sábado, 9 de abril de 2016

LAS TRES LETRAS CHINAS DEL AMOR

¿Abrazando los recuerdos o recordando los abrazos?


Lo que sorprende de este video tan conmovedor, tan lleno de poseía y tan bellamente realizado es el modo en que la chica aborda el momento en que se encuentra, cara a cara, con la falta y con la pérdida. Un modo inusual y sorprendente. Una forma, tal vez, -diferente-, de luchar por amor.

                                    

El amor
no sólo son palabras que se dicen al azar,
por un momento y sin pensar.
Son esas otras cosas que se sienten sin hablar,
al sonreír, al abrazar,...
Julio Iglesias
Los suspiros son aire, y van al aire
Las lágrimas son agua, y van al mar
Dime, mujer: cuando el amor se olvida
¿sabes tú adónde va?
G. Adolfo Bécquer

I
LA NARRACIÓN


L
a mañana se abre tenuemente entre los brazos de una joven y bonita muchacha oriental, que despierta en su cama notando con tristeza la ausencia de su amor. Es “El fin”, rezan los dos caracteres chinos a un lado de la pantalla.

S
e levanta el telón, y el novio le extiende con displicencia los papeles de divorcio sobre una mesa desierta. Cuando ella ve la hoja silenciosa y ese hueco blanco y espantoso esperando de su puño la letra de un adiós, una angustia incontenible se revela en su rostro acongojado, en sus ojos lagrimosos, y en su voz entrecortada cuando junta fuerzas y le dice: “Muy bien, voy a firmar. Pero tengo una última condición. ¿Me puedes abrazar una vez al día, por el resto del mes?”. Él, con cierta incomodidad, desvía la mirada y con un dejo de fastidio, murmura descarnado: “¡Ah!”. Luego recoge sus cosas con total frialdad, se levanta de la mesa como si nada hubiera pasado, y se marcha de la habitación dejándola así inmóvil y abatida, con la mirada  hundida en la misma nada,  en esa negra desolación que ha dejado él tras sus pasos, tras su ausencia.  Solo dos segundos dura la lúgubre escena. La  esmirriada figura a la chica quedará allí, cabizbaja y en penumbra, aletargada en el tiempo, con el cuerpo desgastado y marchito como una rama hueca,  con el torso duro y seco inclinado sobre la silla, y el alma abrumada por ese amor que ya nunca estará.  

A
l día siguiente comienza la propuesta. Ocurre en la terraza de un lujoso edificio, al amparo de colosos y mudos rascacielos, mientras ella espera y contempla el anillo de matrimonio. “Faye” –susurra él, sin saber bien qué hace allí-. Ella oye su voz y se da vuelta. Ella sí sabe porque se encuentra allí. Se encuentra allí porque recuerda. Por eso ella le dice: “Fue en este mismo lugar donde me propusiste casamiento”. Él otra vez se vuelve a incomodar, y se aparta del lugar desviando  la mirada hacia las nubes pasajeras. Hasta le recuerda ese gesto romántico que tuvo cuando se inclinó a sus pies y le  entregó la alianza. Pero es inútil, las palabras de la joven rebotan contra el impertérrito semblante de su enamorado, cada vez más rígido e inanimado. Los  reclamos de la joven parecen agobiarlo, y se  encoge de hombros, y con un lánguido bufido asiente con renuencia. Cuando le recuerda que quería pasar el resto de su vida con ella, él mira alrededor como descolocado, como buscando dónde desaparecer. Entonces ella se acerca y le musita, casi con un tono de súplica: “Por favor, abrázame”. Él se queda asombrado,  mirándola unos instantes con incredulidad. Luego inclina la cabeza y la toma entre sus brazos, incómodamente. Tarda en abrazarla. Lo hace lentamente. Pero al final, sus brazos y sus manos adquieren una fragilidad desbocada, impensable, y acaricia su pelo con exquisita suavidad. Pero de pronto ella se aparta bruscamente y se aleja como si nada. Él la observa aturdido, pero impertérrito, desde su fría y altiva torre de indiferencia mientras su frágil alma de enamorada se dobla bajo su propio aliento como una hoja de bambú. Ella se humilla ante la insensible mole de concreto; pero no se quiebra. Lo duda unos instantes, y se marcha sin decir adiós.

L
uego viene “El voto”. Una escena maravillosa. Una de las más exquisitas y ricas en significación. Creo que es la que mayor fuerza dramática le da a la historia de la pareja.  Es esa en la que sus cuerpos se abrazan cálida y tiernamente en la explanada del muelle. Es ella la que con su demanda de amor lo ha llevado a él hasta allí, hasta la orilla del río, cuando corría la tarde y su aliento agitado le hace decir: “Hola. Lo siento”. Ella le dice, y casi en un tono de reproche: “Aquí fue donde me dijiste que me amabas por primera vez…”. Él se queda confundido, desolado, buscando las palabras que no halla en su interior y que jamás llegan a su boca; y envuelto en resignación, desvía la mirada y toca los candados con inscripciones amorosas, atados a una gruesa reja de metal, a ese indestructible tejido de votos y juramentos que se halla en primer plano sobre el eterno río, -tal vez lo único eterno allí-. Busca y toma uno entre sus dedos. El que lleva tres bellos ideogramas con la promesa de amor eterno grabada en él. En ese momento se ve la cara de la chica, como adormecida, como entrecerrando los ojos y conteniendo en los labios un imperceptible rictus de satisfacción. Es muy breve; pasa desapercibido. Pero el mensaje es claro: su rostro está ensoberbecido. Es como si al cerrar los ojos hubiera exclamado para sus adentros, ¡voilá!, ¡se ha conmovido! Entonces él, como si escuchara aquellas plegarias inconscientes, gira la cabeza y queda en primer plano -totalmente consternado-, mirándola como si hubiera descubierto (o recordado) algo trascendente. De pronto la cámara se aparta, y en un encuadre diferente se ve cómo los cuerpos se acercan y se abrazan. Detrás de ellos se encuentra la baranda metálica, cubierta de candados venecianos, y de fondo se halla el río. Ese río omnisciente y misterioso que desnuda con su paso la verdad del corazón, la voz que flota entre los cuerpos, atorada en la garganta de los enamorados. Es como fuera la vida misma la que estuviera fluyendo en ese momento, detrás de aquellas almas desoladas, abrazadas a la nada, a un presente que se niega a querer irse. La escena es conmovedora: la fotografía es blanco y negro para recordar al espectador lo que ya no se encuentra allí; la suave cadencia de la melodía, la deliciosa y susurrante voz de la cantante sobre el murmullo de las olas, el abrazo cálido, y los candados encordados flotando sobre la corriente del agua, es la imagen perfecta de lo que el río se llevó

M
ientras él sostiene en el abrazo sus promesas incumplidas, y con su amorosa mano cubre la retinta y lacia cabellera, ella se adormece entre sus brazos tiernamente. Y otra vez aparecen los candados delante de sus ojos, aferrados al mágico entramado, a esa red simbólica sobre la que alguna vez saltaron por amor. Es como si aquellas cerraduras representaran los nudos de su amor y fueran sus propios corazones, aferrados en la nada, los que hubieran quedado allí, en primer plano, atrapados y olvidados en el tiempo, engarzados a una lábil promesa de amor, de amor eterno, pero que al final fue fugaz. Es como si fueran las viejas palabras de amor, o sus propias almas encantadas -o encandadas- las que ahora estuviera llevándose la corriente, cuando el telón negro cierra la escena y aparece en la oscuridad “El primer beso”, escrito con dos ideogramas.

L
a escena siguiente es determinante, y transcurre en la calle, durante la noche. Aquí parece haber un avance respecto de lo que la chica demanda, pues aparece -por fin- soltando sus lágrimas contenidas, mientras escucha detrás de ella un resoplar y una voz culposa que ahora exclama, con cierto temor: “Disculpa, me retrasé”. Ahora es él el que se muestra interesado, (el que puede recordar), ya que lo primero que dice es: “Vinimos a este lugar en una cita, ¿no es así?” Ella cambia de expresión y sonríe sorprendida: “¿Realmente te acuerdas? –le pregunta emocionada-. Este es el lugar donde nos besamos por primera vez”. Entonces, en medio del silencio, algo ocurre en sus miradas. De pronto todo desaparece a su alrededor, y sólo quedan sus ojos extasiados, brillando de felicidad. Hay algo de revelación que se transparenta en esta escena. Pues se miran a los ojos como si estuvieran descubriéndose a sí mismos, o desnudando algún secreto, alguna verdad, alguna letra impronunciable. Y otra vez se acercan y se abrazan. Él la rodea fuertemente con sus brazos, como si estuviera abrazándose o reencontrándose a sí mismo y, con infinita ternura, vuelve a deslizar su mano sobre su pelo mientras olisquea el perfume de lo que ha reencontrado ahí. La escena se cierra sobre la noche, y la noche rodea los cuerpos reconciliados de los tiernos amantes, nada menos que en el descanso penumbroso de una empinada escalera, como situando allí el lugar donde las almas enamoradas comenzarán a ascender.

D
e repente la oscuridad da paso a la mañana. Ahora la escena final transcurre en una terminal, con vista a la bahía.  Ahora él es el que mira el reloj con ansiedad, y ella la que se retrasa. La gente pasa a su alrededor, y es él el que la espera. Y la espera tal vez porque ahora sabe lo que espera -en esa dulce espera- sin saber lo que le espera. De pronto aparece entre la gente, alegre y animada. Y él, totalmente fascinado, con la cara iluminada, sonriendo como un Buda enamorado, la recibe entre sus brazos como el día recibe al nuevo sol. Pero ella interpone su mano y lo aparta de inmediato, con inquietante expresión. -Impensable-. Por primera vez rechaza el abrazo, y él se queda congelado, abstraído, con la mirada suspendida en ningún lugar. De pronto, resuelta y decidida, saca los papeles de divorcio, y con una sonrisa brillante, le dice: “Ya firmé”, y se marcha. Se marcha, dejándole sus ojos oblicuos y sonrientes, clavados en su desencanto. Él mira los papeles y se queda anonadado. Ella se pierde entre la gente mientras lentamente se obnubila la pantalla  y aparecen dos letras chinas que recuerdan “El comienzo”.

E
ntonces se ve el momento del tropiezo. El instante en que sus cuerpos trastabillan al chocar. Cuando ella se agacha y le ayuda a recoger las carpetas que llevaba entre sus manos, sus miradas se cruzan silenciosamente por primera vez. Él la mira sutilmente. Y con un dejo de vergüenza inclina la cabeza. Pero ella es risueña y espontánea, y no vacila; le regala una sonrisa grande y generosa, y se marcha sin hablar. Pero al dar unos pasos entre la gente, voltea y lo mira nuevamente. Lo mira y le sonríe. Él se queda pensativo. Absorto. Entonces hay algo que, como una revelación freudiana, parece comprender súbitamente: ¡Es la sonrisa! ¡Sí! ¡La sonrisa! Esa sonrisa que llegó para iluminar su corazón el día que la conoció es la misma sonrisa que ahora se está yendo de su vida para siempre. La escena que se muestra en flashback, en este momento, no es para nada casual, revela lo fundamental: así comenzó el amor para esta joven pareja, recogiendo papeles del suelo; y así –irónicamente- terminaría; firmando los papeles de divorcio. Todo cierra y todo fluye aquí con absoluta naturalidad, pues es el río el que está escribiendo el amor en la historia de estos personajes. Y es allí cuando despierta; y como de un sueño eterno. Cuando murmura su nombre al son de un tren que se está yendo del andén. Por eso corre tras de ella. Por supuesto, con los papeles del divorcio firmados en la mano. Corre tras el dulce amor que se le escapa como agua entre los dedos. Corre porque sabe que la noche ha dado paso al nuevo día, y lo que el río una tarde se llevó, lo ha  devuelto nuevamente la mañana. Es el deseo lo que aparece en su desgarrado tono de voz, cuando le grita con el alma, aferrado a sus papeles: “¿Puedo abrazarte mañana nuevamente?”. Entonces ella se detiene, se da vuelta entre la gente, y lo mira brevemente. Pero su rostro es indescifrable. Es allí cuando el negro telón de la pantalla cae sobre los ojos del espectador, donde cuatro letras chinas nos revelan el mensaje: “No dejes escapar el amor”. 

C
uando la oscuridad se va de la pantalla y la imagen de la chica reaparece ante nosotros, radiante y expresiva, es la ceguera la que ha caído de los ojos, la venda que ha dado paso al despertar, al porvenir de un nuevo amor. La silueta recortada de su delicado y gracioso perfil, ahora luminosa y pletórica de vida, mirando y sonriendo hacia un horizonte imaginario, permanece unos instantes nada más ante nuestra propia mirada (que es la mirada de él). Luego se da vuelta, y se aleja lentamente. Su atezada y abundante cabellera fluye ante nosotros con una cadencia que transcurre, como ese río sabio, manso y silencioso, que sus pasos evocan al andar. Al despedirse.  Al reencontrarse.

II
LA INTERPRETACIÓN


E
l  camino que construyen estos jóvenes enamorados hacia una posible reconciliación se basa en rememorar aquellos momentos y lugares donde se declararon su amor. En el cruce de esos dos vectores (tiempo y espacio) es donde el sujeto puede anclarse en el discurso cuando pone en acto la palabra que lo traza y que lo nombra. Es en ese famoso “aquí y ahora” del que se habla en el budismo zen y que se presenta aquí, revitalizado, en boca de esta joven pareja de orientales, donde algo del orden de  la verdad queda dicho en el transcurso de esta historia.

Para el psicoanálisis la verdad tiene estructura de ficción, y se encuentra lejos de oponerse a la mentira. “Verdad” viene del griego alétheia, cuya traducción literal es a–léthe, “no olvido”. Un concepto que Heidegger traduce justamente como “des-ocultamiento”.

Si la chica apela al “recuerdo” como estrategia de reconciliación es porque sabe que la única manera de reencontrase con el otro es tratando de rememorar la verdad que se encuentra “olvidada” en aquello que no se habla, es decir, la verdad que está “oculta” en las palabras que no se dicen.

“La china sabe griego”, podríamos decir de alguna manera, pues ella sabe que “verdad” significa “no olvidar”, por eso le hace recordar a su pareja cada uno de los momentos en que puso en acto su deseo, con la intención de ir des-ocultando la verdad  de lo que siente por ella.  Así se va des-cubriendo o des-corriendo a lo largo de la historia el velo que cubría el amor “oculto” en cada una de las palabras en que él sostenía sus promesas de amor.

Dicho esto, cualquier mujer occidental leería la actitud de esta muchacha china, abatida por la muda y despreciativa insensibilidad de su novio,  como una especie de sumisión, de sometimiento, y por lo tanto, como una forma de mendigarle amor. Sin embargo, para ella no es así. En absoluto. No es así porque no es eso lo que se está poniendo en juego cuando ella le  propone “el abrazo” (con el recuerdo de la verdad dicha a medias incluido) como  condición para “cortar”, supuestamente, el vínculo que los une.  Lo que ella hace allí es algo inaudito para el pensamiento femenino, para la  forma que tiene la mujer de ver al hombre en la cultura Occidental; para la forma de vivir su “ser mujer”, y esa lucha de poder que se le juega con el amo, en el discurso del amo, ese lugar en el que históricamente ha ido a parar al ubicarse, para el otro, en  posición de objeto de deseo.

En este caso, es una joven de origen oriental, estructurada en una lengua que no se flexiona, cuyos caracteres designan acciones y no sustantivos; con una cultura de cuatro mil años de tradición filosófica y una escritura ideográfica más cercana a lo real, totalmente diferente a la nuestra, la que puede soportar estar en un lugar así, estoicamente valiente, sin sentir que está en-menos o en falta frente al otro, es decir, cosificada.  (No olvidemos que, a diferencia del idioma chino, estructurado más como un tejido ideogramático, donde lo que se dice siempre está puesto en acto, el principio de la gramática occidental es “yo”, cuya posibilidad de significación es infinita, una lengua figurativa donde todo quiere decir otra cosa).

La chica no ve ni siente su propuesta como una humillación, ni como una forma de arrastrarse o denigrarse o algo similar, como sí podríamos verlo y sentirlo nosotros con ojos de occidentales, y eso es lo que más impacta al ver este video. Los orientales, con sus ojos rasgados y su milenaria sabiduría, pueden ver el mundo de una manera muy diferente a como podemos verlo nosotros, con la mirada del sujeto cartesiano y la espacialidad euclidiana anclada en el formalismo aristotélico. Recordemos que la posición de la mujer en el mundo también es una construcción cultural. Las histéricas de la época de Freud no son las mismas que las que hay hoy en día.

Lo que hace aquí esta joven y lánguida enamorada es simplemente invitarlo a recordar. A recordar cada uno de los momentos y de los lugares en los que él dio “su palabra de amor”.  Pero no en el sentido común y corriente de hacer promesas con el hueco farfullar, con esas palabras vacías que se lleva el viento cuando hablamos por hablar, sino por el contrario, ella lo hace como una invocación al sujeto del inconsciente, a ése que puso en juego su deseo al dejar escrito su amor en el candado.  Y el candado no es otra cosa que el lugar donde la letra queda escrita y encerrada, engarzada en el discurso amoroso, representado aquí por el tejido o “encordado” de metal. (Lacan jugaba con encords en en-corps, “encordado en cuerpo”, el cuerpo es como un encordado, un entramado, de allí su corpsistencia).  Porque, como decíamos, en el recuerdo se juega algo de la verdad para el sujeto que logra decirla -como debe decirse para que aparezca revelada y luminosa ante nosotros-; a medias.

El candado es el semblante. La metáfora perfecta de los corazones  abrazados a la plenitud de la nada. Sin embargo, la escritura que aparece esculpida en él es de fantasía, no tiene ningún sentido, no existe más que en el discurso de los enamorados, como una expresión de amor.  En realidad, esos tres signos ideográficos no representan el nombre de la persona amada, tampoco es una fecha de compromiso, como se hace cuando se graba sobre una alianza. De hecho, las tres letras chinas del candado no significan nada, (es solo el nombre de la fábrica donde los hacen, y se pronuncia fei o fui), lo que demuestra que solo están allí para ser leídas de otro modo.

Los tres misteriosos caracteres que desbordan la pantalla y la imaginación del espectador, discurriendo sobre río con su primerísimo plano  son parte del discurso amoroso, y revela el lugar donde ellos, cada uno como sujeto, ha logrado escribir algo del orden del amor. Por eso se encuentra allí, encadenado a la urdimbre de ese mágico telar, cuyo entramado recuerda el cuerpo del lenguaje, donde las palabras que se dicen –como dice la canción, al sonreír, al abrazar…- el viento no se las lleva.  

Recordemos pues que el candado que él toma entre sus dedos ni siquiera es el que tiene forma de corazón, lo que demuestra que eso no tiene nada que ver con la imagen o con un símbolo de amor; lo que se está mostrando allí  es otra cosa. El que los tres caracteres estén vacíos de sentido y  no tengan nada que ver con nombres, fechas o mensajes,  quiere decir que esas letras están allí, escritas en ese lugar (que es siempre el lugar del otro) solo para poner en juego un agujero, una falta. Pues es eso mismo de lo que se trata y por lo cual la chica lo ha llevado allí, para confrontarlo con esa misma falta, con esa falta en ser que él mismo se niega a reconocer. Por eso, inmediatamente después de contemplar en el candado aquellas “tres letras de amor”, voltea y la mira anonadado, totalmente ensimismado, con ojos de quien ha despertado ante una súbita Revelación.

Cuando al final la chica se separa bruscamente de él y “rompe” el abrazo, (casi como una forma velada de romper ese candado) para entregarle la firma que él mismo le demandó, funda con este gesto el lugar del corte, allí donde su enamorado tendrá oportunidad de re-aparecer y de re-presentarse como sujeto.

Por eso cuando ella logra su cometido y firma el divorcio, escribe la letra que abrirá el candado mágico y los liberará de un compromiso que ya no se quiere sostener. Pero es allí justamente cuando ha tenido efecto la práctica de este tratamiento (casi “terapéutico”, podríamos decir) de “abrazar-recordar”,  a partir de ese momento, emerge en él las ganas de volver a abrazarla y estar con ella. Especialmente cuando despierta y comprende que son los abrazos (la unión de los cuerpos, los que hacen de dos Uno, formula platónica del amor) los que ahora le harán verdaderamente falta en su vida. De allí que al final manifieste el deseo de tener con ella “un abrazo más”. Por eso, la pregunta que permanece suspendida en el final de esta historia es muy significativa para el destino de estos jóvenes enamorados, no solo es por la continuidad de la pareja, sino por el deseo que los habita y por la construcción de un proyecto en común. Se plantea como una fórmula simbólica de tres letras (Recuerdo-Abrazo-Amor), y traducida al lenguaje cotidiano sonaría más o menos así:

¿Abrazaremos el amor o recordaremos los abrazos?

Les presento: 
mi ex maestro de idioma chino
                                                                                                                                                                    HUGO CUCCARESE

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