que sucedió aquella tarde en el Estadio de fútbol ha sido, sin lugar a dudas, lo mejor que me pudo haber pasado en la vida.


Hugo Cuccarese


¿Dónde está la mano escondida de Max Bondi?