sábado, 8 de agosto de 2015

Leonardo, El creador del Antileonardo

“…También recuerdo que en cierta ocasión, a mediodía, cuando el sol estaba en su cenit, abandonó con premura la Corte Vecchia, donde estaba trabajando en su soberbio caballo de barro, y, sin cuidarse de buscar la sombra, vino directamente a Santa Maria delle Grazie, se encaramó al andamio, cogió el pincel, dio una o dos pinceladas y se fue". 
Mateo Bandello, novicio del convento,
 sobre la ejecución de La Última Cena. 

“La Última Cena” es el título de una de las obras pictóricas más representativas del maestro Leonardo da Vinci. Casi mil quinientos años después de la llegada de Cristo, el artista florentino retrata una de las obras más famosas del mundo en la pared del comedor del antiguo convento de los dominicos de Santa María delle Grazie, en el corazón de Milán (Italia).


Pintura sin restaurar. (La “supuesta” obra de Leonardo)

Una obra muy particular

La obra pintada entre 1495 y 1498  es un enorme  fresco de 4,60 metros de altura por 8,80 de anchura, realizado con témpera y óleo sobre una preparación de yeso, en lugar de la técnica común del fresco. En 1495 Ludovico Sforza encargó a Leonardo da Vinci la decoración del refectorio, comedor de los monjes del monasterio dominicano de Santa María delle Grazie, en Milán, con un mural de La Última Cena. La obra debía ser una referencia de la relación entre la comida terrena de los monjes y la Eucaristía, la comida divino-espiritual.  Así empezó Leonardo  La Última Cena, que no acabó hasta 1498.
En aquella época, la técnica más utilizada para la realización de pintura en la pared era la del fresco. Pero este método requiere pintar rápidamente sobre el revoque aún húmedo al fresco. Y Leonardo, que era un gran perfeccionista, ante la magnitud de la tarea, quería tomarse su tiempo para trabajar cómoda y detalladamente sobre los rostros de los personajes y así poder dotarlos de la mayor expresión dramática. Fue así que desestimó el procedimiento del fresco, decidiendo realizar el mural empleando pigmento oleoso. Pero esta técnica es muy poco resistente, y pocos años después de su finalización empezó a deteriorarse.
Cuarenta años después, más de la mitad de la pintura se había malogrado, y para conservar la obra de arte, se decidió realizar varias copias, más o menos fieles al original, tanto en vida de Leonardo como después de su muerte. 
Actualmente, el mural que podemos observar  no es ni por asomo la sombra de lo que fue el original. Afortunadamente, algunas copias que realizaron sus discípulos se mantienen bien conservadas así como algunos de los bocetos que utilizó el maestro para su preparación. Y lo interesante es que Leonardo no eligió plasmar cualquier momento de la cena, sino uno de los más importantes; justo después de que Jesús anunciara que uno de sus apóstoles era un traidor, resaltando en cada uno de ellos sus reacciones de asombro, espanto y estupefacción.
Se dice que en este cuadro existen ciertos mensajes ocultos sobre la religión, que no podía ser mostrados en su época para que Leonardo no fuera acusado de hereje. Pero nosotros creemos que más allá de estos misterios simbólicos-religiosos existe en La última cena un misterio más grande aún; uno que encierra a la naturaleza de la pintura en sí misma, y de las desventuras que sufrido a lo largo de los años desde que fuera terminada.

La pintura caída en desgracia

La pintura, como todos saben, ha sufrido con el paso del tiempo los avatares de un extraño y desfavorable destino. Al estar realizada sobre yeso seco, la obra comenzó a descamarse tras su finalización. Durante los siglos XVIII y XIX se llevaron a cabo intentos  infructuosos de restauración  y conservación. Pero eso fue apenas el comienzo. Una larga seguidilla de infortunios marcaría para siempre el destino de esta extraordinaria obra.
Durante el transcurso de la guerra, las tropas de Napoleón utilizaron la pared para realizar prácticas de tiro, y en 1943 los bombarderos lograron arrancar el techo de la habitación, dejando la pintura a la intemperie durante varios años. También hubo varias inundaciones acaecidas en Milán que contribuyeron al deterioro de la obra, y la incorporación de una puerta en la sala en 1652, cercenó los pies de varios personajes del mural. En 1797 un ejército francés utilizó la sala como establo, deteriorando la obra aún más. Y en 1943 los bombardeos aliados pusieron su grano de arena en el progresivo deterioro de la obra. Después de todo, en 1977 se inició un programa de restauración y conservación que mejoró notablemente el mural, pero gran parte de lo que era la superficie original se ha perdido para siempre.
Tras largos años de intensa labor de restauración, el mural de Leonardo parece finalmente haber recuperado parte del antiguo resplandor que tenía originalmente. Ahora el fresco se presenta muy bien cuidado y conservado, aunque sus colores se han ido atenuando con los años, y puede ser contemplada como cuando el artista la pintó. Sin embargo, este es justamente el  punto que queremos destacar aquí, para preguntarnos, ¿qué es lo que ve el afortunado espectador cuando contempla ahora la pintura de 1497?[1]  

Leonardo, ¿podía no saber?

Se sabe que Leonardo utilizó una técnica nueva para la realización de la pintura. Y que en lugar de pintarla al fresco (sobre escayola fresca con pinturas al agua) empleó una mezcla de aceite y témpera sobre el muro seco. La pintura al fresco requiere decisión y rapidez de ejecución, puesto que cada sección de la obra debe completarse antes de que la escayola se seque (por lo general al cabo de un día). Cuando se concluyó, en 1497, el mural era una obra maravillosa, llena de fuerza, de tonos vivos y radiantes. Se cree que si Leonardo lo hubiera pintado al fresco, se habría conservado intacto. Pero ya en 1517  la obra estaba muy deteriorada, y a lo largo de los años sufrió diversas restauraciones.
Irónicamente, la misma técnica que le permitió a Leonardo trabajar en el mural con su acostumbrada tranquilidad fue la misma que terminó destruyéndoselo, y al poco tiempo de haberlo concluido.
Nos llama poderosamente la atención que Leonardo, el gran Leonardo, teniendo como tenía, profundos conocimientos en muchas materias y disciplinas, no supiera que esa técnica que estaba utilizando –solo para tener más tiempo y poder trabajar con tranquilidad y con su acostumbrada perfección- era muy poco resistente y que iba a durar poco tiempo. Es extraño, y nos sorprende enormemente que no haya estudiado a fondo esa nueva técnica, y pusiera en riesgo una obra de semejante envergadura. Con ella obtuvo una gama de colores más amplia de lo habitual, pero poco después empezó a desprenderse, y desde entonces los especialistas están buscando una solución.
Es paradójico: Leonardo utilizó esa técnica porque le brindaba “más tiempo” para pintar el mural pero una vez que lo terminó, se lo quitó, y fue como si en verdad hubiese “perdido el tiempo”. Es como si la misma técnica le hubiese cobrado todas esas largas horas que le prestó al artista, condenando al mural a tener que envejecer rápidamente: en menos tiempo. Pero hay algo más extraño aún: la técnica que le hizo desmoronar su pintura (era de su propia invención).   
Es increíble y es para resaltar: el pintor ha cometido un lapsus con su propia pintura. Creó un lapsus –sin saber lo que realmente estaba haciendo- solamente para poder pintar a su manera. Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿Es posible que Leonardo inventara un método –especialmente- para poder destruir su pintura una vez que ésta estuviera terminada? Y de ser así, ¿para qué lo haría?
Sabemos que Leonardo tenía dificultad para terminar las obras que empezaba, y nos preguntamos si no será esta destrucción –buscada inconscientemente- una forma encubierta de dejar esta pintura, como tantas otras, eternamente inacabada. ¿Era eso lo que pretendía el ambicioso maestro florentino? ¿Que su obra esté descascarándose y repintándose constantemente como una forma de mantenerse viva, eterna y siempre fresca? Leonardo legó este maravilloso mural a la humanidad y, con esa intención, decidió dejarlo así, como se encuentra ahora y como se encontrará por mucho tiempo más -a menos que encuentren una solución al problema de la caída-: un problema abierto y en permanente construcción.
Como podemos ver, la maldición que ha caído sobre La última cena ha sido producida por la mano del mismo artista que la concibió. Es como si al utilizar esa oscura y macabra técnica (elaborada especialmente para destruir su pintura) Leonardo hubiera hecho un pacto diabólico con el demonio. Le pidió tiempo a Satán (el inconsciente que desconoce) para insuflarle un alma  a su mural, -y se lo otorgó-, pero a cambio, una vez finalizado, le robó la vida a la obra, haciéndola envejecer prematuramente. Un pacto nefasto, muy parecido al que hizo Dorian Grey con su retrato. Pero no hay que ser ingenuos: Leonardo sabía muy bien que esto iba a ocurrirle a su mural. Él sabía –sin saber que sabía- que estaba metiendo su pintura en un antro de león, y que no saldría de allí sin llevarse al menos la marca de una herida, un rasguño mortal.
Leonardo se identifica con este episodio bíblico que retrató como el creador y el destructor de su propia obra. Es a la vez Judas y Satán: es Judas porque traiciona a Jesús y es Satán porque destruye la pintura en la que está Jesús. No por nada elige para hacer su propia interpretación visual esa escena de la cena en la que se muestra, justamente, el momento en el que Cristo dice que “sabe” que uno de ellos lo traicionará, antes de la salida del sol. (Y se dice que Leonardo se pintó a sí mismo en la figura de Judas Tadeo). Hasta podríamos preguntarnos, y solo por jugar, ¿a qué se debe el horror, la ira y la conmoción de los discípulos retratados allí? ¿A la noticia que les da Jesús o a la pintura que se descascara frente a sus propias narices?
Solo como un dato de color, diremos que en la pared enfrentada con La última cena se encuentra la pintura “La Gran Crucifixión”, de Donato Montorfano, como en espejo, casi como creando entre ambos murales un espacio escenográfico. Una ilusión de lugar donde el espectador puede trasladarse en el tiempo, con solo darse vuelta, y contemplar en un instante el calvario de Cristo, el trayecto histórico que va desde el último encuentro con sus discípulos hasta el momento en que es asesinado en la cruz.

¿Un auténtico “da Vinci”?

Pero si hablamos de Cristo también hablamos del Anticristo. Y el Anticristo tiene el sentido de “aquel que sustituye o se opone a Cristo”. Del mismo modo, el Antileonardo también sustituye a Leonardo, como creador de la obra, y se opone a él al re-crear una obra que no pintó Leonardo. El Antileonardo niega que la pintura del mural sea la obra que pintó Leonardo. Por eso decimos que hoy, “La última cena es la obra del no-Leonardo, pintada por el Antileonardo”. Esto solo puede significar una cosa: que  es el mismo Leonardo el que engendró al Antileonardo.
Pensemos un momento; si Leonardo elegía la técnica de freso, su obra habría perdurado en el tiempo, pero no hubiera tenido tiempo para imbuirle su sello personal (su estilo leonardiano) y convertirla en la obra maestra que terminó siendo, aunque pagara por ello el precio más alto: la destrucción de la obra.
Desde el momento en que Ludovico Sforza le encargó la decoración del refectorio, Leonardo se encontró en un callejón sin salida. Al óleo y con el lienzo él podía emplear la lentitud para pintar con su acostumbrada paciencia y minuciosidad, capa por capa, con el método que él mismo había inventado, así como su nombre “esfumado” (sfumato en italiano); pero al pintar en la pared, no podía aplicar su técnica pictórica como quería ni  pintar como lo hacía siempre, ni dejar la impronta de su genialidad en el mural. Por eso antes de pintar algo que no pareciera pintado por él -y que encima durara para siempre- decidió inventar un método que le permitiera pintar el mural como él quería pintarlo, y que fuera verdaderamente “un Da Vinci”, es decir, una obra de Leonardo pintada verdaderamente por Leonardo, aunque para ello tuviera que destruirse después de haberla pintado, condenándolo a la perpetua restauración, es decir, a ser re-pintado o re-creado perpetuamente por el Antileonardo (los artistas que no son Leonardo), los que finalmente convertirían la obra de Leonardo en la obra del No-Leonardo, nos referimos a la tarea de “los restauradores”.
Por eso decimos que el mismo Leonardo engendro al Antileonardo, y lo gestó en el mismo momento que decidió  darle vida a esa técnica del demonio para destruir en un instante aquello que creó para ser eterno. Es como si hubiese sido el mural de una destrucción anunciada. Como la destrucción que anuncia al Apocalipsis, que relata la Revelación de Jesucristo a San Juan acerca de los acontecimientos futuros.

El “Apocalypse Now”

El Apocalipsis siempre ha sido un misterio para los seres humanos, motivo de muchas interpretaciones y muchas preocupaciones en todas las épocas, pues siempre se ha visto en él un presagio de  destrucción y castigo. El Antileonardo es de algún modo el que mejor representa la función del Anticristo, y así como el apóstol Juan dice que el Anticristo es quien esparce mentiras acerca de Jesucristo y de lo que él enseñó, el Antileonardo es el que engaña  a Leonardo y pretende salvar lo que él creó,  volviendo a destruir su forma original, creando  la obra del No-Leonardo, (la pintura que vemos en la actualidad).
Lo que podemos ver ahora es indudablemente el cuadro de La Última Cena, pero el cuadro –que no es- el cuadro de La Última Cena original. El creador de La primera última cena es Leonardo, pero el creador de La última última cena es el Antileonardo (porque nunca es La “última” cena, siempre habrá otras restauraciones y otras pinceladas sobre el mural que harán de La última cena…  “una cena más”).
Leonardo creó efectivamente La última cena, y a partir de allí, el Antileonardo comenzó una serie de recreaciones de últimas cenas, que llevarían a la eterna negación de La última cena como tal, que es “La última cena del principio”, la que pintó Leonardo. La que pintó gracias a esa perversa técnica que “elaboró” diabólicamente como una forma de ponzoña, para envenenar su propia obra. El invento de Leonardo es el síntoma de Leonardo. Algo así  como una especie de cáncer o enfermedad terminal, que aún hoy continúa carcomiendo y desbastando la pintura del mural, descascarándola día tras día, condenándola a la intemporalidad de un fatal e irrevocable destino. De allí que el luciférico  Antileonardo (el “Leonardo caído”, el que viene cayendo en cada uno de los oleosos trozos de yeso que se desprenden del mural) sea tan falsificador y embustero como  la bíblica serpiente, la que en el Apocalipsis se menciona como Diablo y Satanás[2].  
Y es así: el desmoronamiento de la pintura del cuadro también está anunciando el catastrófico fin del cuadro, por lo que  podríamos ver el mural de La Última Cena como una metáfora del Apocalipsis de la biblia. Pero este “Apocalipsis Pictórico”, digamos así, viene ocurriendo un desde que la humedad de la pared empezó a destruir el mural, un hecho que retrata perfectamente bien el título de la película de Francis Ford Coppola Apocalypse Now.  Porque la pintura de Leonardo -como el Apocalipsis bíblico- vienen anunciando, cada uno por su lado, y desde que uno fue pintado y el otro escrito, la destrucción de la pintura y la destrucción del mundo. Y tanto la pintura  del refectorio del convento como el último libro de la biblia dicen que el fin es inminente. Que es “ahora”.
Si bien el Apocalipsis no aparece hoy en el contexto cultural con el mismo esplendor y fuerza pictórica que lucía en el Medio Evo,  lo que tenemos ahora son catástrofes, terremotos, inundaciones y toda clase de desastres naturales, y provocados por el hombre, pero Apocalipsis…, “Apocalipsis No”. El único “Apocalypse Now” es el que viene sucediendo desde que comenzó el Apocalipsis Pictórico, que es el que se inició cuando Leonardo estaba en vida y su mural comenzó a derrumbarse, y no cesó de derrumbarse y destruirse –y no cesará de hacerlo jamás-. Por eso el título de la película es valioso aquí, porque muestra lo mismo que muestra la pintura que se derrumba, y es que el Apocalipsis  está ocurriendo “ahora”.
Y siempre fue “ahora”. Desde que comenzó a caerse el mural a pedazos que es “ahora” la destrucción. Lo que La Última Cena le está mostrando al mundo es precisamente lo que mundo no quiere ver, que es precisamente lo que ya todos sabemos y no queremos saber. Algo que está relacionado con el otro y con la muerte del otro. Con esa certeza que no podemos lidiar y menos aún ver como certeza, que es la existencia del fin. A saber: que todo nace y todo muere. Que el fin del Otro… ya comenzó.

El “Antileonardo”

Y no es casual que lo que se destruya sea una pintura que retrata el episodio evangélico donde Jesús está reunido con sus discípulos para compartir el pan y el vino antes de su muerte. Es la escena donde Jesús está pre-anunciando la llegada de lo que declina y decae, o sea, la destrucción del cuerpo y de la sangre de Cristo. Incluso hay dos profecías de Cristo que se cumplieron en las horas inmediatas y que también están relacionadas con una forma de destrucción, que son “la traición de Judas” y “la negación de Pedro”, las dos relacionadas con los dos episodios que darán comienzo al Prendimiento y la Pasión de Cristo. Y es esto lo que quiso eternizar Leonardo en el mural del refectorio de Santa María delle Grazie: “El retrato de una muerte anunciada en la pintura de una destrucción anunciada”.
Y la mejor manera de hacerlo fue cometiendo un error. Un “error” hecho sin querer. Fue la lógica de una contra-dicción lo que Leonardo deslizó en la composición química de los materiales del fresco, lo que produjo finalmente el constante descascaramiento de la pintura. Recordamos que el ciclo de la Pasión de Cristo (la que lo lleva en su última instancia a su crucifixión y muerte, la que se encuentra retratada como ya dijimos en el mural de enfrente) se inicia justamente con el episodio de la Última Cena. Leonardo eligió ese acontecimiento clave de los Evangelios Canónicos como tema artístico para crear una Pintura Viviente, una pintura que habla, que gime y que sufre los avatares de su propia inmolación  como una forma de anunciar la destrucción de todo lo que fue creado y tiene vida. Y lo vivimos así, ya que somos seres de derrota, seres condenados a morir desde el día en que nacemos. Cada momento de la vida lleva implícito una pequeña muerte, porque todo es así: todo comienza y termina, todo es muerte y resurrección. Es el mito el que pone en marcha la rueda del destino del hombre: es Jesús el que declina en el ocaso y  Cristo el que se eleva en la mañana.
El pintura este episodio bíblico, derrumbándose y destruyéndose perpetuamente es la mejor imagen que retrata y sostiene el Apocalipsis bíblico, con esta idea de que algún día el mundo se destruirá y todo cambiará para mejor, como ocurre en el cuadro, que más que destruido ha sido transformado en su esencia, y nada menos que por las invisibles e incontables manos de “El Antileonardo” (los restauradores de la pintura). Pero lo que han creado estos restauradores no es “otra pintura”,  es “otra” pintura; algo así como “otra pintura en la misma pintura”. Es una pintura nueva y al mismo tiempo una pintura con la misma apariencia que tuvo cuando fue pintada, pero total y sutilmente diferente. Si a lo largo de estos quinientos años no se hubieran hecho trabajos de restauración sobre la superficie de la pintura, hoy La última cena hubiera desaparecido como desapareció el revestimiento  original de la pirámide de Keops, por ejemplo, que al momento de su construcción estaba formado por losas de caliza pulida.
Sin embargo hay una similitud entre el cuadro que se viene destruyendo desde hace siglos y la destrucción que se anuncia en la biblia para el mundo. Es como si la pintura de La Última Cena tuviera el espíritu del retrato de Dorian Gray, y la destrucción del cuadro de Leonardo fuera –o replicara- la destrucción del cuadro del mundo, eternizando la creencia en el Apocalipsis. La ultima cena, ya es en sí misma, por el tema, una destrucción; y sumado al hecho de que está permanentemente destruyéndose no solo anuncia la llegada del Apocalipsis (la destrucción), sino que la patentiza en el mismo acto de destruirse. La pintura habla a través de los colores de una piel metafórica que no cesa de caerse y de restituirse como la piel de la astuta serpiente del Apocalipsis. La que expresa así el martirio del mundo; la que anuncia la destrucción del hombre y de todo lo que vive, auto-destruyéndose y auto-regenerándose simultáneamente.
Y es allí exactamente donde está concentrada la angustia de Leonardo. Justo frente al acontecimiento de su gran obra que pone en acto, nada menos que la caída de su gran obra. Pero ella no solo anuncia la destrucción, sino que la hace aparecer frente a los ojos del espectador, produciendo la angustia en los restauradores, que desesperan por reconstruirla y por reconstruirse a sí mismos. Son ellos los que recogen los trozos de pigmentos del suelo como si fueran las partes desmembradas de su propio cuerpo. Son ellos los que se horrorizan con los agujeros de la pared (padre) tal como a Narciso le temía a la agitación del agua, cuando no puede ver su propio retrato reflejado en la superficie del lago: otra pintura. El lapsus de Leonardo sobre el mural produce un mensaje tan contundente como aterrador: “Se destruye la pintura que anuncia la destrucción”.
Es como alguien que está frente a nosotros con un revolver en la mano y nos dice que se va a matar, y se mata. Al mural le ocurre  lo que el mural dice que ocurrirá. Nos encontramos ante un cuadro camaleónico; porque vive para transformarse a sí mismo y transformar a quienes contemplan su indetenible transformación. Y destruyéndose lentamente va también transformándose lentamente. De este modo hay que entender el Apocalipsis bíblico, no como la llegada de la destrucción total y absoluta, sino como la destrucción perpetua para perpetuamente transformarse y cambiar. El cuadro mantiene vivo el espíritu de la  renovación y el cambio. Y si en nuestras vidas podemos ser como el Antileonardo, estaremos repintando infinitamente las escenas de nuestra propia historia, que perpetuamente se irán desmoronando para que podamos seguir pintando y  modificando nuestra vida en algo siempre nuevo, vivo y lleno de color. Y del color de la esperanza. De lo que está por venir.

La obra del No-Leonardo

Evidentemente la obra que podemos ver hoy en día en la pared de Santa María delle Grazie no es la misma obra que Leonardo pintó en su momento; solo el nombre de la obra, el tema, la composición y los personajes que están allí no se ha alterado, pero los colores y la forma de trazar las pinceladas hacen de esa pintura, irremediablemente, “otra pintura”, la “pintura de la pintura”, es decir: la pintura que Leonardo nunca pintó.
La Última Cena es la única Pintura Viviente que existe en el mundo. La única pintura de la historia de la pintura que “se sigue pintando y seguirá pintándose hasta el fin de los tiempos”, como un palimpsesto vivo y refrescante. Porque siempre va a estar allí cayéndose, desmoronándose, destruyéndose, y al mismo tiempo, reconstruyéndose y re transformándose en “otra pintura”, pero manteniendo siempre la inconfundible esencia de la “pintura original”.
Es como si estuviéramos viendo el mismo cuadro de Leonardo pero como si no fuera de Leonardo, o como si estuviera su imagen levemente alterada y la viéramos creyendo que es la obra de Leonardo, cuando en realidad es la obra del “no-Leonardo”, algo así como:  “La obra de Leonardo que se niega a ser de Leonardo”.
Algo parecido a lo que ocurre con la imagen del televisor cuando se perfecciona la tecnología y se ve con más nitidez los colores y las formas. Pero con la imagen de esta sublime pintura no sabemos si la vemos mejor que cuando su creador la pintó, con sus trazos y colores originales. Nos engañamos a nosotros mismos creyendo que estamos viendo el genio de Leonardo cuando sabemos perfectamente que es la obra del Antileonardo (el demonio encargado salvar la obra de Leonardo, destruyéndola).
Este poderoso deseo del pintor florentino por hacer de su obra una obra eterna fue lo que lo llevó a crearla y a destruirla casi al mismo tiempo.
En tanto haya una ínfima mota de pigmento en el suelo habrá un Antileonardo vivo y angustiado, presto darle vida a la recreación de una cena más. Mientras el mural no cese de caerse, siempre podrá existir “otra cena” y “otra escena”, tratando de escribir lo imposible de escribir: la existencia de “La Última Cena”.
Lo que hoy podemos ver entonces en la pared del refectorio de Santa María delle Grazie es la negación de La última cena. Es decir, la imitación perfecta de lo que no-es y de lo que nunca será. La pintura más extraordinaria y más fraudulenta de la historia de la pintura.  Un engaño formidable. Una vana ilusión que solo sirve para recordarnos que alguna vez existió allí la mano de Leonardo, con su soberbio e  inimaginable trazo, el que como un lejano eco no cesa de expresar y canturrearnos al oído, como decían los romanos: “Art longa, vita brevis”.  (¡El arte es eterno; la vida es corta!)


Pintura restaurada. (La obra del “Antileonardo”)

HUGO CUCCARESE




[1] Pero antes de tratar de responder a esto hay algo que debemos aclarar: sobre el significado histórico y artístico de esta magnífica obra ya se ha abordado en muchos tratados, y no es en este artículo el objeto de nuestro interés. Lo que buscamos  aquí es reflexionar sobre qué le ocurrió a la pintura desde que Leonardo la concluyó.


[2] No olvidemos que Satán o Satanás, deriva del latín Satāna, y éste a su vez del arameo  ha-shatán, que significa “acusador, adversario y enemigo”. 

sábado, 4 de abril de 2015

LA METAMORPHOSIS DE LA CIENCIA

“Aun hoy se suele hablar de ´mecánica racional´, lo que significaría que las leyes newtonianas expresarían las leyes de la ´razón´, esto es, una verdad inmutable”.
Ilya Prigogine




LA METAMORPHOSIS [3] DE LA CIENCIA
En estos tiempos modernos que corren ha aparecido en el camino de la ciencia una pregunta fundamental que ha obligado a Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química, y sin duda uno de los grandes científicos y humanistas de este siglo, a revisar y replantear todo el enfoque científico determinista propuesto por la ciencia clásica,  postulando, como respuesta innovadora, la construcción de un nuevo paradigma: ¿El futuro está dado o en perpetua construcción?

L
a ciencia clásica nos ha presentado el modelo de un Universo Mecánico Manipulable  cuya imagen mecanicista, elaborada por Descartes y perfeccionada después por Newton a imagen y semejanza de un reloj, ha reemplazado la descripción aristotélica de un Universo vivo, orgánico y creativo.

Ilya Prigogine ha presentado en su libro “El fin de las certidumbres”[1] una apasionante transformación conceptual basada en el porvenir de la ciencia, a partir de dos concepciones del universo físico en conflicto: la imagen estática y la imagen evolutiva, mostrando desde su reflexión histórica–filosófica un camino alternativo. Dice: “Creo que la aventura recién empieza. Asistimos al surgimiento de una ciencia que ya no se limita a situaciones simplificadas, idealizadas, sino que nos enfrenta a la complejidad del mundo real: una ciencia que permite que la creatividad humana se vivencia como la expresión singular de un rasgo fundamental, común en todos los niveles de la naturaleza”. Su novedosa concepción del mundo va dirigida hacia un nuevo naturalismo, intentando producir una síntesis entre la formulación experimental y cuantitativa de la tradición occidental con la tradición china, orientada como se ve hacia una visión más espontánea y autoorganizadora.

La concepción aristotélica del universo que dominó nuestra civilización entre los siglos XII y XVI, presentaba una interdependencia de los fenómenos materiales y espirituales en los que el hombre, no sólo era parte de la naturaleza sino también  igual a las otras criaturas.

Con la llegada de los astrónomos medievales, los visionarios más pitagóricos que imaginaban a los planetas como esferas etéreas de cristal, que giraban alrededor de la tierra en órbitas perfectamente redondas (por considerarse el círculo la forma geométrica perfecta), surge el modelo del Universo Geocéntrico, postulado por Claudio Tolomeo, modelo que la iglesia apoyó durante toda la Edad de la Barbarie y que contribuyó a frenar el ascenso de la astronomía durante un milenio. Por fin en 1543, Nicolás Copérnico publica una hipótesis totalmente diferente para explicar el movimiento aparente de los planetas. Copérnico, por su lado, desplazó a la tierra de su privilegiado centro, dejándola degradada a la categoría de un planeta más, el tercero desde el Sol. En 1616 la iglesia católica coloca el libro de Copérnico en su lista de libros prohibidos “hasta su corrección”, junto con su revolucionario Sistema Heliocéntrico. Este giro audaz y novedoso se conoció como la “Revolución Copernicana”, y fue la primera herida hecha al narcisismo de la humanidad.

Sigmund Freud en “Una dificultad del psicoanálisis”[2] (1917) escribe que el narcisismo general, el amor propio de la Humanidad ha sufrido hasta ahora tres graves ofensas por parte de la investigación científica: la primera estocada la da Copérnico, produciendo justamente la llamada “ofensa cosmológica”. La tierra (con el hombre incluido) ya no es el centro del Universo. La segunda fue la de Darwin, la “ofensa biológica”, el hombre ya no es dueño de un alma inmortal y un origen divino sino que ahora su estirpe proviene nada menos que del primate, no existiendo diferencia entre su propio ser y el del animal. La tercera ofensa –la más determinante para el sujeto que se haya en el campo de la palabra y el lenguaje- es la que hace el mismo Freud con el descubrimiento del Inconciente, produciendo la llamada “ofensa psicológica”. El hombre ya no puede ni podrá controlar todo en la vida con la sola fuerza de su voluntad, ahora existe un poder superior a sus desmedidos antojos e intereses personales, denominado  “inconsciente”, por ser éste un saber desconocido e inaccesible que gobierna y determina absolutamente el invisible hilo de todas nuestras acciones.

Prigogine, en “El fin de las certidumbres” menciona estas tres heridas narcisistas a la humanidad que describe Freud (omitiendo citar el artículo del que las extrajo) pero reconociendo, sin embargo, que “nuestra vida intelectual es conciente sólo en parte.” (La cursiva es mía).

A diferencia de lo que ocurría en la concepción clásica del universo donde el observador (el científico) era parte del universo que observaba (el objeto), en la ciencia moderna se produce un quiebre, una división tajante y devastadora entre el investigador y la cosa que investiga. El científico es ahora el nuevo Amo y Señor que somete a la naturaleza con sus perversos y dominantes caprichos. El ejemplo más contundente de ello es Francis Bacon, quien creía firmemente que el saber daba poder y, en consecuencia, sostenía que “el científico debía torturar a la naturaleza hasta arrancarle sus secretos”. La Revolución Copernicana produjo pues un hito en la historia del pensamiento occidental; pero fueron Galileo y Kepler quienes lograron verdaderamente encauzarla y Descartes quien la introdujo dentro de un marco mecanicista hasta la llegada de Newton, con su moderna y descollante teoría sobre  La Gravitación Universal.

Mientras Galileo se retractaba ante las autoridades eclesiásticas por afirmar que era la tierra la que se desplazaba alrededor del sol, -y no al revés-, Kepler, gracias a los datos astronómicos que le suministraba el gran observador de su época, Ticho Brahe, descubría que los planetas no se movían siguiendo la perfección del círculo, sino que sus recorridos quedaban formalmente achatados en una horrible y degradante forma elíptica. De  hecho, la primera ley de Kepler es el ABC de la ciencia moderna, situando y redefiniendo la estructura elemental del universo al postular que “un planeta se mueve siguiendo una elipse con el Sol en uno de los dos focos”. Cuando en 1805 Laplace le presenta a Napoleón su obra Mecánica Celeste, un voluminoso libro sobre el nuevo sistema del Universo que había diseñado, un sistema de relojería eterno e increado que completaba la obra de Newton en algunos de sus aspectos más importantes, y éste, fascinado, le pregunta cómo no había mencionado una sola vez a Dios, Laplace le responde, y de forma contundente: “No tuve la necesidad de recurrir a tal hipótesis”.

El universo científico clásico no sólo planteaba un destino prefijado dominado por leyes mecánicas y una dinámica basada en una relación de causa / efecto, sino que al mismo tiempo dejaba igualmente afuera a Dios y al azar.

Ilya Prigogine inaugura de este modo el posmodernismo con la postulación de su Nuevo Paradigma, al presentar una concepción del universo físico diferente, contraponiendo la imagen estática a la imagen evolutiva. Y explica que sería inhabitable para seres vivientes permanecer en un mundo totalmente Imprevisible, tanto como sería insoportable para seres concientes habitar un mundo totalmente Estable.

En la termodinámica clásica un sistema podía evolucionar hacia un sólo estado final: el equilibrio, con un proceso lineal. Pero Prigogine propone una reformulación de esto al plantear una nueva dimensión con la Termodinámica No Lineal de los Procesos Irreversibles (TNLP) capaces de formar nuevas estructuras a las que posteriormente denominará “estructuras disipativas”. Los seres vivos son aquí considerados estructuras disipativas sujetas a fluctuaciones, en tanto que el desarrollo humano en su conjunto, individual y socialmente, también puede expresarse en términos de estructuras disipativas, fluctuantes y creativas.

En el siglo XIX Joule postula el principio de conservación de la energía. Y Prigogine postula su teoría sobre el Universo no–determinado sobre la base de la primera ley de la termodinámica que dice que “la energía no se destruye, se transforma”, y sobre la segunda que sostiene que “parte de la energía se disipa como calor y no podemos recuperarla”, y cita el ejemplo del motor para afirmar que “es imposible una máquina con movimiento perpetuo” debido a que no toda la energía se puede convertir en trabajo mecánico, pues en cada ciclo parte de la energía se convierte (no se pierde) en una forma imposible de utilizar.

Para explicar este fenómeno producido sobre la base de este segundo principio, Clausius, en la década de 1860 a 1870 desarrolla un nuevo concepto denominado Entropía (del griego tropos, que significa “transformación o evolución”.

La Entropía mide el grado de evolución de un sistema físico. Cuanto más cerca estemos del equilibrio, mayor será la entropía y menor la actividad del sistema. Cuando se empezó a estudiar los fenómenos de entropía se llegó a la conclusión de que todos proceden en la misma dirección; del desequilibrio al equilibrio, del orden al desorden, hacia una entropía cada vez mayor.

De este modo y gracias a los novedosos trabajos de Ilya Prigogine, ahora los nuevos planteamientos científicos tienden a encontrarse con los del psicoanálisis. Parece que los científicos de hoy –o al menos aquellos que comparten la mirada de Prigogine- han modificado su discurso y pueden soportar la castración que implica no habitar un universo idealmente perfecto, con leyes infalibles, predecibles y predeterminadas, mas relacionadas con el fantasma neurótico de cada científico que con la realidad que se observa en los laboratorios. Tal vez nos encontremos en los umbrales de una ciencia cuya mirada sobre el mundo sea más real y menos idealista y especulativa; con científicos menos narcisistas y más abiertos y proclives a incluir (como posibilidad) la existencia del inconsciente en su propia mirada, y más predispuestos a soportar la incertidumbre que produce la falta cuando se pone en marcha “la mecánica del deseo”, implícita -y reprimida- en las entrañas de sus postulaciones.  

Todas estas investigaciones de Prigogine han conducido y desembocado en lo que hoy se conoce como la “Ciencia del Caos”. En realidad, el Principio de Incertidumbre propuesto por Prigogine no debería alarmar a la gente ajena al ámbito de la ciencia ni producir inquietud o escalofríos en quienes se acercan a la teoría prigoginista.  Si bien es verdad que el caos lleva implícito la idea de desorden, como su aspecto negativo, digámoslo así (y por ende la inseguridad y angustia neurótica que esto conlleva) también da origen a la creatividad, como su aspecto positivo y más sobresaliente.

Según Prigogine no vivimos atados a un Universo regido por leyes inamovibles y predeterministas, sino que habitamos un Universo abierto, cambiante y en plena construcción, sabiamente coincidente con el sujeto del lenguaje que, atravesado por la palabra que lo nombra y representa, habita el espacio del inconsciente de un modo heideggerianamente constructivo. No olvidemos que durante mucho tiempo el ideal de los científicos en el mundo de la física estuvo asociado con la certidumbre, es decir, con ese fantasma neurótico que se afianza en la negación del tiempo y la creatividad, o sea, la repetición perpetua.

La teoría cuántica con su principio de indeterminación marca finalmente la primera derrota histórica sobre la concepción determinista en la física; la segunda la habría de trazar la (TNLP), al demostrar que no hay una sola trayectoria posible y que en las bifurcaciones es el azar en que desempeña un papel preponderante a la hora de elegir un camino y descartar otros.  Esto lo lleva a Prigogine a pensar que ya no somos esclavos de un destino inexorable, escrito en las leyes universales con caracteres matemáticos –como decía Galileo-. Las leyes de la dinámica cobran entonces una nueva significación: incorporan la irreversibilidad y expresan posibilidades, ya no certidumbres.

De este modo, y gracias a los novedosos trabajos de Ilya Prigogine ahora los nuevos planteamientos científicos tienden a encontrarse con los del psicoanálisis. Especialmente con respecto a la posibilidad que tiene un sujeto de atravesar el fantasma de habitar un universo, idealmente perfecto, mundo un donde se excluye la existencia del inconsciente y todo lo que esté relacionado con “la mecánica del deseo” (y la angustia que conlleva propiamente el desear).

Lo que nos dicen las nuevas postulaciones prigoginistas en este sentido es que el destino  ya no tiene porqué ser “inexorable” para nadie, ya que “la ley universal” (que no es otra que la del Edipo) puede ser re-escrita en la historia de cada uno y por el análisis de cada uno, y en cada uno, como un palimpsesto viviente. Para que solo-uno (y no otro, ni el Otro) sea el artífice cada palabra que sale de su boca y, fundamentalmente, el creador de cada una de las letras que escribe -con el peso de un carácter matemático- en cada uno de los pasos que darán forma a su destino.

Y tal vez por la escritura de estos mismos giros del destino –o tal vez por los giros del azar- vivimos en un momento privilegiado de la historia de la ciencia. Respecto a esto, Prigogine concluye “El fin de las certidumbres” con un alegato más que alentador:

“Si logro transmitir al lector mi convicción de que asistimos a un cambio radical de la orientación que hasta hoy ha seguido la física después de Newton, este libro habrá cumplido su objetivo”.


Por algo The New York Times lo declaró: “Un libro breve que durará siglos”.

HUGO CUCCARESE




[1] Prigogine, Ilya, La  fin des certitudes, Editorial Andrés Bello, 1996, Santiago de Chile.
[2] Freud, Sigmund, Obras Completas, Tomo III, Editorial Biblioteca Nueva, 1981, Madrid, España. 
[3] La palabra “metamorfosis” fue creada en el siglo XV, y viene del griego “metamorphosis” que significa “cambio” y “transformación”. En cuya composición semántica se encuentra el prefijo “meta” (que es más allá, como en metáfora o metástasis), la palabra “morfé” (que es figura, forma, como amorfo y morfología), y la raíz “osis” (que indica cambio de estado, sobre todo para mal, como enfermedad, cirrosis o tuberculosis).

sábado, 14 de marzo de 2015

“DEMASIADO INHUMANO PARA SER HUMANO” [1]

[1] Inspirado en el título de una obra de Nietzsche: “Humano, demasiado humano” (Menschliches, Allzumenschliches)


“La angustia es la disposición fundamental que nos coloca ante la nada”.
“No somos nosotros quienes hablamos a través del lenguaje, sino el lenguaje el que habla a través de nosotros”.
“De mis esquemas mentales depende la forma cómo concibo el poder que soy, y el modo cómo ejerzo el poder que tengo”.

Martín Heidegger
  




E
l primero de mayo de 1933, Heidegger se unió al partido oficialmente, ganándose la gratitud de aquellos que deseaban que Hitler tuviera éxito. Hacia el final del mes de abril, después de que el rector de la universidad de Friburgo renunciara a su cargo como protesta a estas medidas,  Heidegger presenta su candidatura y sorprende a todos al ser elegido por casi la unanimidad de los votos del cuerpo de mandatarios de la universidad. Una semana después, invita al Dr. Jean Le Benard para que asista al discurso inaugural como rector, pronunciado en el hall principal de la universidad, a sala colmada, y decorado especialmente para la ocasión con banderas con la cruz esvástica.

Por aquel entonces la amistad y la admiración que profesaba el joven y destacado filólogo francés por el ya eminente filósofo alemán, no tenían límites. Él creía que la idolatría que Heidegger sentía por Hitler y sus secuaces tenía verdaderamente un sustento filosófico, y era porque la ideología del nazismo estaba en armonía con los fundamentos de su propia filosofía. Todos sus textos y conferencias desde los años veinte, incluida la carta que le había enviado en la que utilizaba el término “judificación”, y el repugnante libro de Goering con la amable dedicatoria –y que él mismo no supo o no quiso ver en ese momento como un prejuicio racial- estaban destinados a profesar o alentar de alguna manera la idea de una comunidad nacional, similar a la que ya existía en el centro del pensamiento nazi. Y Le Benard estaba convencido de que esa comunidad nacional que uniría a todos los alemanes serviría también para unir a todos los franceses en su país y a todos los pueblos de Europa, cuando el ser del Nuevo Hombre despertara de su eterno letargo[1].

Pero cuando Le Benard comprendió finalmente que este “sueño de despertar” en el que estaba profundamente sumido, -como en un sueño-, era justamente eso, “un sueño”, un imposible hecho realidad, ese mismo reconocimiento fue lo que lo hizo despertar a él -de su propio letargo-. Fue como una revelación freudiana: de pronto se le cayó la venda de los ojos y pudo Ver. Ver lo que realmente le esperaba a Europa si el hombre no despertaba de su propio sueño de querer despertar. Esto fue lo que Le Benard vio en Hitler cuando lo conoció en persona, y pudo vislumbrar el destino del mundo, el macabro final al que llegaría la humanidad si al ser del hombre no se le abrían los ojos de la verdad y seguía inmerso, aplastado, abatido por el discurso hipnotizante de un Hitler dominante,  dominado, a su vez, por su propia demencia.

Para entonces, Heidegger jugaba un papel fundamental en la consolidación de Hitler, al ayudar a legitimar el régimen sobre la base de su inmenso prestigio, a nivel mundial como filósofo. Y Le Benard, ya un poco distante de aquella ideología, se preguntaba: ¿cómo había podido cometer semejante error un hombre como él, un hombre cuya hondura espiritual y pensamiento había logrado trascender las fronteras de lo pensado y lo pensable? Entonces comprendió: “Se volvió loco”.

El nazismo también era conocido por su antisemitismo, y éste era el punto nodal en que Le Benard marcaba territorio, distanciándose de su amigo Heidegger cuando éste, en lugar de discrepar con este aspecto más terrible del régimen, compartía el antisemitismo irracional de Hitler que, en aquel tiempo, transfería culturalmente al pueblo alemán.  Algunos piensan que Heidegger no necesitaba de Hitler para ser antisemita, y por una sola razón: él también formaba parte de su cultura y de su idiosincrasia.

Después de que subiera al poder, Hitler convenció a Heidegger de que lo que él buscaba no era la destrucción física de los judíos, sino únicamente la eliminación de sus roles en la sociedad.  Heidegger, por conveniencia, compró esta mentira. Y Le Benard, en relación al antisemitismo de su amigo alemán, se preguntaba, ¿por qué?, si él tenía muchos amigos judíos, amigos que incluían a Edmund Husserl y Hannah Arendt. Si bien Le Benard se negaba a creer que el filósofo tuviera algún tipo de animadversión a la cultura judía, ya sospechaba, por su forma de hablar y por sus conversaciones personales, un dejo de desprecio por todo lo relacionado con el pueblo judío.  

Juliette Archiméde, historiadora y biógrafa de Le Benard, cita en su obra El Misterio del Dr. Jean Le Benard, un fragmento de la carta que le escribió Heidegger, en 1929, donde ya revelaba parte de su pensamiento antisemita al decirle:

“Querido amigo Jean. Alemania, hoy día, está en una encrucijada. Un camino lleva a la “judificación” de la cultura alemana; o se puede continuar por el otro camino que conduce a la restauración de la gran Alemania[2]”.

Muchos biógrafos como Juliette Archiméde no culpan a Le Benard por creer que Hitler era la salvación de Alemania –como pareció ser al principio-, ya que en aquella época muchas personas razonables (y cuando Archiméde dice “razonables” se refiere a los intelectuales de la talla del doctor) pensaban que Hitler lo era. Y pensaban eso porque creían que todo el asunto de los judíos era solamente una fachada, una cortina de humo para desprestigiar la imagen del partido. No obstante, a diferencia de lo que ocurrió con su amigo Heidegger, -quien después de que el mundo supiera la existencia de Auschwitz y de lo que Hitler estaba dirigiendo, pretendió que nunca había tenido proximidad con eso-, Le Benard sí supo ser crítico consigo mismo, y con el régimen totalitario que había impuesto en Alemania el líder del nacionalsocialismo.

Cuál fue la razón por la que Heidegger llegó a involucrarse de forma tan apasionada con la causa nazi, es algo que nunca se sabrá. Sin embargo, una pista de ello podemos encontrarla en una carta dirigida a un viejo colega suyo, Jérome Caudrelier, donde Le Benard se pregunta, refiriéndose a su amigo el filósofo:

“¿Qué otras cuestiones además de su ambición personal pudo empujarlo a actuar como lo hizo?”

Le Benard creía que el secreto de esta controversia estaba no sólo en la simpleza de la cultura rural, de la que tanto él como Hitler provenían, sino especialmente en la identificación al poder que detentaba Hitler en aquel entonces, condensado en el rasgo maestro del bigotito, que Heidegger le había copiado y asimilado como propio, en su propio rostro.

Le Benard pensaba que en el bigotito del fiuhrer se hallaba encriptada la clave de su enorme poder. Y decía que para Hitler representaba el liderazgo y el dominio sobre las masas, y para Heidegger, el pensamiento y el conocimiento del alma humana. La sola presencia de este paradigmático rasgo facial ya producía un efecto anonadante sobre los individuos de la masa, y sobre el espíritu de un pueblo derrotado, que buscó a cualquier precio la reconstrucción de su propio narcisismo.

En el devenir heideggeriano, Dios es el lenguaje. Por lo tanto, el filósofo habla de dios y dios habla por boca del filósofo. Uno se alza como el modelo de los cielos en la tierra, y el otro desciende como la imagen de la tierra en el cielo. Ambos conforman simbólicamente la mística unión entre el vehículo carnal y la chispa divina, contenida en él. Ese era  pues el poder que concentraba realmente el bigotito de Hitler para Le Benard: “El sueño de todos los alemanes”. 

Cuando conoce a Hitler en persona, dice:  

“Ahora comprendo: el Ser Alemán habita en la mata del pequeño y cuadrado bigote de Hitler[3]”.

No era casual que al hombre que le estaba enseñando a Francia a Leer se le abrieran los ojos a este descubrimiento sobre la grandeza y el magnetismo de aquel singular bello facial. Le Benard sabía que detrás de este inocente rasgo coqueto se hallaba oculta y condensada la esencia de su macabro pensamiento. Especialmente cuando Hitler lanzaba sus encendidos discursos en el podio y hacía cimbrar el espíritu de los oyentes, identificados hasta la médula con ese enloquecido bigote que saltaba vibrátil sobre su labio superior. Cuando un alemán alzaba su brazo en falange y sus ojos exaltados hacia la dorada figura del fiuhrer veía el sueño de una Europa, unida y pacificada, encumbrado en esa pequeña y omnipotente mata de bello.

Cuando Le Benard pudo descifrar el sentido latente y perverso que encerraba para el pueblo alemán el bigote de Hitler, pensó que algunos aspectos de sus textos y doctrinas, especialmente aquellas postulaciones sobre el “arte de leer” desarrolladas en su famosa Lektología,  habían realmente adquirido vida.

Heidegger vio condensados sus propios sueños de humanidad divinizada en la figura del líder del social nacionalismo, a quién veía como viva la materialización del “super-hombre” nietzscheano. Pero Le Benard fue más allá de esta visión filosófica, y comprendió que el secreto que encerraba el fiuhrer en su persona, el que le otorgaba un poder casi absoluto sobre las masas, se hallaba encerrado en el semblante de su ralo bigote.

Cuando Hitler decide apropiarse de la esvástica que los antiguos hindúes habían representado sobre el corazón de Buda, lo hace con malvada y delirante intención, para invertir su sentido original y apoderarse del corazón de los hombres[4]. Él quería tener a Alemania encerrada en un puño. Y la tuvo. Y quiso hacer del hombre alemán el más puro y sabio de todos los hombres de la tierra. La raza aria fue un sueño de locura y de sangre largamente postergado. Por eso, para los alemanes que buscaban la realización de este siniestro ideal, para el engrandecimiento de su propio narcisismo, Hitler era visto en sus alucinados sueños de libertad casi como la encarnación de Buda, el implacable dios guerrero que bajó de los cielos al inmundo mundo de los mortales,  para encumbrarse como divino, y salvar al pueblo germano de sus largos y acuciantes años de humillación, aplastamiento y decadencia. Cuando Hitler se convierte en canciller de Alemania se erige intempestivamente sobre esa plataforma de poder como “El dueño de los sueños de Europa”.

Le Benard conocía muy bien a su amigo, y sabía que infinidad de veces, en su forma de hablar y de decir, no expresamente, pero de alguna manera, Heidegger siempre comparaba a Hitler con Jesús. Estaba en su discurso, en su pensamiento filosófico verlo como un “Salvador”. Él no hablaba de eso, pero eso hablaba siempre a través de él. Estaba convencido que en el saludo del fiuhrer (con la elevación del brazo en falange) podía verse su deseo de “levantar” al pueblo alemán de la decadencia de ese aplanamiento en el que se encontraba. Todos sabían que “Heil” en alemán significa “saludo”, pero pocos, que estaba relacionado con ideas muy positivas como la “salvación”, la “felicidad” y la “dicha”. Para el filósofo alemán, el otro Salvador poseía igual poder de sanación que su carismático líder político. Con solo decir “levántate y anda”… ¡Curaba! Del mismo modo cuando su amado fiuhrer se paraba ante el pueblo enfermo y oprimido, y saludaba ¡Heil-Hitler!, era porque venía a “sanarlo”, a darle ¡Salud![5]

Hitler encarnaba en su propio brazo acodado, en la pose de saludo militar, el brazo doblado de la esvástica, y su extensión en falange, la expansión de esa fe ciega que el pueblo depositaba en él, como el ídolo humano. Le Benard dijo alguna vez que Heidegger, muy dentro de él, soñaba con el día  en que Alemania se pusiera de pie, ante él, y lo saludara con el brazo en alto “¡Heil-degger!”

Pero Heidegger siempre se negó a ver el aspecto nefasto que había en el corazón del nazismo. Le Benard sabía que ese corazón pulsaba en el cuerpo de una macabra ideología, al son del paso militar, como si fuera el corazón de un Buda invertido. Heidegger estaba convencido de que el “super-hombre” nietzscheano abrazaba la misma bandera espiritual que la del hombre Iluminado. Y al igual que Hitler, había confundido –o fusionado- la esvástica de la Iluminación con la de la Alucinación. 

Cuando Le Benard despoja al monstruo de sus encantadores atuendos, y descubre las bases de esta híbrida y aberrante construcción filosófica sobre la que su amigo había ayudado a edificar la ideología del nazismo, se desilusiona del filósofo y de toda su producción intelectual en la que antes había depositado su alma, su pensamiento y su fe. Entonces se aleja de Heidegger y de todo lo que tenga que ver con su diabólica manera de pensar el ser de un hombre nuevo. De Hitler no habló nunca más. Lo único que hizo fue escribir un libro paradigmático, marcado por los visos de un estilo ya “típicamente lebenardiano”. Un libro en el que, parodiando el título de una obra de Nietzsche, exponía su pensamiento y sus ideas sobre un hombre que, bajo el despertamiento de su nueva y reveladora mirada, parecía ser: “Demasiado inhumano para ser humano”.

Extrañamente, el hombre que decía que no se hablaba, que el habla hablaba a través del que habla, jamás hablo en contra de Hitler y de sus crímenes, y jamás se disculpó por lo que había hecho durante los años treinta. De pronto el filósofo de la palabra se quedó sin habla, y sin aliento. ¿Y qué decir? Si es evidente que el asesinato de seis millones de judíos no encaja en la estructura de su Dasein, como tampoco encaja en la cabeza de nadie que esté en su sano juicio. El mundo filosófico y académico le reclama que hable, que diga algo humano sobre la inhumanidad del genocidio, del holocausto, de la Shoah. Pero Heidegger no habla. No responde. Sin embargo, el hombre cuya máxima era “Un saber que no pregunta es un saber estancado, anquilosado en la impresión”, debe responder. Aunque, por otro lado, no respondiendo, no hablando, mantiene intacta la coherencia de sus postulaciones, como un acting perpetuo: Es la nada misma la que habla a través de él cuando no habla.

Incluso hasta su antigua amante, Hannah Arendt,  la creadora de “la banalidad del mal” habló de su silencio; y habló también de cuando hablaba del nazismo y hacía cosas despreciables en contra de sus colegas. Al final de la guerra, Hannah le escribió una carta furibunda a Karl Jaspers donde llamaba a Heidegger un criminal en potencia, por cómo había tratado a Edmund Husserl durante los años treinta.

De todos modos, la falta de palabras en un pensador como Heidegger, en un hombre que construye mundos con la fuerza y la solidez de las palabras es lo que produce más ira y exasperación. Sin embargo, este desconcertante y arrogante mutismo es el que permite también la posibilidad de abrir una dolorosa revaloración crítica sobre el lugar que ha tenido en la historia de la filosofía. Y al mismo tiempo, preguntarse si su mezquindad y falta de sentimiento humano puede coexistir en el mismo espacio utilizado para la reflexión filosófica sobre el acontecer espiritual del ser-humano.

Por alguna incomprensible razón, Heidegger enclaustró su ser en las tinieblas del mutismo, y desde allí vociferó esa nada -colmada de presencia- como si fuera un grito desgarrador y silencioso. Es la ausencia de palabras lo que le hace a Heidegger perder la senda y perderse en la senda[6]. Tal vez el único camino que encontró para no tropezar con el recuerdo de lo que hizo, y aparecer ante los ojos del mundo tal cual es. Porque silenciar es también un modo de ocultar, de esconder y de encubrir. Y es  a la vez, lo que lo hace des-aparecer en el bosque de los olvidos. Lo que le asegura un camino directo hacia la nada y hacia la imposibilidad real de llegar alguna vez algún lugar, algún recuerdo, alguna verdad que ilumine la razón de su ser nazi.

(Un fragmento extractado de Ensayo para una biografía del Dr. Jean-François Le Benard)


HUGO CUCCARESE




[1] Esta expresión es la base y el sustrato filosófico sobre el que Le Benard terminará edificando, unos años después, los pilares de un nuevo libro, esta vez, uno de una envergadura monumental al que llamaría, justamente por este mismo hecho, “La historia universal del sonambulismo”.
[2] Archiméde, Juliette, Le mystère del Dr. Jean–Le–Benard. (Edición del autor, París, 1970), Cap. VIII, p. 47.

[3] Le Goff. Laurent, Études Lebenardiennes, París, 1964, C. II, p. 89.

[4] El partido nazi adoptó formalmente la esvástica (Hakenkreuz en alemán), una cruz de cuatro brazos doblados en ángulo recto, la forma más antigua del signo de la cruz, como su símbolo en 1920. Es un símbolo sagrado para el hinduismo, el budismo, el jainismo y el odinismo. Su símbolo fue impreso en el corazón de Buddha, y por eso se le ha denominado “Sello del Corazón”.

[5] La palabra “esvástica proviene del sánscrito Svástica, que significa “buena fortuna” o “bienestar”, ya que Svasti era en la India lo que entre los cristianos es la ceremonia de la Salutación.


[6] Alusión al famoso libro de Heidegger Sendas Perdidas (Holzwege, que literalmente significa “Caminos del Bosque”).

[7] Alusión al famoso libro de Heidegger Sendas Perdidas (Holzwege, que literalmente significa “Caminos del Bosque”).