Inspirada en dos
líneas de la exitosa y polémica novela del escritor estadounidense J. D.
Salinger, El guardián entre el centeno
(1951). Aquel escritor “de talento infinito”, como lo definió alguna vez Ernest
Hemingway tras conocerle en París durante la Segunda Guerra Mundial, años antes
de que publicara su obra magna.
Cuando perder es ganar
“...Me
acuerdo de aquella tarde, a las tres en punto, yo estaba parado en la punta de
la colina Thomsen, justo al lado de aquel ridículo cañón de la guerra de la
independencia y todo”, cuando me di vuelta y me
encontré con un amigo de Agerstown que me invitó a ir al cine. Lo importante no
era la película –les comento-, sino el hecho de que íbamos a ir acompañados.
De entrada no comprendí
muy bien el motivo de la invitación de mi amigo porque, como les decía, él
sabía perfectamente que yo odiaba el cine y que no iba a ir con él ni con nadie
bajo ninguna condición. Pero tan luego como apareció a saludarme una de las
chicas que lo acompañaban -y que vendrían con nosotros- decidí allí mismo cambiar
de opinión. Y sí, vieron, lo reconozco; si el precio por pasar una tarde en
penumbras, sentado junto a un bombón como esa hermosa rubia de carita blanca y ojitos
candorosos era encerrarme en un mugroso cine y ver una tonta película
romántica, entonces… había que pagar el precio.
Yo no lo sabía,
pero aquél día iba a llevarme la sorpresa de mi vida. Yo tenía otra expectativa
respecto de lo que esperaba encontrar si decidía salir con los chicos, -pero no
estoy hablando de la película, por supuesto-, estoy hablando especialmente de
la compañera de mi amigo.
Como les iba
diciendo, cuando salimos del cine ya había anochecido, por lo que me despedí de
los chicos y me fui a derecho a casa, ya que al otro día tenía un asunto muy
importante que resolver. Hubiera querido quedarme un poco más de tiempo con
ellos –especialmente con ella-, y más aún, después de haber pasado a su lado unos
momentos tan deliciosos. Y no exagero para nada: fueron los momentos más
deliciosos de toda mi vida.
Qué puedo decirles,
la chica era un encanto, una preciosura de persona. Quedé extasiado nomás desde
el primer momento en que la vi. Nunca en mi vida había sentido algo tan fuerte
por una persona que recién conocía. Por mi parte, no creo que haya logrado
impactarla demasiado. En aquel momento yo era muy tímido y los nervios solían
traicionarme a cada rato. Por supuesto que traté de ser lo más simpático que
pude, pero así y todo creo que terminé haciendo el ridículo en más de una vez.
Creo que ella notó el esfuerzo que yo hacía por tratar de ser agradable y tener
una conversación interesante, lo que no sé es si esa tonta estrategia terminó
jugándome en contra o a favor. Yo creo que ni sumé ni resté; que en todo caso
terminé empatando, tristemente, lo que significa que se aburrió de mí y que ya nunca más querría salir
conmigo.
Al día siguiente,
al levantarme por la mañana con un cielo maravilloso, ya me había despertado
con las ganas de invitarla a pasear. Para qué negarlo: estaba ansioso por
volverla a ver. Pero justo en ese momento recordé que aquél día, por la tarde,
tenía algo muy importante que hacer: tenía que jugar el partido de mi vida.
Entonces me relajé, y me quedé durmiendo en la cama un par de horas más. Más
tarde, cuando me levanté con renovadas fuerzas, comí algo frugal y me di una
ducha rápida. Luego me preparé el bolso, con la ropa y los botines para el
juego, y salí de casa –lo confieso- un tanto desganado, en dirección al Estadio
de fútbol donde tendría lugar la tan esperada Final.
Les cuento que el
partido comenzó a desarrollarse como de
costumbre; eso quiere decir que empezamos perdiendo. Pusimos toda la garra que
teníamos en nuestras manos, pero el equipo contrario demostraba a cada paso ser
superior a nosotros. Cuando llegó el entretiempo, en vez de ir con el equipo a
la charla técnica me quedé parado allí, un rato más, contemplando a las
porristas de Saxon Hall que entraron en el campo, radiantes y animadas. De
pronto –y por eso les digo que me llevé la sorpresa de mi vida-, descubrí sin
querer que una de las chicas porristas era, justamente, la compañera de mi amigo;
esa chica tan dulce y llena de vida con la que había ido al cine el día
anterior. A partir de ese momento, algo sucedió dentro de mí que me hizo perder
la cabeza.
Ahora bien, para
cuando entramos en el segundo tiempo yo ya no era el mismo de antes. Ahora había
perdido la noción del tiempo y mi atención se desviaba intermitentemente en
dirección hacia donde estaba ella, el bombón de rubios cabellos que me había
deslumbrado con su charla y sus ojos encantadores. Para entonces, yo jugaba
desganado, corría y me esmeraba como de costumbre, pero ya nada me importaba,
-lo confieso-: era como si el partido ya hubiera pasado a un segundo plano.
Indudablemente,
este segundo tiempo fue más reñido que el primero. Pero de todas formas jugamos
mejor que ellos. Por ventura fuimos favorecidos con varias asistencias, entre
las que tuve la suerte de participar. Si bien veníamos perdiendo, remontamos
milagrosamente en los últimos minutos y, cuando quisimos acordar, antes de que
faltaran cuatro minutos para terminar el partido, ya habíamos empatado.
De pronto, todo el
juego recobró sentido para mí y se volvió más excitante que nunca. Un hado
venturoso estaba flotando sobre el césped y oscilando indiferentemente para
cualquiera de los dos equipos. En un momento hubo un foud a favor de nuestro
equipo, y mientras los contrarios discutían la jugada yo me descubrí que tenía
los ojos puestos en mi nueva amiga, que, para colmo, ahora estaba sentada en una de las tribunas siguiendo,
con apasionada efusividad, los inciertos vaivenes del partido.
Si me preguntan qué
me pasó en ese momento, probablemente no les pueda decir demasiado, pues sólo
tenía ojos para verla a ella. Solo les puedo afirmar que nunca me había
ocurrido una cosa así. Ahora, pensándolo a la distancia, no lo describiría como
algo increíble; lo describiría como algo inconcebible:
faltaban dos minutos para terminar el partido y yo sentía que lo más importante
era seguirla con la mirada, como lo hice
la primera vez que clavé mis ojos en su blanca carita de porcelana y mi
corazón quedó instantáneamente flechado por su mirada.
De repente, todo
enmudeció a mi alrededor. Y se me hizo la noche a las cinco de la tarde, con el
sol todavía hirviéndome en las espaldas. Tuve entonces un horrible
presentimiento, justo cuando empecé a marearme y a sudar en abundancia. Creo
que fue la peor sensación de toda mi vida. Y para colmo ocurrió allí mismo, en
el campo de futbol, jugándome, como les dije, La Final de mi vida. Fue un flash,
lo recuerdo como si fuera hoy: repentinamente todos los ojos del Estadio
estaban puestos en mí persona.
Con sinceridad les
digo que no supe lo que estaba sucediendo
hasta que uno de mis compañeros del equipo me sacudió el hombro y me hizo señas
para que patee. ¡Para que patee! ¿Comprenden lo que eso significa? Era el
último minuto y el último penal del partido a favor de nosotros, y el encargado
de anotar el tanto… ¡era yo! Nada peor que esto podía pasarme en la vida. Ahora
lo recordaba todo, claro: ¡el lanzador oficial del equipo era yo! Les juro que
por un momento me olvidé por completo, no solo del juego, sino de mi posición
en el campo. Más aún, cuando la escena que contemplaba me tiró de bruces el
ánimo a los pies.
No, decididamente
no; no podía estar pasándome esto a mí. ¡Justo a mí! No podía estar en el
Estadio la chica que había conocido el día anterior. Esa dulce y hermosa
criatura que mi mente se negaba a apartar de mi corazón. Pero sí; estaba
sentada allí. ¡Allí! ¡Justo allí! … ¡Pero en la tribuna contraria!
Fue tan brusco el
cimbronazo que, un momento dado, hasta creí que estaba delirando. La chica que
tanto me gustaba, la chica de mis sueños… ¡era simpatizante del equipo contrario!
¡Y para colmo me miraba! ¡Sí! ¡En ese preciso instante me miraba! Y me miraba con
rabiosa y refulgente insistencia. Pero, claro; sin reconocerme. Me miraba… ¡y
yo tenía que patear el tiro de mi vida! ¡Por Dios! ¿Qué iba hacer ahora? ¿Por
qué tenía que ser la vida tan injusta conmigo? Les juro que en ese momento tuve
ganas de desaparecer del campo. ¡Desaparecer de la vida!
Y lo más bello es
que me miraba con ternura. Me miraba con los ojitos llenos de lágrimas, mientras se aferraba a un
pañuelo y meneaba negativamente la cabeza en actitud de súplica. Ahora era mi
oportunidad. Ahora era el tiro la vida.
Les juro que a
partir de ese momento comenzó para mí una especie de cuenta regresiva: cada
paso que daba hacia el balón parecía acércame más al borde de un maldito
precipicio. Era como estar dentro de un sueño y caminar lentamente hacia el infierno.
Caminar hacia la nada. Como si estuviera en lo alto del Cañón del Colorado y
hubiera trepado hasta allí sólo para arrojarme al vacío y probar mi valentía.
La verdad es que
cuando tuve el balón enfrente de mis pies no quise mirar hacia donde estaba
ella, por miedo a que pudiera reconocerme, (aunque seguramente ya lo había
hecho antes). Entonces respiré profundo, tomé coraje, corrí hacia el balón y
pateé. Pateé con todas mis fuerzas. Pateé sin darme cuenta que pateaba mientras
miraba inconscientemente hacia donde estaba ella, mirándome a su vez, sintiendo
nada más que el golpe seco del botín contra el cuero del balón.
Cuando volví la
mirada hacia el portero, decididamente no pude distinguir el destino de mi tiro. Pero al mirar hacia ella y ver su
blanca y distendida carita, con su insolente gesto de felicidad pegado a su
sonrisa, noté de inmediato que todo el Estadio se hallaba congelado en una
escandalosa mueca de estupefacción, hasta que, repentinamente, la tribuna de
Saxon Hall se encendió, estallando en eufóricos gritos de victoria.
En realidad no sé
muy bien qué sucedió. Para qué seguir contando: los insultos que llegaban desde
las tribunas revelaban el desastre que había desatado involuntariamente con mi
pie. Ni qué decir de las cosas que gritaban hacia mi persona los jugadores de
mi propio equipo. Qué tristeza, Dios mío. Como vine a errar ese tiro... ¡Y
pensar que era el tiro de mi vida!
Como les dije antes,
este empate resultaba ser definitorio para entrar en el campeonato y pasar a
las ligas mayores. Si hasta me cuesta reconocer el resultado: el título fue
para los contrarios; nosotros caímos al descenso.
Para qué mentirles:
en realidad, no sé bien si la falla de mi tiro fue producto de mi distracción o
si hubo algo de intencionalidad -inconsciente- en el acto de patear, decidido y
racional. Lo único que puedo decirles es que aún tengo presente la espantosa
sensación de vergüenza y frustración que tuve al ver el balón colgado de una de
las esquinas de las tribunas, y a los miles de fanáticos furiosos con el
descenso de nuestro equipo, con sus miradas de repudio clavadas como flechas en
el centro de mi pecho.
Si quieren saber que ocurrió con ella, les
diré que estaba como en otro mundo: reía y saltaba loca de alegría. Ah… Pero qué
hermoso fue verla reír así… Tan victoriosa… ¡Tan exultante! ¡Ahora sus lágrimas
eran jubilosas! ¡Por Dios! ¡Qué feliz fui en ese momento! Verla abrazarse con
amigas y con amigos… Pero cuando se
abrazó con el novio, y se besaron, todo mi ser volvió a derrumbarse de golpe y
a romperse en veinte mil pedazos como si fuera un cristal de Bohemia.
De todas formas, pese a la derrota, solo
puedo pensar en ella. Jamás la había visto brincar así de felicidad. Bueno, es
verdad que recién la conocía y que apenas si habíamos pasado unas horas juntos nada
más, y cruzado un par de palabras, pero les juro que para mí era como si la
conociera de toda la vida. De pronto tomé conciencia y volví a despertar. Fue
entonces que comprendí, casi como una súbita iluminación: no solo me miraba;
¡me había reconocido!
Qué decirles, amigos; para mí estaba petrificada,
mirándome llena de pavor desde la tribuna como si no supiera qué hacer, o qué
pensar. Nos quedamos así, mirándonos perdidamente entre la palpitante
muchedumbre, por un tiempo interminable que no pude calcular. Como si no
tuviéramos nada más importante que hacer en ese instante que mirarnos de ese
modo, con esa intensidad. Les juro que me hubiese quedado en ese estado
hipnótico mirándola toda la tarde, pero empecé a sentir en mi cabeza una lluvia
de vasitos de cartón, y una oleada de rabia y mal humor por parte de mis
propios amigos y compañeros, al punto tal, que tuve que bajar la mirada y salir
corriendo de la cancha para que no me lincharan.
Confieso que me fui del Estadio totalmente
avergonzado, como si hubiera cometido un crimen y estuviera escapando de la
policía. Qué insensatez. Estaba muerto de miedo, y en un estado de profunda
desesperación. Fue extraño entonces y es
extraño aun al recordarlo hoy, pero mis pies ya no tocaban el piso. No sabía bien
si estaba muerto o si estaba vacío; si estaba en el aire o si estaba enamorado.
Afortunadamente, lo que ocurrió después no tuvo parangón con lo anterior.
Les cuento esto
porque ése fue el día en que creí morir crucificado, humillado y tristemente
recordado para siempre; nada menos que por aquellos fanáticos y seguidores que
tenía como jugador, y a los hinchas que había
ido a salvar del descenso, especialmente con mis dotes para patear el balón.
Les cuento esto porque
hoy, retrospectivamente, puedo entenderlo así: fue la primera vez en mi vida
que decidí inmolarme por amor. Que decidí conscientemente cometer una locura. Si
hasta se me pone la piel de gallina cada vez que lo rememoro. Fue apenas un
instante; la vi en la tribuna angustiada
y cabizbaja, sufriendo a mares por un equipo que estaba a punto de perder y
caer en el descenso… nada más que por mi culpa. Ahora que lo pienso creo que fue
ése el punto de inflexión de esta historia. Sí, para qué negarlo: hubo un
instante en que me sentí omnipotente. Dueño absoluto del amor de una mujer que
recién había conocido. Y creo que fue cuando pensé que tenía el poder en mis
manos –literalmente en mi pie- para transformar sus lágrimas en risas y bañar
su alma de felicidad. Al menos un momento; al menos en mi fantasía. Decididamente
fue esa certeza la que cambió el rumbo de toda mi vida. Yo supe en ese instante
que podía penetrar e influir a voluntad en el ánimo de su bella y atribulada
alma, y fue justamente este deseo interior lo que hizo desviar la trayectoria
de mi tiro cuando pateé, para acertar –por fortuna- en otro blanco: su corazón.
Bueno, qué más
quieren que les diga. Ya les conté cómo conquisté al amor de mi vida. A la
mujer que ahora es la madre de mis hijos y con la que convivo desde hace ya más
de treinta años. Lo que no sé si ya les dije es lo maravillosamente bien que me
sentí después de haber pasado el peor trance de mi vida, en aquel bendito campo
de juego, pues aunque no volví a jugar fútbol, jamás olvidé la hazaña de aquel
día.
Es verdad que me
gusta soñar despierto. Y también es verdad que a veces me amparo en mi propio
mundo de fantasías para no golpearme con la realidad que nos toca vivir a
diario, pero creo que hay una vez en la vida en que, por alguna razón, las
cosas mal… salen bien. Y que el peor
error de todos los errores posibles que podemos cometer puede ser –extrañamente-
el acierto más contundente. Más afortunado.
Para qué mentirles,
amigos, -y no exagero en absoluto-: lo peor que sucedió aquella tarde en el
Estadio de fútbol ha sido, sin lugar a dudas, lo mejor que me pudo haber pasado
en la vida.
Hugo Cuccarese
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