miércoles, 15 de marzo de 2017

MAYO DEL 37 - EXPOSICION INTERNACIONAL

No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles
porque no nos atrevemos a hacerlas.
Séneca

La Exposición Internacional del Arte y la Técnica en la Vida Moderna abarcaba una superficie de más de 100 hectáreas y contaba con la participación de 52 países, además de Francia. Situada en París, ocupaba el barrio que se extiende desde la colina de Chaillot hasta la plaza de Sena.

El 4 de mayo de 1937 el presidente Francés, Albert Lebrun, inauguró  en París la “Exposition Internationale des Arts et des Techniques appliqués á la vie moderne”. El palacio del Trocadero fue demolido para construir el palacio de Chalillot, alojando parte de la exposición, regulada por la Oficina internacional de Exposiciones. El gran evento se convirtió en la excusa perfecta para que los gobiernos de los países entrados en conflicto pudieran realizar silenciosamente trabajos de inteligencia sobre el mentado “Asunto Dragón”.

En el pabellón español, figuraba la gran obra pictórica: el Guernica, de Pablo Picasso, un auténtico testimonio de la destrucción  de un pueblo del país Vasco por la aviación alemana. También se exhibían obras de Joan Miró y otros artistas de vanguardia. En el pabellón Ingles,... Curiosamente, los pabellones de Alemania y la URSS quedaron situados “frente a frente”. Estas dos grandes potencias se esforzaban en presentar sus mayores conquistas tecnológicas en pos de competir por la supremacía y el prestigio de sus respectivos regímenes.

Los franceses estaban orgullosos de su colección de arte, de la cual resaltaba la magnífica obra de Raoul Dufy, un fresco de 600 metros cuadrados, titulado El hada de la electricidad.  Sin embargo, su mayor ostentación de belleza y poder artístico era El hueso de dragón, considerado una de las obras de arte más antigua que existían sobre la tierra. La auténtica reliquia de origen chino (poseedora de un valor incalculable) se halló desde su descubrimiento en manos de Francia, dado que el primero en poder descifrar sus impenetrables criptogramas había sido un destacado lingüista francés.

China, por su parte, celosa de su patrimonio cultural, no tuvo más remedio que exhibir en su desolado pabellón una tetera de porcelana tou–ts`ai, del período Yung–cheng (1723–1735), de la dinastía Ts`ing: una reliquia insignificante que palideció en comparación con los 4000 años de antigüedad que acusaba el afamado Hueso que, irónicamente, era exhibido enfrente de su pabellón.  Sin duda, el pabellón de Francia, gracias al magnetismo natural del hueso de dragón,  fue el que mayor cantidad de público atrajo el día de la ceremonia inaugural.

No obstante, una de las mayores atracciones con las que contaba el pabellón del país anfitrión, además del deslumbrante hueso era la presentación de la Traducción Original. Aquella misma que llevaba en el maletín el mariscal Fosch, y que había entregado en secreto en el vagón cuando firmó su rendición ante los franceses.  El documento ultra secreto que, según la afirmación de algunos intelectuales de prestigio, había sido la causante de la Primera Guerra Mundial, ahora, casi veinte años después, convertidos en una valiosísima pieza de arte histórico, se hacía público ante el mundo por primera vez.

Lo que por aquel entonces muy pocos sospechaban era que la segunda parte de este valioso documento ya había sido traducida también. Estos, tampoco ignoraban que el genial intérprete del hueso era nada menos que el sobrino del mismísimo François Le Benard, el primer filólogo que investigó los milenarios pictogramas del mentado hueso, ni bien fue desenterrado de las canteras del Río Amarillo, en China. Agentes de inteligencia alemana, rusa e inglesa, buscaban por todos los medios conseguir el valioso documento, pero el eminente criptógrafo francés, Jean Le Benard, no cedía ante las ofertas “indirectas” provenientes de los agentes camuflados, infiltrados en la mencionada Exposición.  Su situación era un tanto delicada, y había llegado a un punto de su vida en el que no estaba dispuesto a negociar su felicidad, por un poco más de fama de la que ya tenía. De este modo, y sin buscar más problemas,  mantuvo absoluta reserva frente a los curiosos que se le acercaban con la excusa de  conocerlo y felicitarlo. Todos decían haber conocido al genio de su tío François, y muchos de ellos, conociendo el escándalo que había tenido con Mata Hari, y su posterior desaparición de la arena publica, preguntaban acerca de su paradero. Pero Le Benard siempre se limitaba a contestar:

“Él está muy bien, gracias. Está descansando. Y les manda saludos a todos”.

La mayor parte de los representantes de los 52 países que exhibían su más preciada colección de arte y técnica, sospechaban que Le Benard (Jean), tenía los conocimientos suficientes como para haber realizado la interpretación de la segunda parte del hueso (incluso, varios miembros del gobierno Francés lo sospechaban lo mismo), pero, en realidad, nadie contaba con pruebas contundentes en este sentido. No obstante ello, a pesar de tal incertidumbre, las autoridades de todos los países no apartaban sus ojos del misterioso “Docteur tradouctiôn”. El famoso descifrador del Hueso de Dragón contaba en sus espaldas con la sombra de varios agentes encubiertos que, según se rumoreaba por entonces, seguían sin descanso cada uno de sus movimientos.

Finalmente, todos se hicieron presentes en la Exposición Internacional de París, dominada por la exasperante tensión internacional que  reinaba en el lugar gracias a la dura oposición ideológica que significaba tener enfrentados en los pabellones a la Alemania nazi y la Unión Soviética,  con la misión explícita de encontrar el documento confidencial más importante del momento. Pero lo que nadie logró imaginar en ese momento es que dicho documento no se encontraba en ningún pabellón de la Exposición, y por una sola razón; el documento se hallaba en la cabeza del Dr. Le Benard.

El destacado criptógrafo francés, envuelto en una atrapante nube de misterio se hallaba más vulnerable, y al mismo tiempo, más protegido que nunca. Nadie se atrevía a tocar al hombre que podía revelar al mundo los secretos del dragón, ya que él era el único que tenía el poder de tener en su poder la traducción definitiva del milenario hueso. Todos sabían que si desaparecía el traductor, también desaparecía la traducción. De este modo, Jean Le Benard, trasformado por la ambición de sus propios perseguidores en un moderno hierofante, en iniciado en los misterios del milenario hueso, terminó siendo –él mismo- el único intermediario entre los hombres y los impenetrables pictogramas. El hombre detrás del velo de seis mil años de antigüedad, capaz de poder revelar el mensaje de aquella sagrada e impenetrable Escritura.


Por aquel entonces Le Benard era retratado por algunos sectores políticos-religiosos como si fuera la reencarnación del mismo Moisés, y el hueso de dragón, comparado con las bíblicas  tablas de piedra de la Ley.

Por 
ESTEBAN THEODOBALDO

sábado, 9 de abril de 2016

LAS TRES LETRAS CHINAS DEL AMOR

¿Abrazando los recuerdos o recordando los abrazos?


Lo que sorprende de este video tan conmovedor, tan lleno de poseía y tan bellamente realizado es el modo en que la chica aborda el momento en que se encuentra, cara a cara, con la falta y con la pérdida. Un modo inusual y sorprendente. Una forma, tal vez, -diferente-, de luchar por amor.

                                    

El amor
no sólo son palabras que se dicen al azar,
por un momento y sin pensar.
Son esas otras cosas que se sienten sin hablar,
al sonreír, al abrazar,...
Julio Iglesias
Los suspiros son aire, y van al aire
Las lágrimas son agua, y van al mar
Dime, mujer: cuando el amor se olvida
¿sabes tú adónde va?
G. Adolfo Bécquer

I
LA NARRACIÓN


L
a mañana se abre tenuemente entre los brazos de una joven y bonita muchacha oriental, que despierta en su cama notando con tristeza la ausencia de su amor. Es “El fin”, rezan los dos caracteres chinos a un lado de la pantalla.

S
e levanta el telón, y el novio le extiende con displicencia los papeles de divorcio sobre una mesa desierta. Cuando ella ve la hoja silenciosa y ese hueco blanco y espantoso esperando de su puño la letra de un adiós, una angustia incontenible se revela en su rostro acongojado, en sus ojos lagrimosos, y en su voz entrecortada cuando junta fuerzas y le dice: “Muy bien, voy a firmar. Pero tengo una última condición. ¿Me puedes abrazar una vez al día, por el resto del mes?”. Él, con cierta incomodidad, desvía la mirada y con un dejo de fastidio, murmura descarnado: “¡Ah!”. Luego recoge sus cosas con total frialdad, se levanta de la mesa como si nada hubiera pasado, y se marcha de la habitación dejándola así inmóvil y abatida, con la mirada  hundida en la misma nada,  en esa negra desolación que ha dejado él tras sus pasos, tras su ausencia.  Solo dos segundos dura la lúgubre escena. La  esmirriada figura a la chica quedará allí, cabizbaja y en penumbra, aletargada en el tiempo, con el cuerpo desgastado y marchito como una rama hueca,  con el torso duro y seco inclinado sobre la silla, y el alma abrumada por ese amor que ya nunca estará.  

A
l día siguiente comienza la propuesta. Ocurre en la terraza de un lujoso edificio, al amparo de colosos y mudos rascacielos, mientras ella espera y contempla el anillo de matrimonio. “Faye” –susurra él, sin saber bien qué hace allí-. Ella oye su voz y se da vuelta. Ella sí sabe porque se encuentra allí. Se encuentra allí porque recuerda. Por eso ella le dice: “Fue en este mismo lugar donde me propusiste casamiento”. Él otra vez se vuelve a incomodar, y se aparta del lugar desviando  la mirada hacia las nubes pasajeras. Hasta le recuerda ese gesto romántico que tuvo cuando se inclinó a sus pies y le  entregó la alianza. Pero es inútil, las palabras de la joven rebotan contra el impertérrito semblante de su enamorado, cada vez más rígido e inanimado. Los  reclamos de la joven parecen agobiarlo, y se  encoge de hombros, y con un lánguido bufido asiente con renuencia. Cuando le recuerda que quería pasar el resto de su vida con ella, él mira alrededor como descolocado, como buscando dónde desaparecer. Entonces ella se acerca y le musita, casi con un tono de súplica: “Por favor, abrázame”. Él se queda asombrado,  mirándola unos instantes con incredulidad. Luego inclina la cabeza y la toma entre sus brazos, incómodamente. Tarda en abrazarla. Lo hace lentamente. Pero al final, sus brazos y sus manos adquieren una fragilidad desbocada, impensable, y acaricia su pelo con exquisita suavidad. Pero de pronto ella se aparta bruscamente y se aleja como si nada. Él la observa aturdido, pero impertérrito, desde su fría y altiva torre de indiferencia mientras su frágil alma de enamorada se dobla bajo su propio aliento como una hoja de bambú. Ella se humilla ante la insensible mole de concreto; pero no se quiebra. Lo duda unos instantes, y se marcha sin decir adiós.

L
uego viene “El voto”. Una escena maravillosa. Una de las más exquisitas y ricas en significación. Creo que es la que mayor fuerza dramática le da a la historia de la pareja.  Es esa en la que sus cuerpos se abrazan cálida y tiernamente en la explanada del muelle. Es ella la que con su demanda de amor lo ha llevado a él hasta allí, hasta la orilla del río, cuando corría la tarde y su aliento agitado le hace decir: “Hola. Lo siento”. Ella le dice, y casi en un tono de reproche: “Aquí fue donde me dijiste que me amabas por primera vez…”. Él se queda confundido, desolado, buscando las palabras que no halla en su interior y que jamás llegan a su boca; y envuelto en resignación, desvía la mirada y toca los candados con inscripciones amorosas, atados a una gruesa reja de metal, a ese indestructible tejido de votos y juramentos que se halla en primer plano sobre el eterno río, -tal vez lo único eterno allí-. Busca y toma uno entre sus dedos. El que lleva tres bellos ideogramas con la promesa de amor eterno grabada en él. En ese momento se ve la cara de la chica, como adormecida, como entrecerrando los ojos y conteniendo en los labios un imperceptible rictus de satisfacción. Es muy breve; pasa desapercibido. Pero el mensaje es claro: su rostro está ensoberbecido. Es como si al cerrar los ojos hubiera exclamado para sus adentros, ¡voilá!, ¡se ha conmovido! Entonces él, como si escuchara aquellas plegarias inconscientes, gira la cabeza y queda en primer plano -totalmente consternado-, mirándola como si hubiera descubierto (o recordado) algo trascendente. De pronto la cámara se aparta, y en un encuadre diferente se ve cómo los cuerpos se acercan y se abrazan. Detrás de ellos se encuentra la baranda metálica, cubierta de candados venecianos, y de fondo se halla el río. Ese río omnisciente y misterioso que desnuda con su paso la verdad del corazón, la voz que flota entre los cuerpos, atorada en la garganta de los enamorados. Es como fuera la vida misma la que estuviera fluyendo en ese momento, detrás de aquellas almas desoladas, abrazadas a la nada, a un presente que se niega a querer irse. La escena es conmovedora: la fotografía es blanco y negro para recordar al espectador lo que ya no se encuentra allí; la suave cadencia de la melodía, la deliciosa y susurrante voz de la cantante sobre el murmullo de las olas, el abrazo cálido, y los candados encordados flotando sobre la corriente del agua, es la imagen perfecta de lo que el río se llevó

M
ientras él sostiene en el abrazo sus promesas incumplidas, y con su amorosa mano cubre la retinta y lacia cabellera, ella se adormece entre sus brazos tiernamente. Y otra vez aparecen los candados delante de sus ojos, aferrados al mágico entramado, a esa red simbólica sobre la que alguna vez saltaron por amor. Es como si aquellas cerraduras representaran los nudos de su amor y fueran sus propios corazones, aferrados en la nada, los que hubieran quedado allí, en primer plano, atrapados y olvidados en el tiempo, engarzados a una lábil promesa de amor, de amor eterno, pero que al final fue fugaz. Es como si fueran las viejas palabras de amor, o sus propias almas encantadas -o encandadas- las que ahora estuviera llevándose la corriente, cuando el telón negro cierra la escena y aparece en la oscuridad “El primer beso”, escrito con dos ideogramas.

L
a escena siguiente es determinante, y transcurre en la calle, durante la noche. Aquí parece haber un avance respecto de lo que la chica demanda, pues aparece -por fin- soltando sus lágrimas contenidas, mientras escucha detrás de ella un resoplar y una voz culposa que ahora exclama, con cierto temor: “Disculpa, me retrasé”. Ahora es él el que se muestra interesado, (el que puede recordar), ya que lo primero que dice es: “Vinimos a este lugar en una cita, ¿no es así?” Ella cambia de expresión y sonríe sorprendida: “¿Realmente te acuerdas? –le pregunta emocionada-. Este es el lugar donde nos besamos por primera vez”. Entonces, en medio del silencio, algo ocurre en sus miradas. De pronto todo desaparece a su alrededor, y sólo quedan sus ojos extasiados, brillando de felicidad. Hay algo de revelación que se transparenta en esta escena. Pues se miran a los ojos como si estuvieran descubriéndose a sí mismos, o desnudando algún secreto, alguna verdad, alguna letra impronunciable. Y otra vez se acercan y se abrazan. Él la rodea fuertemente con sus brazos, como si estuviera abrazándose o reencontrándose a sí mismo y, con infinita ternura, vuelve a deslizar su mano sobre su pelo mientras olisquea el perfume de lo que ha reencontrado ahí. La escena se cierra sobre la noche, y la noche rodea los cuerpos reconciliados de los tiernos amantes, nada menos que en el descanso penumbroso de una empinada escalera, como situando allí el lugar donde las almas enamoradas comenzarán a ascender.

D
e repente la oscuridad da paso a la mañana. Ahora la escena final transcurre en una terminal, con vista a la bahía.  Ahora él es el que mira el reloj con ansiedad, y ella la que se retrasa. La gente pasa a su alrededor, y es él el que la espera. Y la espera tal vez porque ahora sabe lo que espera -en esa dulce espera- sin saber lo que le espera. De pronto aparece entre la gente, alegre y animada. Y él, totalmente fascinado, con la cara iluminada, sonriendo como un Buda enamorado, la recibe entre sus brazos como el día recibe al nuevo sol. Pero ella interpone su mano y lo aparta de inmediato, con inquietante expresión. -Impensable-. Por primera vez rechaza el abrazo, y él se queda congelado, abstraído, con la mirada suspendida en ningún lugar. De pronto, resuelta y decidida, saca los papeles de divorcio, y con una sonrisa brillante, le dice: “Ya firmé”, y se marcha. Se marcha, dejándole sus ojos oblicuos y sonrientes, clavados en su desencanto. Él mira los papeles y se queda anonadado. Ella se pierde entre la gente mientras lentamente se obnubila la pantalla  y aparecen dos letras chinas que recuerdan “El comienzo”.

E
ntonces se ve el momento del tropiezo. El instante en que sus cuerpos trastabillan al chocar. Cuando ella se agacha y le ayuda a recoger las carpetas que llevaba entre sus manos, sus miradas se cruzan silenciosamente por primera vez. Él la mira sutilmente. Y con un dejo de vergüenza inclina la cabeza. Pero ella es risueña y espontánea, y no vacila; le regala una sonrisa grande y generosa, y se marcha sin hablar. Pero al dar unos pasos entre la gente, voltea y lo mira nuevamente. Lo mira y le sonríe. Él se queda pensativo. Absorto. Entonces hay algo que, como una revelación freudiana, parece comprender súbitamente: ¡Es la sonrisa! ¡Sí! ¡La sonrisa! Esa sonrisa que llegó para iluminar su corazón el día que la conoció es la misma sonrisa que ahora se está yendo de su vida para siempre. La escena que se muestra en flashback, en este momento, no es para nada casual, revela lo fundamental: así comenzó el amor para esta joven pareja, recogiendo papeles del suelo; y así –irónicamente- terminaría; firmando los papeles de divorcio. Todo cierra y todo fluye aquí con absoluta naturalidad, pues es el río el que está escribiendo el amor en la historia de estos personajes. Y es allí cuando despierta; y como de un sueño eterno. Cuando murmura su nombre al son de un tren que se está yendo del andén. Por eso corre tras de ella. Por supuesto, con los papeles del divorcio firmados en la mano. Corre tras el dulce amor que se le escapa como agua entre los dedos. Corre porque sabe que la noche ha dado paso al nuevo día, y lo que el río una tarde se llevó, lo ha  devuelto nuevamente la mañana. Es el deseo lo que aparece en su desgarrado tono de voz, cuando le grita con el alma, aferrado a sus papeles: “¿Puedo abrazarte mañana nuevamente?”. Entonces ella se detiene, se da vuelta entre la gente, y lo mira brevemente. Pero su rostro es indescifrable. Es allí cuando el negro telón de la pantalla cae sobre los ojos del espectador, donde cuatro letras chinas nos revelan el mensaje: “No dejes escapar el amor”. 

C
uando la oscuridad se va de la pantalla y la imagen de la chica reaparece ante nosotros, radiante y expresiva, es la ceguera la que ha caído de los ojos, la venda que ha dado paso al despertar, al porvenir de un nuevo amor. La silueta recortada de su delicado y gracioso perfil, ahora luminosa y pletórica de vida, mirando y sonriendo hacia un horizonte imaginario, permanece unos instantes nada más ante nuestra propia mirada (que es la mirada de él). Luego se da vuelta, y se aleja lentamente. Su atezada y abundante cabellera fluye ante nosotros con una cadencia que transcurre, como ese río sabio, manso y silencioso, que sus pasos evocan al andar. Al despedirse.  Al reencontrarse.

II
LA INTERPRETACIÓN


E
l  camino que construyen estos jóvenes enamorados hacia una posible reconciliación se basa en rememorar aquellos momentos y lugares donde se declararon su amor. En el cruce de esos dos vectores (tiempo y espacio) es donde el sujeto puede anclarse en el discurso cuando pone en acto la palabra que lo traza y que lo nombra. Es en ese famoso “aquí y ahora” del que se habla en el budismo zen y que se presenta aquí, revitalizado, en boca de esta joven pareja de orientales, donde algo del orden de  la verdad queda dicho en el transcurso de esta historia.

Para el psicoanálisis la verdad tiene estructura de ficción, y se encuentra lejos de oponerse a la mentira. “Verdad” viene del griego alétheia, cuya traducción literal es a–léthe, “no olvido”. Un concepto que Heidegger traduce justamente como “des-ocultamiento”.

Si la chica apela al “recuerdo” como estrategia de reconciliación es porque sabe que la única manera de reencontrase con el otro es tratando de rememorar la verdad que se encuentra “olvidada” en aquello que no se habla, es decir, la verdad que está “oculta” en las palabras que no se dicen.

“La china sabe griego”, podríamos decir de alguna manera, pues ella sabe que “verdad” significa “no olvidar”, por eso le hace recordar a su pareja cada uno de los momentos en que puso en acto su deseo, con la intención de ir des-ocultando la verdad  de lo que siente por ella.  Así se va des-cubriendo o des-corriendo a lo largo de la historia el velo que cubría el amor “oculto” en cada una de las palabras en que él sostenía sus promesas de amor.

Dicho esto, cualquier mujer occidental leería la actitud de esta muchacha china, abatida por la muda y despreciativa insensibilidad de su novio,  como una especie de sumisión, de sometimiento, y por lo tanto, como una forma de mendigarle amor. Sin embargo, para ella no es así. En absoluto. No es así porque no es eso lo que se está poniendo en juego cuando ella le  propone “el abrazo” (con el recuerdo de la verdad dicha a medias incluido) como  condición para “cortar”, supuestamente, el vínculo que los une.  Lo que ella hace allí es algo inaudito para el pensamiento femenino, para la  forma que tiene la mujer de ver al hombre en la cultura Occidental; para la forma de vivir su “ser mujer”, y esa lucha de poder que se le juega con el amo, en el discurso del amo, ese lugar en el que históricamente ha ido a parar al ubicarse, para el otro, en  posición de objeto de deseo.

En este caso, es una joven de origen oriental, estructurada en una lengua que no se flexiona, cuyos caracteres designan acciones y no sustantivos; con una cultura de cuatro mil años de tradición filosófica y una escritura ideográfica más cercana a lo real, totalmente diferente a la nuestra, la que puede soportar estar en un lugar así, estoicamente valiente, sin sentir que está en-menos o en falta frente al otro, es decir, cosificada.  (No olvidemos que, a diferencia del idioma chino, estructurado más como un tejido ideogramático, donde lo que se dice siempre está puesto en acto, el principio de la gramática occidental es “yo”, cuya posibilidad de significación es infinita, una lengua figurativa donde todo quiere decir otra cosa).

La chica no ve ni siente su propuesta como una humillación, ni como una forma de arrastrarse o denigrarse o algo similar, como sí podríamos verlo y sentirlo nosotros con ojos de occidentales, y eso es lo que más impacta al ver este video. Los orientales, con sus ojos rasgados y su milenaria sabiduría, pueden ver el mundo de una manera muy diferente a como podemos verlo nosotros, con la mirada del sujeto cartesiano y la espacialidad euclidiana anclada en el formalismo aristotélico. Recordemos que la posición de la mujer en el mundo también es una construcción cultural. Las histéricas de la época de Freud no son las mismas que las que hay hoy en día.

Lo que hace aquí esta joven y lánguida enamorada es simplemente invitarlo a recordar. A recordar cada uno de los momentos y de los lugares en los que él dio “su palabra de amor”.  Pero no en el sentido común y corriente de hacer promesas con el hueco farfullar, con esas palabras vacías que se lleva el viento cuando hablamos por hablar, sino por el contrario, ella lo hace como una invocación al sujeto del inconsciente, a ése que puso en juego su deseo al dejar escrito su amor en el candado.  Y el candado no es otra cosa que el lugar donde la letra queda escrita y encerrada, engarzada en el discurso amoroso, representado aquí por el tejido o “encordado” de metal. (Lacan jugaba con encords en en-corps, “encordado en cuerpo”, el cuerpo es como un encordado, un entramado, de allí su corpsistencia).  Porque, como decíamos, en el recuerdo se juega algo de la verdad para el sujeto que logra decirla -como debe decirse para que aparezca revelada y luminosa ante nosotros-; a medias.

El candado es el semblante. La metáfora perfecta de los corazones  abrazados a la plenitud de la nada. Sin embargo, la escritura que aparece esculpida en él es de fantasía, no tiene ningún sentido, no existe más que en el discurso de los enamorados, como una expresión de amor.  En realidad, esos tres signos ideográficos no representan el nombre de la persona amada, tampoco es una fecha de compromiso, como se hace cuando se graba sobre una alianza. De hecho, las tres letras chinas del candado no significan nada, (es solo el nombre de la fábrica donde los hacen, y se pronuncia fei o fui), lo que demuestra que solo están allí para ser leídas de otro modo.

Los tres misteriosos caracteres que desbordan la pantalla y la imaginación del espectador, discurriendo sobre río con su primerísimo plano  son parte del discurso amoroso, y revela el lugar donde ellos, cada uno como sujeto, ha logrado escribir algo del orden del amor. Por eso se encuentra allí, encadenado a la urdimbre de ese mágico telar, cuyo entramado recuerda el cuerpo del lenguaje, donde las palabras que se dicen –como dice la canción, al sonreír, al abrazar…- el viento no se las lleva.  

Recordemos pues que el candado que él toma entre sus dedos ni siquiera es el que tiene forma de corazón, lo que demuestra que eso no tiene nada que ver con la imagen o con un símbolo de amor; lo que se está mostrando allí  es otra cosa. El que los tres caracteres estén vacíos de sentido y  no tengan nada que ver con nombres, fechas o mensajes,  quiere decir que esas letras están allí, escritas en ese lugar (que es siempre el lugar del otro) solo para poner en juego un agujero, una falta. Pues es eso mismo de lo que se trata y por lo cual la chica lo ha llevado allí, para confrontarlo con esa misma falta, con esa falta en ser que él mismo se niega a reconocer. Por eso, inmediatamente después de contemplar en el candado aquellas “tres letras de amor”, voltea y la mira anonadado, totalmente ensimismado, con ojos de quien ha despertado ante una súbita Revelación.

Cuando al final la chica se separa bruscamente de él y “rompe” el abrazo, (casi como una forma velada de romper ese candado) para entregarle la firma que él mismo le demandó, funda con este gesto el lugar del corte, allí donde su enamorado tendrá oportunidad de re-aparecer y de re-presentarse como sujeto.

Por eso cuando ella logra su cometido y firma el divorcio, escribe la letra que abrirá el candado mágico y los liberará de un compromiso que ya no se quiere sostener. Pero es allí justamente cuando ha tenido efecto la práctica de este tratamiento (casi “terapéutico”, podríamos decir) de “abrazar-recordar”,  a partir de ese momento, emerge en él las ganas de volver a abrazarla y estar con ella. Especialmente cuando despierta y comprende que son los abrazos (la unión de los cuerpos, los que hacen de dos Uno, formula platónica del amor) los que ahora le harán verdaderamente falta en su vida. De allí que al final manifieste el deseo de tener con ella “un abrazo más”. Por eso, la pregunta que permanece suspendida en el final de esta historia es muy significativa para el destino de estos jóvenes enamorados, no solo es por la continuidad de la pareja, sino por el deseo que los habita y por la construcción de un proyecto en común. Se plantea como una fórmula simbólica de tres letras (Recuerdo-Abrazo-Amor), y traducida al lenguaje cotidiano sonaría más o menos así:

¿Abrazaremos el amor o recordaremos los abrazos?

Les presento: 
mi ex maestro de idioma chino
                                                                                                                                                                    HUGO CUCCARESE

EL BESO DESGARRADOR

He aquí el breve análisis de una escena de un capítulo de la telenovela más exitosa de la historia de la televisión argentina, Rolando Rivas, taxista. Creada en la década del ´70 por Alberto Migré, uno de los libretistas más grandes y reconocidos de Argentina.

A él, -a Alberto Migré-, van estas humildes líneas. A modo de homenaje.


“Alguien como usted  da rabia, da envidia, da miedo, Rivas. Miedo de que todo lo que es no sirva para poner a salvo esa cosa tan difícil, caprichosa; tan problemática
y asediada, que muy pocos logran enteramente, y que es la felicidad.”
Juan Marcelo, (el personaje de Rolando Rivas, Taxista)


LA ESCENA
Rolando Rivas (Claudio García Satur) es el taxista, el protagonista de la novela. Mónica Helguera Paz (Soledad Silveyra) es la preciosa, refinada y cautivante señorita de 17 años, novia de “Rolo”. Y Juan Marcelo (Arnaldo André)  es la contrafigura  de Rolando, el hombre que se convierte en el tutor de Mónica -tras la muerte de su padre-, el apoderado directo de todos sus bienes y responsable absoluto de todo cuanto le ocurra en su futuro.

   (La escena analizada aquí se encuentra más o menos por la mitad de este video. 
Haga clic para verlo)

La escena comienza en el dormitorio de Juan Marcelo,  cuando éste termina de tomar su café y enciende un cigarrillo.
-¿Algo más, señor? –le pregunta el mayordomo.
-No; nada más, Gonzalo. Hasta mañana.
-Buenas noches, Señor –contesta. Da unos pasos, abre la puerta y le dice: Y gracias.
-¿Gracias? –repite con el cigarrillo entre los labios.
-Por querer tan bien a mi niña Mónica.
Juan Marcelo lo mira pensativo. Luego se para frente al espejo, y se queda unos instantes contemplando el arañazo que Mónica le hizo en la mejilla. Cuando pasa sus dedos por el pequeño rasguño, una voz de fondo comienza a entonar melódicamente su nombre, como si fuera el último estribillo de una canción especialmente dedicada: “Mónica... Mónica... Así... A… si...”.
En ese momento golpean la puerta. Él se da vuelta y dice: Sí, Gonzalo. ¿Qué? Entre.
La puerta se abre. Pero es ella: No soy Gonzalo –murmura.
Él lanza una bocanada de humo y dice: Sí, te estoy viendo. ¿Qué pasa?
-¿Puedo pasar?
-No es muy discreto que digamos –contesta, tratando de mantener distancia-. ¿Qué necesitas?  
-Algo que ni te imaginas –responde misteriosa-.

Es allí cuando comienza la escena, propiamente dicha. Cuando ella entra a su habitación (muy a su pesar) y le dice que siente remordimiento por lo que pasó.
-Pase y deje la puerta abierta –dice él en tono imperativo-. A ver. Cuéntele, cuéntele al tío sinvergüenza. …
-¿Me perdonas? –Musita, ella, como una alondra.
-Sí.
-¿Pero en serio me perdonas?
-Pero sí, claro que sí.
-Yo… yo te traté muy mal y te…
-Oh, no, déjate de pavadas.
-No, qué pavadas. Dejáme ver.
-No, es un rasguño, nada más. No tiene importancia.
-¿Qué rasguño? Rasguño de gata peluda eso es lo que es. ¡Dale, dejáme ver! Pero dejáme ver, Juan Marcelo. Entonces lo mira con sus ojitos negros y atrevidos, y exclama: Uy,.. perdóname… ¿No te lo curaste?  
Mónica, como la niña de bien que es, caprichosa y malcriada, insiste en curarlo de la herida poniéndole alcohol, colonia, agua oxigenada… lo que sea, con tal de remediar el daño que han causado sus afiladas uñas de gata, pero Juan Marcelo, en cambio, no quiere que se le acerque, ni siquiera quiere que lo toque. Juan Marcelo la ama. Y al comprender que no es correspondido, hace hasta lo imposible por alejarse de ella. Pero es inútil. La adolescente y terca muchacha insistirá hasta salirse con la suya.  
-Pero no insistas –repite él-, está bien así.
-No, no me digas que está bien. No me lo digas para conformarme. Te juro, Juan Marcelo, ese rasguño que vos tenés acá -y se señala la cara-, yo lo siento acá adentro –y se señala el pecho-, en el alma. Pero él se mofa de ella, diciéndole: Andá. Andá a la cama; alma arañada. No discutamos más. Vaya.
Ella camina con renuencia hacia la puerta, pero antes de abandonar la habitación, se da vuelta y le dice: ¿Sabes qué pasa? Que este poquito de felicidad que estoy viviendo ahora te lo debo a vos y… mirá como te pago. … Yo  no voy a poder dormir hasta que vos me digas que realmente me perdonas. Juan Marcelo… yo… te quiero mucho, ¿sabes? Mucho te quiero. ¡Muchísimo!
Él, por un breve instante, permanece imperturbable. Absorto, conteniendo la respiración ante aquella inesperada revelación. Como tratando de digerir ahora las palabras que su corazón jamás han querido escuchar. Y solo atina a balbucear: Gracias.
Y agrega, ella, ya para calar más hondo en la herida que ha ocasionado aquella confesión-: En serio, mirá. Ni siquiera papá, en todos los años me pudo dar la felicidad que vos en tan poquito tiempo me diste. …
-Anda a dormir –le ruega-. Andá.
-No, no. Yo no me voy a dormir si no me dejas hacer una cosa.
-Decime. ¿Qué?
-No, no; sin decirte nada. Vos cerrá los ojos.
-Ok. Ok. Siempre tengo que darte la razón… –murmura, ya dándose por vencido-. ¿A ver?” Entonces cierra los ojos y se cruza de brazos.
Y en un breve instante, ella inclina su pequeño cuerpo hacia adelante,  en puntas de pie (porque él es más alto), y justo cuando él se presta a recibir en la boca el beso tan esperado, y cuando el mismo espectador intuye su llegada -pues la toma de tres cuartos perfil  pareciera así  anticiparlo-, ella se le acerca muy lentamente y, ¡plaf!, le da un beso en la mejilla. ¡Ya está! –Exclama con una sonrisa abierta y triunfante-. Era nada más que eso. ¡Chau! Y sale corriendo del cuarto dejándolo boquiabierto, anonadado, con su pobre alma enamorada suspendida en el penumbroso vacío de la habitación.   

Ese es el fin y el remate de la escena. Pero el epilogo no se hace esperar. Enseguida lleva su mano a la mejilla y, con la punta de los dedos acaricia suavemente el beso que le dejó sobre el rasguño, mientras  la melódica voz aparece nuevamente, para sonar de fondo y recordarle el nombre de su amor, que ya se ha ido: “Mónica... Mónica... Así... A… si...”.
Ahora su rostro pensativo ha quedado en primer plano, y la voz cantada desaparecerá para dar paso a su propia voz. Levanta la vista débilmente, y dirigiéndola hacia la misma pantalla, casi como si estuviera mirando fijo a los ojos del  espectador,  musita tristemente, casi con un dejo de ironía: Ni siquiera se dio cuenta… que así me hizo más daño.

EL ANÁLISIS

La escena comienza cuando ella entra al cuarto de  su joven y apuesto tutor. A partir de allí, todo irá fluyendo metonímicamente y desplazándose hacia el mismo punto ciego donde quedó suspendida la escena anterior, hasta formar un especie de rulo, de bucle, de vuelta de tuerca donde los personajes tendrán la oportunidad de encontrarse con la metáfora,  ahí, cuando estén cara a cara con el significante “rasguño.  La misma letra que Mónica dejó detenida en la escena anterior, cuando peleaba bajo la lluvia con Juan Marcelo. Fue allí donde tuvo una crisis  nerviosa al recibir la noticia de que Rolando había tenido un accidente con su taxi.

Mónica llega hasta Juan Marcelo movida enteramente por un arranque narcisista, con la sola intención de resarcir la culpa, la culpa de haberle causado el deseo. Porque ella lo ha lastimado a él, pero al hacerlo, -como el yo es un otro-, también se ha lastimado a sí misma. Ella pretende quitarse de encima esa angustia insoportable que le produce  haberse presentado ante él, sin amarlo, como objeto de deseo. Y ella piensa, muy ingenuamente, al mejor estilo histérico, que un beso suyo podría liberarla de esa pequeña y agobiante cruz que cuelga ahora de su aniñada alma de femme fatal. Pues, como empezamos a entrever aquí, hay otro mensaje que se desliza en su pedido de disculpa. No es solo el ataque de nervios la causante del rasguño, es lo que ella quiere decirle a Juan Marcelo pero no se atreve, no puede, -¡no quiere lastimarlo!- aunque irónicamente ya lo ha hecho, y en el transcurso de la historia no escatimará esfuerzos para hacérselo saber. Como en este caso.

Como decíamos, ella cree que podrá quitarse la angustia de encima entregándole un beso, como si fuera éste un beso redentor, un beso que logrará expiar mágicamente la culpa de saberse deseada, deseada por un hombre al que no ama. Pero este beso, decimos, de inocente apariencia, es en cierta forma un beso mortal. Y al espectador atento le llega como le llegó a Jesús el beso de Judas: el beso que llega para traicionar.

Sin embargo, no es éste como el caso del discípulo del Evangelio, el beso que anuncia la traición que ha de cometerse; este es el beso que se da para compensar la traición que ya se cometió. Pues donde él espera reciprocidad encuentra indiferencia. A su manera, él también ha puesto la otra mejilla; y el mismo roce de los labios fue de algún modo una cachetada. Otra forma de  lastimar, y de decir. Por eso al final pasa sus dedos sobre la herida; en el lugar donde fue a depositarse hipócritamente el beso sanador. Solo el espectador atento puede comprender la traición que el enamorado todavía no alcanza a vislumbrar en los labios de su musa.

Juan Marcelo sabe que su amor no es correspondido. Sabe perfectamente que sus sentimientos hacia ella triangulan con los de otro hombre que ya es dueño de su corazón.  Y tal vez sea esa  la causa por la que ahora se encuentre enamorado de  la novia de “Rolo”, su  imbatible  rival. El hombre al que admira y al que teme. Al que envidia, y al que de alguna forma, también ama. Por algo le dice la “tía Laura” en la escena anterior, antes de que Gonzalo entre a su cuarto: “¿La querés? … Sí; yo sé que la querés. Estás adorando ese rasguño que ella te hizo; en vez de curarlo”. Y él le contesta: “Presumo que ha de arder. Eso es todo”. –“Si la querés… –le dice ella-, ¿Por qué no luchas por ella?”
-“Te pido que te vayas a dormir” –le suplica él.  
“¿Pero no te das cuenta que todavía estás a tiempo de hacerlo, y de ganar? ¡De ganarle a Rolando Rivas!”

Durante el transcurso de la escena romántica se va evocando el recuerdo de una situación anterior, el episodio donde ella, en un ataque de nervios, le ha dado una bofetada al hombre encargado de cuidarla y protegerla. De allí que el clima amoroso se encuentre imbuido por aura de mística restitución, pues algo hay del mito cristiano,  del hombre traicionado con vileza, que parece estar flotando allí, entre las voces y los cuerpos de estos personajes.   

Es como si ambos estuvieran atrapados en el vano de un grito silencioso y no quisieran azotarse con el látigo de sus palabras. Para él es la palabra amorosa la que no puede pronunciar; para ella, es el desamor lo que no puede proferir. Él le dice que la ama, y ella le dice que lo quiere. En ese punto está el agujero, el abismo, el fatal desencuentro. Ellos mismos saben que el amor y el querer son caminos que nunca llegan a cruzarse, o que a lo sumo son como las paralelas, que solo se cruzan en el infinito. Porque sus palabras están amordazadas, y  ninguno de los dos quiere oír lo que el otro se muere por decir. Pero de todas formas, los dos se encuentran cara a cara en esta escena amorosa, gritándose silenciosamente su verdad. Una verdad que los corazones pulsan  por decir, pero ninguno de los dos se haya dispuesto a escuchar. Por eso cuando ella le dice que cierre los ojos, que le dará una sorpresa, y él –al igual que el espectador- cree que ha de llegar al fin un beso a su boca, y el beso llega, pero solo hasta la mejilla, es esto sentido por él como una doble traición, porque al final lo dice, y con todas las letras: Este beso me ha lastimado más que el rasguño.  

El rasguño en la mejilla es la marca del rechazo, y por lo tanto, la marca que denota la ausencia del amor. He aquí la angustia que va desangrando por dentro al hombre cuyo amor es rechazado con silenciosa furia. Es el frío beso de Judas el que ahora ha reabierto en Juan Marcelo su herida narcisista. Pues digámoslo de este modo: ése no es el beso que cura las heridas; ése es el beso que mata suavemente.

Mónica va a la habitación de Juan Marcelo, decimos,  dispuesta a librarse de la culpa. Impulsada por un afán -casi religioso-, con la expresa intención de expiar una falta que ha tomado en ella forma de pecado. En realidad, es el mismo Rolando quien le pide en la escena anterior que hable con él y le pida disculpas. Pero aun así, es ella la que pretende arrancarse la espina con un beso redentor; ese  aguijón  venenoso que lleva clavado en lo más hondo de su amor propio.

Hay un beso que él espera. Pero no va a la boca, solo toca su mejilla, allí justo donde las garras de la gata dejaron encriptado el mensaje, con palabras que ella no se animará a pronunciar frente a él. Pero parece que la condición para que Mónica  pueda quitarse el rasguño de su alma es dejándolo  estampado en el alma del hombre que la ama, que no es otro que el dolor que puede ocasionar las tan temidas palabras: “No te amo, Juan Marcelo”. En cambio, él sí; lo dijo en una escena anterior, cuando le estaba hablando y ella se fue corriendo de la mesa al recibir noticias de Rolando: “Lo quiere tanto como yo a ella”.

Tal vez las uñas encalladas en la piel de su mejilla hayan sido un intento por lograr este cometido. Por transmitirle este saber. Un saber que él ya sabía, y que  de todas formas se esfuerza en no querer saberlo. El televidente comprende fácilmente lo que el autor le está mostrando allí, pero el enamorado no, porque está ciego, ciego de amor, y él mismo se niega a escuchar lo que los labios de Mónica vinieron a decirle, a susurrarle, muy cerca del oído: “No es amor lo que siento por vos; es cariño”.

Como hemos visto, ella fue a dejarle un beso con la intensión de curarlo del rasguño, pero le dejó en cambio –y sabiendo que lo hacía, porque esa fue su única intención- una herida más profunda en  su interior. Ahora el joven descorazonado, desahuciado  al no ser su amor correspondido, tiene el alma más desgarrada que la piel de la cara. Su  sensibilidad cortada en pedazos, se nota, ahora más que nunca, a flor de piel.

La chica no es tonta, y el beso no es banal. Es absolutamente sincero, y fiel a sí mismo. El beso fue dado con toda la intención de gritar el cariño que su alma sentía por su enamorado amigo. Ella no es ingenua,-como él cree  al final-; tampoco maliciosa. Es motivada por un impulso inconsciente que sí sabe lo que hace. Es como si ella, con ese suave roce de los labios, le estuviera gritando en la cara con orgullo, con insolencia, y  por qué no con un dejo de crueldad, pero sin tomar plena consciencia de ello: ¡No ves que no te amo! Y al final él lo comprende. Lo comprende perfectamente bien cuando ella corre raudamente con su alma liberada, -purificada del pecado de no amarlo-, y se marcha de su cuarto dejándolo sólo y abatido, con un beso tibio en la mejilla y una  mueca desencantada en el desencajado hueco de la cara, ahora afantasmada por la espantosa ausencia del amor.

Por eso decimos que el beso sobre el rasguño es un beso desgarrador. Porque es un beso que lleva por destino lavar las heridas que ha dejado, en el alma del enamorado, las garras de esta culposa y gatuna muchacha, hundidas en lo más hondo del desamor.


HUGO CUCCARESE

sábado, 8 de agosto de 2015

Leonardo, El creador del Antileonardo

“…También recuerdo que en cierta ocasión, a mediodía, cuando el sol estaba en su cenit, abandonó con premura la Corte Vecchia, donde estaba trabajando en su soberbio caballo de barro, y, sin cuidarse de buscar la sombra, vino directamente a Santa Maria delle Grazie, se encaramó al andamio, cogió el pincel, dio una o dos pinceladas y se fue". 
Mateo Bandello, novicio del convento,
 sobre la ejecución de La Última Cena. 

“La Última Cena” es el título de una de las obras pictóricas más representativas del maestro Leonardo da Vinci. Casi mil quinientos años después de la llegada de Cristo, el artista florentino retrata una de las obras más famosas del mundo en la pared del comedor del antiguo convento de los dominicos de Santa María delle Grazie, en el corazón de Milán (Italia).


Pintura sin restaurar. (La “supuesta” obra de Leonardo)

Una obra muy particular

La obra pintada entre 1495 y 1498  es un enorme  fresco de 4,60 metros de altura por 8,80 de anchura, realizado con témpera y óleo sobre una preparación de yeso, en lugar de la técnica común del fresco. En 1495 Ludovico Sforza encargó a Leonardo da Vinci la decoración del refectorio, comedor de los monjes del monasterio dominicano de Santa María delle Grazie, en Milán, con un mural de La Última Cena. La obra debía ser una referencia de la relación entre la comida terrena de los monjes y la Eucaristía, la comida divino-espiritual.  Así empezó Leonardo  La Última Cena, que no acabó hasta 1498.
En aquella época, la técnica más utilizada para la realización de pintura en la pared era la del fresco. Pero este método requiere pintar rápidamente sobre el revoque aún húmedo al fresco. Y Leonardo, que era un gran perfeccionista, ante la magnitud de la tarea, quería tomarse su tiempo para trabajar cómoda y detalladamente sobre los rostros de los personajes y así poder dotarlos de la mayor expresión dramática. Fue así que desestimó el procedimiento del fresco, decidiendo realizar el mural empleando pigmento oleoso. Pero esta técnica es muy poco resistente, y pocos años después de su finalización empezó a deteriorarse.
Cuarenta años después, más de la mitad de la pintura se había malogrado, y para conservar la obra de arte, se decidió realizar varias copias, más o menos fieles al original, tanto en vida de Leonardo como después de su muerte. 
Actualmente, el mural que podemos observar  no es ni por asomo la sombra de lo que fue el original. Afortunadamente, algunas copias que realizaron sus discípulos se mantienen bien conservadas así como algunos de los bocetos que utilizó el maestro para su preparación. Y lo interesante es que Leonardo no eligió plasmar cualquier momento de la cena, sino uno de los más importantes; justo después de que Jesús anunciara que uno de sus apóstoles era un traidor, resaltando en cada uno de ellos sus reacciones de asombro, espanto y estupefacción.
Se dice que en este cuadro existen ciertos mensajes ocultos sobre la religión, que no podía ser mostrados en su época para que Leonardo no fuera acusado de hereje. Pero nosotros creemos que más allá de estos misterios simbólicos-religiosos existe en La última cena un misterio más grande aún; uno que encierra a la naturaleza de la pintura en sí misma, y de las desventuras que sufrido a lo largo de los años desde que fuera terminada.

La pintura caída en desgracia

La pintura, como todos saben, ha sufrido con el paso del tiempo los avatares de un extraño y desfavorable destino. Al estar realizada sobre yeso seco, la obra comenzó a descamarse tras su finalización. Durante los siglos XVIII y XIX se llevaron a cabo intentos  infructuosos de restauración  y conservación. Pero eso fue apenas el comienzo. Una larga seguidilla de infortunios marcaría para siempre el destino de esta extraordinaria obra.
Durante el transcurso de la guerra, las tropas de Napoleón utilizaron la pared para realizar prácticas de tiro, y en 1943 los bombarderos lograron arrancar el techo de la habitación, dejando la pintura a la intemperie durante varios años. También hubo varias inundaciones acaecidas en Milán que contribuyeron al deterioro de la obra, y la incorporación de una puerta en la sala en 1652, cercenó los pies de varios personajes del mural. En 1797 un ejército francés utilizó la sala como establo, deteriorando la obra aún más. Y en 1943 los bombardeos aliados pusieron su grano de arena en el progresivo deterioro de la obra. Después de todo, en 1977 se inició un programa de restauración y conservación que mejoró notablemente el mural, pero gran parte de lo que era la superficie original se ha perdido para siempre.
Tras largos años de intensa labor de restauración, el mural de Leonardo parece finalmente haber recuperado parte del antiguo resplandor que tenía originalmente. Ahora el fresco se presenta muy bien cuidado y conservado, aunque sus colores se han ido atenuando con los años, y puede ser contemplada como cuando el artista la pintó. Sin embargo, este es justamente el  punto que queremos destacar aquí, para preguntarnos, ¿qué es lo que ve el afortunado espectador cuando contempla ahora la pintura de 1497?[1]  

Leonardo, ¿podía no saber?

Se sabe que Leonardo utilizó una técnica nueva para la realización de la pintura. Y que en lugar de pintarla al fresco (sobre escayola fresca con pinturas al agua) empleó una mezcla de aceite y témpera sobre el muro seco. La pintura al fresco requiere decisión y rapidez de ejecución, puesto que cada sección de la obra debe completarse antes de que la escayola se seque (por lo general al cabo de un día). Cuando se concluyó, en 1497, el mural era una obra maravillosa, llena de fuerza, de tonos vivos y radiantes. Se cree que si Leonardo lo hubiera pintado al fresco, se habría conservado intacto. Pero ya en 1517  la obra estaba muy deteriorada, y a lo largo de los años sufrió diversas restauraciones.
Irónicamente, la misma técnica que le permitió a Leonardo trabajar en el mural con su acostumbrada tranquilidad fue la misma que terminó destruyéndoselo, y al poco tiempo de haberlo concluido.
Nos llama poderosamente la atención que Leonardo, el gran Leonardo, teniendo como tenía, profundos conocimientos en muchas materias y disciplinas, no supiera que esa técnica que estaba utilizando –solo para tener más tiempo y poder trabajar con tranquilidad y con su acostumbrada perfección- era muy poco resistente y que iba a durar poco tiempo. Es extraño, y nos sorprende enormemente que no haya estudiado a fondo esa nueva técnica, y pusiera en riesgo una obra de semejante envergadura. Con ella obtuvo una gama de colores más amplia de lo habitual, pero poco después empezó a desprenderse, y desde entonces los especialistas están buscando una solución.
Es paradójico: Leonardo utilizó esa técnica porque le brindaba “más tiempo” para pintar el mural pero una vez que lo terminó, se lo quitó, y fue como si en verdad hubiese “perdido el tiempo”. Es como si la misma técnica le hubiese cobrado todas esas largas horas que le prestó al artista, condenando al mural a tener que envejecer rápidamente: en menos tiempo. Pero hay algo más extraño aún: la técnica que le hizo desmoronar su pintura (era de su propia invención).   
Es increíble y es para resaltar: el pintor ha cometido un lapsus con su propia pintura. Creó un lapsus –sin saber lo que realmente estaba haciendo- solamente para poder pintar a su manera. Lo que nos lleva a preguntarnos: ¿Es posible que Leonardo inventara un método –especialmente- para poder destruir su pintura una vez que ésta estuviera terminada? Y de ser así, ¿para qué lo haría?
Sabemos que Leonardo tenía dificultad para terminar las obras que empezaba, y nos preguntamos si no será esta destrucción –buscada inconscientemente- una forma encubierta de dejar esta pintura, como tantas otras, eternamente inacabada. ¿Era eso lo que pretendía el ambicioso maestro florentino? ¿Que su obra esté descascarándose y repintándose constantemente como una forma de mantenerse viva, eterna y siempre fresca? Leonardo legó este maravilloso mural a la humanidad y, con esa intención, decidió dejarlo así, como se encuentra ahora y como se encontrará por mucho tiempo más -a menos que encuentren una solución al problema de la caída-: un problema abierto y en permanente construcción.
Como podemos ver, la maldición que ha caído sobre La última cena ha sido producida por la mano del mismo artista que la concibió. Es como si al utilizar esa oscura y macabra técnica (elaborada especialmente para destruir su pintura) Leonardo hubiera hecho un pacto diabólico con el demonio. Le pidió tiempo a Satán (el inconsciente que desconoce) para insuflarle un alma  a su mural, -y se lo otorgó-, pero a cambio, una vez finalizado, le robó la vida a la obra, haciéndola envejecer prematuramente. Un pacto nefasto, muy parecido al que hizo Dorian Grey con su retrato. Pero no hay que ser ingenuos: Leonardo sabía muy bien que esto iba a ocurrirle a su mural. Él sabía –sin saber que sabía- que estaba metiendo su pintura en un antro de león, y que no saldría de allí sin llevarse al menos la marca de una herida, un rasguño mortal.
Leonardo se identifica con este episodio bíblico que retrató como el creador y el destructor de su propia obra. Es a la vez Judas y Satán: es Judas porque traiciona a Jesús y es Satán porque destruye la pintura en la que está Jesús. No por nada elige para hacer su propia interpretación visual esa escena de la cena en la que se muestra, justamente, el momento en el que Cristo dice que “sabe” que uno de ellos lo traicionará, antes de la salida del sol. (Y se dice que Leonardo se pintó a sí mismo en la figura de Judas Tadeo). Hasta podríamos preguntarnos, y solo por jugar, ¿a qué se debe el horror, la ira y la conmoción de los discípulos retratados allí? ¿A la noticia que les da Jesús o a la pintura que se descascara frente a sus propias narices?
Solo como un dato de color, diremos que en la pared enfrentada con La última cena se encuentra la pintura “La Gran Crucifixión”, de Donato Montorfano, como en espejo, casi como creando entre ambos murales un espacio escenográfico. Una ilusión de lugar donde el espectador puede trasladarse en el tiempo, con solo darse vuelta, y contemplar en un instante el calvario de Cristo, el trayecto histórico que va desde el último encuentro con sus discípulos hasta el momento en que es asesinado en la cruz.

¿Un auténtico “da Vinci”?

Pero si hablamos de Cristo también hablamos del Anticristo. Y el Anticristo tiene el sentido de “aquel que sustituye o se opone a Cristo”. Del mismo modo, el Antileonardo también sustituye a Leonardo, como creador de la obra, y se opone a él al re-crear una obra que no pintó Leonardo. El Antileonardo niega que la pintura del mural sea la obra que pintó Leonardo. Por eso decimos que hoy, “La última cena es la obra del no-Leonardo, pintada por el Antileonardo”. Esto solo puede significar una cosa: que  es el mismo Leonardo el que engendró al Antileonardo.
Pensemos un momento; si Leonardo elegía la técnica de freso, su obra habría perdurado en el tiempo, pero no hubiera tenido tiempo para imbuirle su sello personal (su estilo leonardiano) y convertirla en la obra maestra que terminó siendo, aunque pagara por ello el precio más alto: la destrucción de la obra.
Desde el momento en que Ludovico Sforza le encargó la decoración del refectorio, Leonardo se encontró en un callejón sin salida. Al óleo y con el lienzo él podía emplear la lentitud para pintar con su acostumbrada paciencia y minuciosidad, capa por capa, con el método que él mismo había inventado, así como su nombre “esfumado” (sfumato en italiano); pero al pintar en la pared, no podía aplicar su técnica pictórica como quería ni  pintar como lo hacía siempre, ni dejar la impronta de su genialidad en el mural. Por eso antes de pintar algo que no pareciera pintado por él -y que encima durara para siempre- decidió inventar un método que le permitiera pintar el mural como él quería pintarlo, y que fuera verdaderamente “un Da Vinci”, es decir, una obra de Leonardo pintada verdaderamente por Leonardo, aunque para ello tuviera que destruirse después de haberla pintado, condenándolo a la perpetua restauración, es decir, a ser re-pintado o re-creado perpetuamente por el Antileonardo (los artistas que no son Leonardo), los que finalmente convertirían la obra de Leonardo en la obra del No-Leonardo, nos referimos a la tarea de “los restauradores”.
Por eso decimos que el mismo Leonardo engendro al Antileonardo, y lo gestó en el mismo momento que decidió  darle vida a esa técnica del demonio para destruir en un instante aquello que creó para ser eterno. Es como si hubiese sido el mural de una destrucción anunciada. Como la destrucción que anuncia al Apocalipsis, que relata la Revelación de Jesucristo a San Juan acerca de los acontecimientos futuros.

El “Apocalypse Now”

El Apocalipsis siempre ha sido un misterio para los seres humanos, motivo de muchas interpretaciones y muchas preocupaciones en todas las épocas, pues siempre se ha visto en él un presagio de  destrucción y castigo. El Antileonardo es de algún modo el que mejor representa la función del Anticristo, y así como el apóstol Juan dice que el Anticristo es quien esparce mentiras acerca de Jesucristo y de lo que él enseñó, el Antileonardo es el que engaña  a Leonardo y pretende salvar lo que él creó,  volviendo a destruir su forma original, creando  la obra del No-Leonardo, (la pintura que vemos en la actualidad).
Lo que podemos ver ahora es indudablemente el cuadro de La Última Cena, pero el cuadro –que no es- el cuadro de La Última Cena original. El creador de La primera última cena es Leonardo, pero el creador de La última última cena es el Antileonardo (porque nunca es La “última” cena, siempre habrá otras restauraciones y otras pinceladas sobre el mural que harán de La última cena…  “una cena más”).
Leonardo creó efectivamente La última cena, y a partir de allí, el Antileonardo comenzó una serie de recreaciones de últimas cenas, que llevarían a la eterna negación de La última cena como tal, que es “La última cena del principio”, la que pintó Leonardo. La que pintó gracias a esa perversa técnica que “elaboró” diabólicamente como una forma de ponzoña, para envenenar su propia obra. El invento de Leonardo es el síntoma de Leonardo. Algo así  como una especie de cáncer o enfermedad terminal, que aún hoy continúa carcomiendo y desbastando la pintura del mural, descascarándola día tras día, condenándola a la intemporalidad de un fatal e irrevocable destino. De allí que el luciférico  Antileonardo (el “Leonardo caído”, el que viene cayendo en cada uno de los oleosos trozos de yeso que se desprenden del mural) sea tan falsificador y embustero como  la bíblica serpiente, la que en el Apocalipsis se menciona como Diablo y Satanás[2].  
Y es así: el desmoronamiento de la pintura del cuadro también está anunciando el catastrófico fin del cuadro, por lo que  podríamos ver el mural de La Última Cena como una metáfora del Apocalipsis de la biblia. Pero este “Apocalipsis Pictórico”, digamos así, viene ocurriendo un desde que la humedad de la pared empezó a destruir el mural, un hecho que retrata perfectamente bien el título de la película de Francis Ford Coppola Apocalypse Now.  Porque la pintura de Leonardo -como el Apocalipsis bíblico- vienen anunciando, cada uno por su lado, y desde que uno fue pintado y el otro escrito, la destrucción de la pintura y la destrucción del mundo. Y tanto la pintura  del refectorio del convento como el último libro de la biblia dicen que el fin es inminente. Que es “ahora”.
Si bien el Apocalipsis no aparece hoy en el contexto cultural con el mismo esplendor y fuerza pictórica que lucía en el Medio Evo,  lo que tenemos ahora son catástrofes, terremotos, inundaciones y toda clase de desastres naturales, y provocados por el hombre, pero Apocalipsis…, “Apocalipsis No”. El único “Apocalypse Now” es el que viene sucediendo desde que comenzó el Apocalipsis Pictórico, que es el que se inició cuando Leonardo estaba en vida y su mural comenzó a derrumbarse, y no cesó de derrumbarse y destruirse –y no cesará de hacerlo jamás-. Por eso el título de la película es valioso aquí, porque muestra lo mismo que muestra la pintura que se derrumba, y es que el Apocalipsis  está ocurriendo “ahora”.
Y siempre fue “ahora”. Desde que comenzó a caerse el mural a pedazos que es “ahora” la destrucción. Lo que La Última Cena le está mostrando al mundo es precisamente lo que mundo no quiere ver, que es precisamente lo que ya todos sabemos y no queremos saber. Algo que está relacionado con el otro y con la muerte del otro. Con esa certeza que no podemos lidiar y menos aún ver como certeza, que es la existencia del fin. A saber: que todo nace y todo muere. Que el fin del Otro… ya comenzó.

El “Antileonardo”

Y no es casual que lo que se destruya sea una pintura que retrata el episodio evangélico donde Jesús está reunido con sus discípulos para compartir el pan y el vino antes de su muerte. Es la escena donde Jesús está pre-anunciando la llegada de lo que declina y decae, o sea, la destrucción del cuerpo y de la sangre de Cristo. Incluso hay dos profecías de Cristo que se cumplieron en las horas inmediatas y que también están relacionadas con una forma de destrucción, que son “la traición de Judas” y “la negación de Pedro”, las dos relacionadas con los dos episodios que darán comienzo al Prendimiento y la Pasión de Cristo. Y es esto lo que quiso eternizar Leonardo en el mural del refectorio de Santa María delle Grazie: “El retrato de una muerte anunciada en la pintura de una destrucción anunciada”.
Y la mejor manera de hacerlo fue cometiendo un error. Un “error” hecho sin querer. Fue la lógica de una contra-dicción lo que Leonardo deslizó en la composición química de los materiales del fresco, lo que produjo finalmente el constante descascaramiento de la pintura. Recordamos que el ciclo de la Pasión de Cristo (la que lo lleva en su última instancia a su crucifixión y muerte, la que se encuentra retratada como ya dijimos en el mural de enfrente) se inicia justamente con el episodio de la Última Cena. Leonardo eligió ese acontecimiento clave de los Evangelios Canónicos como tema artístico para crear una Pintura Viviente, una pintura que habla, que gime y que sufre los avatares de su propia inmolación  como una forma de anunciar la destrucción de todo lo que fue creado y tiene vida. Y lo vivimos así, ya que somos seres de derrota, seres condenados a morir desde el día en que nacemos. Cada momento de la vida lleva implícito una pequeña muerte, porque todo es así: todo comienza y termina, todo es muerte y resurrección. Es el mito el que pone en marcha la rueda del destino del hombre: es Jesús el que declina en el ocaso y  Cristo el que se eleva en la mañana.
El pintura este episodio bíblico, derrumbándose y destruyéndose perpetuamente es la mejor imagen que retrata y sostiene el Apocalipsis bíblico, con esta idea de que algún día el mundo se destruirá y todo cambiará para mejor, como ocurre en el cuadro, que más que destruido ha sido transformado en su esencia, y nada menos que por las invisibles e incontables manos de “El Antileonardo” (los restauradores de la pintura). Pero lo que han creado estos restauradores no es “otra pintura”,  es “otra” pintura; algo así como “otra pintura en la misma pintura”. Es una pintura nueva y al mismo tiempo una pintura con la misma apariencia que tuvo cuando fue pintada, pero total y sutilmente diferente. Si a lo largo de estos quinientos años no se hubieran hecho trabajos de restauración sobre la superficie de la pintura, hoy La última cena hubiera desaparecido como desapareció el revestimiento  original de la pirámide de Keops, por ejemplo, que al momento de su construcción estaba formado por losas de caliza pulida.
Sin embargo hay una similitud entre el cuadro que se viene destruyendo desde hace siglos y la destrucción que se anuncia en la biblia para el mundo. Es como si la pintura de La Última Cena tuviera el espíritu del retrato de Dorian Gray, y la destrucción del cuadro de Leonardo fuera –o replicara- la destrucción del cuadro del mundo, eternizando la creencia en el Apocalipsis. La ultima cena, ya es en sí misma, por el tema, una destrucción; y sumado al hecho de que está permanentemente destruyéndose no solo anuncia la llegada del Apocalipsis (la destrucción), sino que la patentiza en el mismo acto de destruirse. La pintura habla a través de los colores de una piel metafórica que no cesa de caerse y de restituirse como la piel de la astuta serpiente del Apocalipsis. La que expresa así el martirio del mundo; la que anuncia la destrucción del hombre y de todo lo que vive, auto-destruyéndose y auto-regenerándose simultáneamente.
Y es allí exactamente donde está concentrada la angustia de Leonardo. Justo frente al acontecimiento de su gran obra que pone en acto, nada menos que la caída de su gran obra. Pero ella no solo anuncia la destrucción, sino que la hace aparecer frente a los ojos del espectador, produciendo la angustia en los restauradores, que desesperan por reconstruirla y por reconstruirse a sí mismos. Son ellos los que recogen los trozos de pigmentos del suelo como si fueran las partes desmembradas de su propio cuerpo. Son ellos los que se horrorizan con los agujeros de la pared (padre) tal como a Narciso le temía a la agitación del agua, cuando no puede ver su propio retrato reflejado en la superficie del lago: otra pintura. El lapsus de Leonardo sobre el mural produce un mensaje tan contundente como aterrador: “Se destruye la pintura que anuncia la destrucción”.
Es como alguien que está frente a nosotros con un revolver en la mano y nos dice que se va a matar, y se mata. Al mural le ocurre  lo que el mural dice que ocurrirá. Nos encontramos ante un cuadro camaleónico; porque vive para transformarse a sí mismo y transformar a quienes contemplan su indetenible transformación. Y destruyéndose lentamente va también transformándose lentamente. De este modo hay que entender el Apocalipsis bíblico, no como la llegada de la destrucción total y absoluta, sino como la destrucción perpetua para perpetuamente transformarse y cambiar. El cuadro mantiene vivo el espíritu de la  renovación y el cambio. Y si en nuestras vidas podemos ser como el Antileonardo, estaremos repintando infinitamente las escenas de nuestra propia historia, que perpetuamente se irán desmoronando para que podamos seguir pintando y  modificando nuestra vida en algo siempre nuevo, vivo y lleno de color. Y del color de la esperanza. De lo que está por venir.

La obra del No-Leonardo

Evidentemente la obra que podemos ver hoy en día en la pared de Santa María delle Grazie no es la misma obra que Leonardo pintó en su momento; solo el nombre de la obra, el tema, la composición y los personajes que están allí no se ha alterado, pero los colores y la forma de trazar las pinceladas hacen de esa pintura, irremediablemente, “otra pintura”, la “pintura de la pintura”, es decir: la pintura que Leonardo nunca pintó.
La Última Cena es la única Pintura Viviente que existe en el mundo. La única pintura de la historia de la pintura que “se sigue pintando y seguirá pintándose hasta el fin de los tiempos”, como un palimpsesto vivo y refrescante. Porque siempre va a estar allí cayéndose, desmoronándose, destruyéndose, y al mismo tiempo, reconstruyéndose y re transformándose en “otra pintura”, pero manteniendo siempre la inconfundible esencia de la “pintura original”.
Es como si estuviéramos viendo el mismo cuadro de Leonardo pero como si no fuera de Leonardo, o como si estuviera su imagen levemente alterada y la viéramos creyendo que es la obra de Leonardo, cuando en realidad es la obra del “no-Leonardo”, algo así como:  “La obra de Leonardo que se niega a ser de Leonardo”.
Algo parecido a lo que ocurre con la imagen del televisor cuando se perfecciona la tecnología y se ve con más nitidez los colores y las formas. Pero con la imagen de esta sublime pintura no sabemos si la vemos mejor que cuando su creador la pintó, con sus trazos y colores originales. Nos engañamos a nosotros mismos creyendo que estamos viendo el genio de Leonardo cuando sabemos perfectamente que es la obra del Antileonardo (el demonio encargado salvar la obra de Leonardo, destruyéndola).
Este poderoso deseo del pintor florentino por hacer de su obra una obra eterna fue lo que lo llevó a crearla y a destruirla casi al mismo tiempo.
En tanto haya una ínfima mota de pigmento en el suelo habrá un Antileonardo vivo y angustiado, presto darle vida a la recreación de una cena más. Mientras el mural no cese de caerse, siempre podrá existir “otra cena” y “otra escena”, tratando de escribir lo imposible de escribir: la existencia de “La Última Cena”.
Lo que hoy podemos ver entonces en la pared del refectorio de Santa María delle Grazie es la negación de La última cena. Es decir, la imitación perfecta de lo que no-es y de lo que nunca será. La pintura más extraordinaria y más fraudulenta de la historia de la pintura.  Un engaño formidable. Una vana ilusión que solo sirve para recordarnos que alguna vez existió allí la mano de Leonardo, con su soberbio e  inimaginable trazo, el que como un lejano eco no cesa de expresar y canturrearnos al oído, como decían los romanos: “Art longa, vita brevis”.  (¡El arte es eterno; la vida es corta!)


Pintura restaurada. (La obra del “Antileonardo”)

HUGO CUCCARESE




[1] Pero antes de tratar de responder a esto hay algo que debemos aclarar: sobre el significado histórico y artístico de esta magnífica obra ya se ha abordado en muchos tratados, y no es en este artículo el objeto de nuestro interés. Lo que buscamos  aquí es reflexionar sobre qué le ocurrió a la pintura desde que Leonardo la concluyó.


[2] No olvidemos que Satán o Satanás, deriva del latín Satāna, y éste a su vez del arameo  ha-shatán, que significa “acusador, adversario y enemigo”.