domingo, 29 de junio de 2014

EL BIGOTE DE CLARK GABLE Y CHARLES BRONSON

La flor sobre la piedra

 A mi juicio -y sólo a mi juicio- el refinado y elegante bigote que luce Charles Bronson en su impenetrable expresión de piedra es, a simple vista, metafóricamente comparable a la imagen de una flor sobre un terreno escarpado. Semejante a un trazo caligráfico sobre un papel de arroz.
Decididamente, una pintura zen.



Este escueto rasgo facial es el que sin duda alguna volvió delicadamente diferente al actor lituano, allá por los años ´60 y ´70, donde alcanzó fama internacional; el mismo que logró alejarlo de la ruda apariencia del típico boxeador, lento y pesado, con vulgar cara de malo -más para el papel de matón que para el de galán- y lo hizo verse en la pantalla grande, paradigmáticamente, como el Clark Gable de su generación.
  
El pétreo, enigmático y siempre eterno Charles Bronson es el hombre de bronce, tal como lo indican las letras del nombre ficticio que eligió para sustituir a Buchinsky, su verdadero apellido lituano con el que aparece en los créditos de sus primeras apariciones, donde todavía no era tan conocido. Su dorado y recio rostro de guerrero, ligeramente aplacado por la clara profundidad de unos ojos pequeños, pero intensamente celestes, y  por ese fino bigote de gato en el que descansaba su felino y vital magnetismo, terminó ocupando un lugar destacado entre los astros más famosos de Hollywood y conocido en su mejor época como el “Monstruo Sagrado”. Ese atractivo arrollador que engalanaba sutilmente su vigorosa e impactante presencia, contribuyó decididamente a afianzar su extendida fama de “actor duro”, el mismo semblante potente y resuelto que desplegaba en cada una de sus inolvidables escenas de acción.
  
Frente a las luces y las cámaras  de cine el bigote afrancesado aparece en el rostro suave y apacible de Clark Gable como un rasgo, típicamente masculino, que endurece sus delicadas facciones hasta el punto de hacerlas proporcionalmente armónicas y atractivas para el ojo del espectador; y en el rostro vigoroso y apergaminado de Charles Bronson, como un rasgo ligeramente femenino, que suaviza su fría y áspera expresión hasta llevarla a un equilibrio visual casi perfecto.

Es evidente que la pequeña y robusta envergadura de Bronson hubiera terminado sin garbo ni refinamiento, como la torpe y musculosa figura de un ochentista Silverster Stallone de no haber encontrado ese toque potente de suave distinción que inmortalizó en el celuloide el carácter severo de su rostro y el porte atlético de su figura. (Por algo el actor de “Rocky” y “Rambo” reconoció públicamente ser un gran admirador del recordado actor, y manifestó su deseo de dirigir y protagonizar una nueva recreación de su inolvidable  “Vengador Anónimo”).

Esa delgada y magnética mata de vello sobre el labio superior de Gable convirtió al joven y esbelto actor de cine, allá por los años cuarenta y cincuenta, en un galán simplemente irresistible. Los suspiros que supo arrancar en la platea femenina de su época eran producto de esa magia natural que despertaba en la pantalla sus apasionados y glamorosos besos. El misterioso encanto de este varonil detalle facial -pero sobre la gruesa boca de Bronson- despertó contrariamente la admiración del público masculino, que no tardó en asimilar a su silenciosa figura con la de un paladín de la justicia, (pero de la justicia por mano propia, claro, de la ley que imponía por la fuerza de sus brazos y sus puños). Lo que se ve aquí es que el mismo insignificante elemento estético en la fisonomía que convirtió a uno en el ídolo más aplaudido que ha dado el cine romántico, hizo del otro, de ese incontrastable opuesto, uno de los héroes más duros y recordados de las películas de acción. Interesante, ¿no?

El característico bigotito que le dio fuerza y virilidad al adorable semblante de Gable (cualidades éstas que ya sobraban en la dura faz de Bronson) es el mismo rasgo maestro que llenó después el encantador aspecto de Bronson, con  un nuevo y refrescante aire de clase y estilo, (cualidades éstas que ya portaba con creces el suave rostro de Gable). Es paradigmático, pero visualmente cierto: el vigoroso y alicaído artificio que masculinizó el rostro de Clark Gable, sutilmente, haciéndolo ver en la pantalla cinematográfica como un verdadero y excéntrico dandy francés no es otro que el que feminizó ligeramente el duro rostro de Charles Bronson, otorgándole así ese aspecto exótico de guerrero samurai que tan bien lucía en la mayoría de sus interpretaciones.

(Hasta los viejos y temerarios samuráis, hombres que se especializaban en el arte de la guerra y la espada, considerados los más rudos y despiadados en la batalla del cuerpo a cuerpo, eran también grandes amantes de la poesía, la escritura y los arreglos florales, aspectos más relacionados con el lado suave o “femenino”, si se quiere, del hombre).

Es evidente que en una cara primorosa como la de Gable, la sensualidad de este lánguido bigote pareciera provocar una leve sensación de “afeamiento”, la suficiente como para que no lucir, digamos, “todo lindo”, y encerrar la imagen del actor en  papeles sólo de galanes;  pero en una cara no tan agraciada como la de Bronson, esta misma ornamentación vellosa es la que contrariamente le ha otorgado a su faz la ilusión de “embellecimiento”, la necesaria también como para que no verse “toda fea”, y lleve al actor a interpretar sólo papeles secundarios o de villanos hoscos y vacíos. (Por esta razón el actor ha aparecido a lo largo de  sus ochenta películas, protagonizando casi siempre –a excepción de algunas realmente inolvidables- papeles de héroes, justicieros y vengadores).

La increíble potencia que lleva implícita la apariencia de ese adorable bigotito hizo en el rostro de Gable su marca de acero, y en el de Bronson, su punto más vulnerable; y de algún modo, también ha logrado modelar -y por cierto de forma perfectamente acabada- los rostros y los perfiles actorales de estos dos grandes monstruos del viejo cine de Hollywood a quienes les ha concedido, sin distinción y en igual medida, ese brillo misterioso e inagotable que aún hoy luce la imagen de sus legendarias y rutilantes figuras.

Hugo Cuccarese


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SER O NO SER MUFA

Maradona; al final, ¿trae buena suerte o mala 
suerte?

Si bien ignoramos las razones que llevaron a los Grondona a decir lo que dijeron sobre Maradona no podemos pecar de ingenuos y creer que no sabían la explosión mediática que iban a  ocasionar al lanzar semejante bombazo en contra de la figura de Diego.  Por eso nos preguntamos, ¿qué hay detrás de este extraño y engañoso tweet lanzado, oh, casualmente,  en medio de un mundial, frente a los ojos de millones de fanaticos y cuando la actuación del seleccionado argentino no era exactamente la que todos esperábamos y queríamos ver allí?

Nadie mejor que el mismo Grondona para saber que los éxitos deportivos vinieron de la mano de Maradona. Eso es algo que no se discute. Aquí lo  que llama más la atención es que él,  conociendo perfectamente todo lo que  Diego le ha brindado a la Selección Mayor y todo ese enorme caudal de suerte que le ha traído siempre a la Argentina, cada vez que ha pisado una cancha embanderando los colores albicelestes, de todos modos decidiera llamarlo mufa, es decir, como aquel que trae la “mala suerte”. ¿No es esto algo extraño para dejar pasar por alto?

Pero empecemos por algún lugar. Todos sabemos que desde siempre la mejor representación de la suerte es la moneda lanzada al aire. Para los chinos, por ejemplo, la mala suerte es  la otra cara de la buena suerte, y al mismo tiempo, es el germen que la engendra.  Por lo tanto, podríamos comenzar preguntándonos como lo hacen los chinos: ¿Qué es buena suerte? ¿Qué es mala suerte? 

Pero vayamos despacio. ¿Podemos tildar esta incontinencia verbal de parte de una de las personas más importantes de FIFA simplemente como un “error” de su parte? ¿O existe en esta “desafortunada” expresión algo que se nos pasa desapercibido y que, de algún modo pone en juego, justamente eso, la fortuna que ha tenido la Selección Mayor al producirse el gol de Messi al final del partido? Y claro que hemos sido afortunados con ese golazo en el último minuto. Pero  según Grondona, parece que nuestra buena fortuna no se la debemos a Messi (a quien nunca nombró en su ya tristemente célebre expresión del twitter) sino, extrañamente, ¡al mufa de Maradona! ¿Qué loco, no?

Llama la atención pero es así. Grondona no mencionó a Messi para nada, (que es en realidad el verdadero hacedor de  nuestra buena suerte con  ese golazo que hizo en el último minuto), pero sí a Maradona, diciendo que nos trajo la buena suerte a partir de la “mala suerte” que él mismo genera. Por esa razón nos preguntábamos al comienzo: Maradona –según Grondona-, ¿trae buena o mala suerte?

Bueno, parece que eso es lo que Maradona sigue generando en el corazón de aquellos que, pese a querer demostrar lo contrario, todavía siguen amándolo y suspirando por verlo jugar.  Nos adelantamos un poco. Pero este tweet de Grondona parece traslucir más una expresión de deseo, y de buena fortuna (para el propio Diego), que una arremetida desquiciada y sin sentido en contra de su invulnerable figura.

El tema es este: En el fondo lo que Grondona está diciendo con ese vomito verbal no es lo que todos creen ni están imaginándose por allí. En verdad no se trata de que la intensión de Grondona ha sido la de manchar la inalterable figura de Diego;  en realidad, podríamos decir que no es un ataque directo hacia el propio Maradona -como todos creen ver-, sino hacia la figura del mismo Messi. Sin duda ustedes se preguntarán por qué decimos esto. La respuesta es muy sencilla: Porque como siempre suele ocurrir con las palabras del neurótico, con las de Grondona, que no son la excepción, son por cierto tan evidentes en su sentido que no dejan ver lo que realmente están diciendo, a través de su sentido.

A ver, Grondona no digo: “Cuando se fue el mufa de Maradona, Messi logró convertir el gol”; él dijo: “Se fue el mufa y ganamos el partido”, minimizando con ello el esfuerzo y  el talento de Messi. Por eso el propio Diego, conmovido por semejante expresión –a su favor, aunque todos crean, incluido él mismo, que es en su contra-, tuvo que salir a escribir una carta destinada a su nietito, como una forma de rebatir la misma idolatría que Grondona aún siente por él, por el más grande, por Maradona. O, mejor dicho, tuvo que salir a ponerle un límite al amor fanático e incondicional que todavía le sigue  profesando por Diego como futbolista.

Por esa razón, Diego tuvo que dejar dicho en una parte de su escrito:

“La magia de un tipo como Leonel Messi es indiscutible, y no es producto de una mufa, no es producto de la suerte. Porque si hablamos de suerte, yo soy un tipo afortunado. La pelota no se mancha; aunque algunos se la quieran comer”.

El tweet de Grondona no fue para despotricar contra Maradona sino para expresar su desilusión, su descontento y su desencanto con el juego del propio Messi. Ya que esa expresión dejó deslizar con el término  “mufa” (es decir, el que trae la buena suerte con la mala suerte), su amor hacia Diego; no su amor hacia Messi, ya que su presencia en las gradas fue más fuerte y más apasionada que la presencia del pulga en la cancha, pues le hizo causa para hablar y decir cosas sobre Él, sobre “el D1OS”; y no sobre él, sobre “el Messías”.

El polémico tweet de Grondona logró finalmente intensificar en las gradas del Estadio brasileño el tenue y desapercibido brillo que Maradona lucía allí como espectador, hasta darle la forma y la potencia de un pequeño sol. Y esto fue así, todos lo vimos: el propio gol de Messi quedó opacado totalmente por la explosión de luz que le otorgó a Maradona la supuesta expresión descalificadora. Es increíble, pero Maradona sigue dando que hablar: ¡Ahora gracias a Grondona todo el mundo habla de la suerte que nos trajo “El mufa”! Después dicen ¡qué grande que es Maradona! Y por cierto. Pero es producto de lo que sigue generando en el corazón futbolero la idealización que han hecho de él sus más fervientes y negadores admiradores. 

Y cuán inconmensurable será el poder que aún detenta Maradona que, sin jugar en la Selección, ¡nos hace ganar igual! Para Grondona, parece que ya bastara con el solo hecho de que Diego esté en la cancha -aunque sea al menos en  la tribuna del Estadio y como un hincha más-,  pues es suficiente para traernos “la suerte” y lo que ella concibe: la posibilidad de ganar. El mágico resplandor de su aura es tan arrollador que aun después de muchos años de haberse retirado del futbol sigue dándole magia a la Selección Nacional y alegría a los argentinos. No juega; ¡y sin embargo ayuda a convertir goles! Y fíjense; todo es gracias al quejoso amor que todavía siente Grondona por el recordado genio de Maradona.

Según Grondona –quién fue uno de los más grandes adoradores de Diego en  sus tiempos de gloria- es solo a través de la negación de la suerte que  se puede tener suerte. (Recordemos, y solo de paso, que la lógica del inconsciente freudiano también funciona de ese modo: afirma negando). Gracias a la figura del “mufa”, el que nos trae la “mala suerte”, es decir, la suerte adversa a nuestros deseos e intereses personales, es que obtenemos como consecuencia de ello la “buena suerte”, la suerte a nuestro favor. Y si él hace encarnar en Diego a la figura que trae la mala suerte al equipo argentino (cuando todos saben que fue todo lo contrario, y el mismo Grondona es el primero que lo sabe) y, sin embargo lo  afirma igual, es que lo hace especialmente para decir algo que, a todas luces, es evidente que no se atreve a decir públicamente. ¿Qué es? Pues bien; hablar mal de Messi. (Entiéndase “hablar mal” como criticarlo)

Hoy la pelota la tiene Messi. Y Grondona sabe que, como dijo Diego, la pelota no se mancha,   entonces sabe que no se puede tocar a Messi del mismo modo que no se lo puede tocar a él. Tocarlo sería tocarse. Es decir, suicidarse públicamente. Sería ponerse en contra a todo el mundo, con las consecuencias nefastas e irreversibles que eso podría ocasionarle a su ya cuestionada función dentro de la FIFA. Messi y Grondona son intocables. Esta es la realidad, y él no va a mancharse a sí mismo por tocar al mejor y más incuestionado jugador del mundo. Pero con Maradona sí se puede, porque con él todo es posible. Con él es diferente. Tanto se habla de Diego que a estas alturas un comentario o una frase poco feliz hacia su persona ya no traería para nadie demasiadas consecuencias adversas. Por eso decidió  llegar a la “Pulga” a través de la “Pelusa”. Tuvo que tocar de Maradona para ensuciar a Messi. Tuvo que hablar de uno para poder dejar dicho algo del otro.

La imposibilidad de criticar públicamente la pálida y apagada actuación de Messi en el partido contra Irán, y más después, cuando al final terminó convirtiendo el gol, lo llevó a Grondona a arremeter contra Diego cuando éste se levantó de las gradas, tratando de opacar innecesariamente la luz que genera cuando se encuentra en un Estadio de fútbol, ante millones de personas, con la expresa intensión de destacar en el césped el brillo de Messi. ¡Pero el brillo de su ausencia! 

Es decir; que para destacar el deslucido papel de Lionel en ese partido Grondona debió atacar la figura de Diego, que ya hace tiempo que está afuera de juego, (tal vez pensando que una mancha más al tigre no haría mella en él)  aunque con ello terminara, paradójicamente, potenciando su luz; como finalmente ocurrió. Ya que todo el mundo terminó hablando más de Grondona y de lo que Grondona había dicho sobre Maradona, que el mismo gol de Messi que salvó a la Selección. ¿Increíble no? Otra vez Maradona vuelve a brillar en una cancha de futbol. Esta vez, por fuera de ella, y gracias a un comentario que tenía por objeto descalificarlo y opacar su figura. Es extraordinario lo que dicen las palabras cuando se lanzan ciega y sordamente sin saber lo que se dice y sin saber lo que ellas dicen, ¿verdad?

Como siempre pasa que el neurótico, sin querer queriendo, termina siempre diciendo lo que realmente quiere decir, aunque no siempre pueda saber lo que está diciendo, ni decirlo de la forma que lo quisiera decir. Podríamos entonces preguntarnos: ¿Y si lo que se le planteó a Grondona al ver el partido contra Irán, y tal vez desilusionarse con el juego de Messi y con todas las expectativas que había puesto en él, fue el deseo de que fuera Diego quien estuviera jugando allí, en lugar de Lionel, dándole a la Selección la gloria de los viejos tiempos? ¿Cómo decirlo? ¿Cómo gritar los cuatro vientos que me encantaría que en el lugar de “el 1O" esté jugando “el D1OS”? 

De allí y por todo lo expuesto hasta aquí es que decimos que lo de Grondona no fue una expresión desacertada; sino una expresión acertadísima. Claro que para decir lo que no pudo decir de otro modo más que diciéndolo así, des-acertadamente.

Podríamos entonces terminar estas reflexiones dando vuelta el término que tanto ha dado que hablar esta semana a todos los argentinos, con ese polémico tweet, y exclamar, con voz de buen amigo, para aplacar un poco el ánimo dolido de nuestro querido “diez”:

-´Diego, vos “fumá”; ¡que no sos “mufa!”´.


Hugo Cuccarese

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TÓMESE UNA COPA... UNA COPAA... DE VINO

Cuando un adicto al alcoholismo afirma “ésta es la última copa que voy a tomar” y luego toma otra, y  luego toma otra, y otra, es porque esta supuesta “última” copa no tiene el peso suficiente en su discurso para convertirse, verdaderamente, en “la última” copa. A raíz de esto, todas las copas que sigue bebiendo después de  esta supuesta “última” siguen siendo “las últimas” copas, pero no “la última”,  “la última última”. La cuestión es hacer de toda esa hilera infinita de últimas copas la verdaderamente “ultima”, logrando que esta última copa deje de ser “una copa más”, “una última copa más”.

Cuando el sujeto construye con la bebida alcohólica un vinculo enfermizo y dependiente, es decir, un vínculo neurótico, la posibilidad de disfrutar de la bebida desaparece automáticamente dando paso al surgimiento de  un lazo fantasmático con ella, haciendo que esta ansiada “última copa” nunca llegue a ser realmente “una última” copa, siguiéndole a ella, en casi todos los casos, otras últimas copas, y otras tantas copas, dando comienzo al famoso cuento del nunca acabar. Desgraciadamente en ningún caso este “la”, de “la última copa”, (el principio y el fin de estos encuentros con la bebida) coincide con la muerte de la copa ni con el deseo de beber contenido en ella, pero sí en cambio, en casi todas las veces coincide con la muerte  del que bebe, es decir, con el sujeto que se encuentra como objeto de la bebida, sujetado de por vida a la copa que se resiste a soltar.  

El sentido de este “La” de “la última” copa (escrito así, con mayúscula, para entender mejor su  carácter expansivo y universal) es encerrar toda una sucesión interminable de pequeños “la” que terminan finalmente volviéndose “las”. Cuando alguien decide tomarse “las ultimas copas”, ¿cuántas copas son?, ¿dos, veinte, doscientas? ¿Cuántas copas entran exactamente en las últimas copas? El fantasma de hacer un universal con el pronombre “la” (que no es otro que el del “La” de “La mujer”, que no existe, como decía Lacan) posibilita que en este “La” entren todas las copas juntas, entren todas las “las” copas del mundo. Para el que sufre la imposibilidad de poner fin con la palabra al acto de beber desenfrenadamente no le es posible utilizar el “la” de ninguna última nada como la escritura de ningún  fin. Es como pretender escribir un particular desde un universal.

Para poner un punto final y hacer con ello tope o tapón al cada vez más creciente síntoma de la adicción, (ya sea bajo su forma de “apetito de beber” o de “sed de comer”), hay que convertir el “la” de “la copa” en un “una”, de “una copa”, “una sola”. Pero esto tampoco alcanzaría para poner fin al drama que vive el sujeto encarcelado en esta posición de objeto en la adicción, puesto que después de “una copa” viene “otra copa”, que es, en sí misma, “una copa más”, y esto es, para el que bebe, el comienzo de una nueva serie contable de copas  incontables.

Si se nos permite la expresión podríamos hablar de “El Alfa y La Omega de los bebedores”,  y decir que entre El principio y El fin de la adicción hay un infinito de copas deseadas y de copas bebidas. Sólo articulando el “una sola” (una sola basta, una sola es suficiente para mí) es posible establecer para el sujeto el Principio y el Fin “de todas las copas bebidas y bebibles”, y convertirse “la copa una” en “la copa última”, la “una más” en la “una final”. O el Otro encierra el Principio de las infinitas copas a beber o el Otro es el Final de toda esa posibilidad de copas bebibles.

Tanto la Primera como la Última copa están contenidas en esta “una” de “una sola copa”. Por eso el inconsciente del sujeto que puede decir y sostener en su discurso el “una sola”, el “una sola basta y sobra” no tiene problemas para beber ni para ponerle un límite a la bebida, un tope a la infinita posibilidad de copas posibles de beber. Para contar. La imposibilidad está para el que quiera escribir este “una” de una copa o una lo que sea, ya que matemáticamente solo se puede escribir “uno” (1) no “una”. Por eso en el “una copa” están “todas las copas”, (es la estructura del modelo universal: en el Uno mayor  están contenidos todos los unos pequeños) y por eso está allí también la imposibilidad de librarse de esa serie infinitas de copas bebibles, que se le abre al sujeto que entra y que se pierde en ese universo que llama, que invoca, para quien está en su fantasma en posición de objeto para la copa, el significante “una”.

Para el sujeto que no tiene ningún fantasma con la bebida ni con las copas o con los platos, “una copa es una copa”, no se abre allí ninguna serie inconsciente que ponga en juego ningún infinito fantasmático, ninguna adicción. Solo queda atrapado el sujeto para el que “una copa no es una copa” sino cualquier otra cosa que su fantasma determine como objeto para él, por el significante “copa”.

Si bien utilizamos estas “formas de decir” para decir no-todo, no son especialmente por las formas, sino por el mismo Decir que encuentran aquí, para el sujeto que las dice, el justo y riguroso sentido que le compete. O sea; la posibilidad de poder decir simplemente “no bebo más”.


Hugo Cuccarese


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EL SABIO, EL SABER Y EL SABOR

Nosotros, como buenos occidentales que somos, y  seguramente un poco influidos por esa forma de vida aburguesada que llevamos a causa del agitado y desmedido avance del capitalismo, no solo hemos ido perdiendo con el tiempo el sentido y el gusto por el “buen vivir” (que es un vivir inmerso en el arte de vivir)  sino que también hemos ido tergiversando su legendario sentido hasta confundirlo completamente con el “bien vivir”, (entendido como “vivir bien”), es decir, aferrados a los  lujos y las posesiones materiales, pero apartado de lo que antiguamente tenía que más que ver con la espiritualización y el Arte de Vivir.


¿Un libro que enseña a saborear la vida?

¿Por qué a lo largo de la historia de la filosofía china sabios y eruditos de todos los tiempos nos han venido hablando de un “arte de vivir” como si, con vivir simplemente, no alcanzara?

La vorágine anonadante de estos alocados tiempos pos modernos nos ha conducido finalmente a un callejón sin salida: o bien pasamos gran parte de nuestros días automatizados, alienados a la mecánica y cotidiana avidez del consumismo y su mortífera demanda de consumir más, cada vez más; o bien vivimos cada vez más alejados de la naturaleza y de lo que es verdaderamente esencial, desconectados del cielo y de la tierra, de la palabra verdadera que nos une a nuestros semejantes desde el sentimiento, dirigidos ciegamente en una dirección fantasmática, totalmente opuesta a los designios de  nuestros verdaderos deseos.

Podríamos entonces adoptar una postura semejante a la de los antiguos griegos y chinos y pensar que no existe tal cosa como un “buen” vivir. Pero afortunadamente y para sorpresa de muchos de nosotros, hemos logrado rescatar de las entrañas del olvido una milenaria forma de pensar y de actuar en la vida (una forma amorfa y sin embargo no caótica), una manera de sentir con el cuerpo y con el alma cada minuto de nuestra vida, y hacer –sin hacer- del “buen vivir” un “vivir bien”, que es una forma de hacer de la vida un arte, “un arte de vivir”.

Así como Sun Wu Tzu ha escrito El arte de la guerra hubo alguien que siguiendo esa misma dirección y lineamientos –al arte me refiero- trazó con caracteres chinos el camino que conduce hacia el Arte del Vivir. Quien haya sido ese sabio sibarita que en la historia del pensamiento filosófico fue lo suficientemente lúcido e inspirado como para comparar la vida con el arte, merece nuestra más sentida admiración e interés.

“¡Oh, caminante, artista y artesano, tú que haces de tus pies la gubia que cincela, la huella que refracta, la pisada que golpea ciegamente en el camino, has de tu vida una obra de arte!” –puede leerse en un apartado de El tao de la degustación, llamado “El escultor que se talla a sí mismo”-.

La historia del libro es harto confusa. Poco y nada se sabe sobre la fecha de su elaboración. El comentarista de la obra no suele hacer aportes demasiados significativos,  solo bordea el problema de la identidad de su autor sin introducirse en una investigación demasiado profunda. El origen de El tao de la degustación se oculta detrás una nebulosa; el trayecto que ha recorrido hasta llegar hasta nosotros todavía permanece incierto, y para muchos, indiferente. Tal vez nuestra investigación pueda descorrer el velo de misterio y arrojar un manto de luz sobre la impronta que hubo de dejar su paso por la historia del pensamiento chino. El enigmático autor anónimo es probablemente el mayor de los misterios no resueltos hasta el momento. Creemos que es posible dirigirnos en esta dirección y elaborar una tesis que prometa la solución –al menos pasajera- sobre quién ha sido el espíritu que ha urdido la trama de este fascinante sistema de “codificación de sentidos”. Lo único que se conoce a ciencia cierta es que la obra es de origen chino, y que su autor ha debido ser un poeta, un filósofo, o un místico de la época del período Sung. 

En un principio, emprendimos la investigación historiográfica del Tao de la Degustación guiados únicamente  por la luz de la intuición. Luego, poco a poco, hemos ido descubriendo ciertos datos que nos han llevado a reflexionar sobre la autenticidad del libro, y más aún, sobre la identidad de su autor, supuestamente desconocido.  Varias de estas pistas nos han conducido hacia la legendaria figura de uno de los románticos chinos más famosos de la dinastía Sung. Su historia es revisada y analizada aquí bajo la luz de un sorprendente hallazgo. A pesar que ésta es la versión menos aceptada  por los eruditos, sigue siendo la más “creíble”, y porqué no, la más “real” para el autor de estas líneas.

El autor  que citamos en estas páginas escribió El tao de la degustación inspirado en un manuscrito de origen chino, titulado: El sabio, el saber y el sabor, hallado por azar en una vieja librería de Hong Kong. La extraña obra fue adjudicada al célebre poeta Li Po por un comentarista posterior llamado, Wong Shechia, escritor de origen cantones -no muy conocido por los chinos contemporáneos- y comprende 101 piezas poéticas, junto a un exhaustivo análisis del espectro del sabor.

El libro es un sofisticado sistema de codificación de gustos y sabores, basado en la milenaria estructura matemática del I Ching. Es un interesantísimo vademécum de combinaciones entre saberes y sabores. Un verdadero tratado sobre medidas y proporciones que hace del simple placer de degustar –o vivir situaciones- un arte. El libro es sumamente complejo y de difícil abordaje. Para la comprensión del mismo es menester dominar dos artes tan antiguas como el hombre: el I  Ching y el vino. Posiblemente las generaciones posteriores a su publicación no pudieran penetrar en la oscura lógica del libro y, confundiéndola con el desvarío de un viejo loco y borrachín, halla sido  ignorada por tantos siglos.

La estrecha vinculación entre  Shechia y la novedosa filosofía de El tao de la degustación nos ha llevado a descubrir  una de las mayores obras del pensamiento chino, perdida en una pequeña biblioteca de un templo taoísta. Jamás nadie sospechó que Li Po hubiera escrito una prosa de semejante contextura analítica hasta que el letrado comentarista halló firmada la obra con  el seudónimo “Hena T´ang T´uei Shih” “El sabio retirado del estanque de los lotos”. (Uno de los nombres de fantasía de Li Po).

El brillante comentarista de El sabio, el saber y el sabor sostiene que el libro - originariamente destinado a un selecto grupo de discípulos o “degustadores”, amantes de la poesía, del buen vivir y del buen beber, como su maestro- es una selección compilada después de la muerte de su autor por un editor anónimo que, no estando de acuerdo con el título original, decidió cambiarlo por otro. Shechia presume que la obra fue publicada por sus amigos o discípulos después de la muerte de su compilador, durante el tercer año del reinado del emperador Ch´ien Lung (1735 –1795). Y alega que el título de la selección (Trescientas jarras de vino, de la Dinastía T´ang) se basa en la deformación de un dicho popular: “Mediante la lectura concienzuda de los 101 poemas T´ang, sobre el arte del degustar, cualquiera puede vivir en el Tao sin necesidad de aprendizaje”.

Según Shechia, Li Po no ordenaba sus poemas ni demostraba interés alguno en su publicación. Y como dice él, es probable que de los veinte mil poemas que escribiera durante su extensa vida -y de los que apenas han sobrevivido la décima parte- alguno de ellos fuera esta inédita obra que hoy conocemos como El tao de la degustación, considerada por su comentador  como  “El paradigma chino del arte de vivir”.

Nosotros, por nuestra parte, no solo hemos emprendido la investigación del precioso manuscrito al que hacemos referencia, sino que,  dado el rudimentario conocimiento que poseemos del idioma chino, hemos decidido realizar personalmente la traducción del mismo, pero en  estrecha colaboración con eruditos y estudiosos de origen chino, especialistas en dicha lengua y filosofía.

(El resultado de dicha labor hallará el lector ampliamente desarrollado en el artículo que se adjunta en la página oficial de RIO ALBA, bajo el título: Un poeta de pura cepa)


Hugo Cuccarese

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LA ACTUACIÓN ZEN

 El actor, cuanto mejor actúa, peor es como actor.
ANÓNIMO


Todo el mundo sabe que si vemos a alguien representar una obra y percibimos en seguida que está actuando, por más destacada que sea su interpretación sobre el escenario ya ha perdido, con esa sola observación, parte de la credibilidad que necesita tener el actor para convencernos de que no es él quien actúa sino el personaje que interpreta. Tal vez desde una visión más profunda y más comprometida con el sentido de lo que se espera de una verdadera actuación, o lo que se supone de debería ser una “gran actuación”, podemos pensar a groso modo que el actor tiene como objetivo principal la difícil tarea de persuadir al espectador de que nadie actúa, de que no se trata de actuar “a ser otro” o de actuar “a no ser uno”, porque no se trata de “actuar”, de “actuar a ser”, sino de simplemente “ser”, “ser otro”, ser alguien verdaderamente diferente a lo que uno es, que, según la mirada zen, es la forma más creativa y convincente de actuar. La más parecida a la idea que podemos tener sobre lo que ES “ser actor”.

La  actuación como una no-actuación

Si nuestra condición como espectadores que somos es la de mantenemos expectantes es porque mantenemos siempre la misma expectativa: ¿a quién veré actuar en esta obra?, ¿al actor o al personaje? Y en todo caso, actuar, ¿en qué sentido? En el sentido de que es el actor “el que actúa” (el que realiza la acción de actuar) o es el mismo personaje “el que actúa” (el que actúa a no ser él).

Como espectadores quisiéramos ver al actor usando todos su dotes en el arte escénico para convencernos de que al que estamos viendo arriba de las tablas, en realidad, no está “actuando” para nosotros (en el sentido del engaño), de que él en verdad “no es un actor” -alguien que meramente actúa a no-ser-; sino por el contrario, quisiéramos ver al actor como alguien que pone el cuerpo para que el personaje que interpreta cobre vida en él, a costa de entregar en el escenario, metafóricamente hablando, su propia desaparición como actor. Esto es lo que se dice: “dejar la vida en el escenario”. Es en este sentido que hay que entender cuando en el zen se dice que el actor no tiene que actuar. Que más que actuar el actor tiene que “dejarse de actuar” para “dejarse actuar”. El que tiene que actuar es el mismo personaje interpretado, investido por la nueva personalidad de ficción; pero actuar a-través-de-él, del actor, a través del que lo reviste de ánimo y vida sobre el escenario.

Para ser más claros, digámoslo al estilo zen:

Es la no-actuación del actor lo que vuelve perfecta la actuación del actor

Bajo el foco de la filosofía zen en buen actor no es el que actúa bien sino el que nos convence a todos de que no está actuando, de que está siendo en ese preciso momento mágicamente imbuido por el espíritu de alguien que no es él, lo que se ve cuando el que actúa esta siendo “tomado por el personaje”. Precisamente ahí es cuando el actor se fusiona con el personaje y no hay diferencia entre uno y otro, y habla, piensa y siente y se mueve, no como lo haría él mismo, sino como requiere que lo haga el personaje interpretado; con la voz, el ánimo y la gestualidad propia que le ha dado su particular caracterización. Es como el caso del escritor, que para producir el efecto de credibilidad sobre el que lee necesita que la verosimilitud de su pluma sea sublime, suprema.

Algo de esto se percibe en Macedonio Fernández cuando decía que “Hoy todos escriben bien”; un enunciado que deja entrever esta misma cuestión: “los buenos escritores no son necesariamente los que escriben bien”. Es también como lo que ocurre en un acto de magia; en cuanto uno ve los naipes asomarse por la manga del prestidigitador ya se perdió la magia, se rompió la ilusión; y cuando un mago destruye el efecto mágico (la posibilidad de que la carta pueda aparecer y desaparecer de la nada) ya no hace magia; hace desaparecer la magia. Y un mago no puede ser ni engañador ni mentiroso; el buen mago, el gran mago es siempre un gran Ilusionista. Ya que la ilusión siempre es la misma: el poder de poder traer y llevar cosas, de la nada a la nada. Igual que el actor, cuando en su gran acto de magia deja que aparezca y desaparezca en él –de la nada, siempre de la nada- el personaje que convoca. 

Por eso es cierto que cuando vemos a un actor interpretando maravillosamente un papel, algo en nosotros nos dice que ya ha desaparecido parte de esa magia fundamental que se produce sólo sobre las tablas de un escenario, al identificarnos temporalmente con la realidad del personaje; esa esencia primigenia que es, básicamente: “el arte de actuar como si no pareciera que se está actuando”. Cuanto menos conciente sea el actor del papel que representa, más real y transparente será la actuación que nos ofrezca. O digámoslo así: “La mejor actuación es la no–actuación”; que es -precisamente- la actuación no-fingida, no-actuada. La actuación en la que se actúa, pero de una forma en que parece que no se actúa; lo que algunos darían en llamar bajo esta singular mirada zen: la actuación real.

Para que la actuación sobre el escenario recobre en todo su esplendor su sentido originario, que es el de re-presentar un papel (un volver a presentarlo ante la mirada del otro) y sea realmente eficaz (en cuanto a la credibilidad de lo que se está re-presentando) es condición fundamental que el actor muera detrás del personaje, lo encarne con el alma y con el soplo de su voz le de vida propia a través de su no ser. Es aquí donde el actor debe ser él una tumba, un sepulcro, y guardar con su voz –y con su fidelidad- el más grande de los secretos, el secreto de su no–ser, mientras es otro el que habla, el que habita en él. En este sentido, todos somos actores y somos “sepulcros blanqueados”, como dice Jesús; por algo él despotrica contra los fariseos a los que ve precisamente como farsantes. Y los ve así porque así los veía actuar todo el tiempo. Porque veía perfectamente bien que actuaban -no que actuaban perfectamente bien-; por el contrario, él veía que actuaban como si fueran actores mediocres, o mejor aún, como si fueran cadáveres vivientes –recordando esto de los sepulcros blanqueados-.

Bajo esta nueva y sorprendente mirada que nos ofrece el budismo zen a nuestros ojos occidentales sobre el mundo, podríamos decir sobre esta lógica del “actuar no actuando”, y siguiendo el ejemplo del sepulcro de Jesús, que la mortaja que enluta los restos del actor (la de su pálida actuación) no es como se cree la caracterización ni las vestiduras del disfraz, es la misma apariencia mortecina que encarna y sostiene allí -en ese otro sepulcro- donde habita mientras representa: el escenario. Y si ese velo de misterio se descorre y se descubre, la actuación del actor, por más brillante que sea o pueda parecer a los ojos de cualquier espectador, siempre perderá un poco de brillo y de sentido la representación como tal, y con ella, gran parte de lo que le da vida al personaje: el Fuego Sagrado. Convirtiéndose así en un fuego fatuo. (La luz mala de los cementerios y de los antiguos campos santos).

Por esta razón, solo desde el zen puede sostenerse una premisa tan absurda sin que al mismo tiempo sea tan aparentemente contradictoria, como la que podría parecer si decimos que “actuar bien es actuar mal”. Y peor aún, que “actuar bien” o “actuar mal” es no actuar (que por supuesto nada tiene que ver con la no–actuación del zen), pues el verdadero sentido de ésta, como ya dijimos, es actuar como si no se estuviera actuando en absoluto, o que su misma actuación sea un efecto calculado de su no-actuación. Un maestro zen lo expondría bajo la forma de un Koan, diciendo simplemente: “La actuación sin actuación”. O mejor aún: “El arte de actuar sin actuar”.

(Pero de esta misma postulación se desprende aquí una sutil diferencia: “actuar sin actuar” no es “no actuar”, como podría creer vulgarmente el pensador occidental. Actuar sin actuar es actuar “como sí” no se actuara en absoluto, que es diferente).

Una de las características más relevantes que podemos observar de la filosofía zen es que ha logrado salir de los antiguos templos y monasterios para imbuir con su aire rebelde y refrescante el corazón de las sociedades modernas, penetrando en todos los estratos posibles de la cultura, el arte, el deporte y la política, entre otras disciplinas. Si el discurso de los viejos maestros zen pudo adquirir todo su poder y mantener viva su consistencia filosófica durante más de dos mil años fue gracias a su ex-istencia filosófica, es decir, a su “salir de” el lugar donde nació y se desarrolló. Como ocurre en el proceso de desarrollo y crecimiento de cualquier sujeto, podríamos decir que lo que ganó esta disciplina oriental y milenaria en el corazón de los hombres posmodernos fue gracias a lo que ella perdió, a lo que dejó atrás, a la cuna que abandonó.  Si la irrupción filosófica del zen en el arte escénico ha sido positiva y efectiva sobre los sujetos, que pueden asimilarla e incorporarla como tal, ha sido porque ha logrado barrer con la dialéctica y con todas esas especulaciones sobre lo que se supone que es una buena o una mala actuación, con su lógica ilógica de la no-actuación, que es la única forma que tiene el actor-zen de actuar verdaderamente así: no siendo más que siendo lo que él mismo es. Esto es lo que a fin de cuentas podría denominarse para el zen: la Gran Actuación.

Cuando el ego del actor quiere lucirse por sobre el del personaje es porque en el fondo el actor -desprovisto del verdadero don de la actuación- menosprecia la creación del poeta y busca encumbrarse él mismo como personaje, como ego y faro cegador. Esto es lo que se juega para el actor en esta invisible juntura que une y separa el doblez de la actuación: ser y no ser el personaje. Por eso hablamos anteriormente de “el actor como asesino” y “el actor como cadáver”, y decimos que, en escena, el personaje debe devorarse al actor y no dejar rastros visibles ni tangibles de su persona. Por lo menos hasta que la caída del telón marque sobre las tablas el final de la alienación para el que actúa y el retorno hacia sí mismo, hacia su vida personal. Porque cuando es al revés, es el actor el que utiliza las herramientas propias que ofrece el mundo de la teatralidad, exclusivamente como un medio para destacarse él mismo y sobresalir por encima del personaje que desprecia y aniquila. Ésta vil y egoísta utilización del arte degrada y empobrece al mismo arte que utiliza, porque éste es el actor que verdaderamente “actúa”, pero que actúa únicamente para no actuar, para mentirnos a que actúa cuando no actúa, para ser él mismo un personaje de sí mismo, sin ninguna otra razón más que la de darle vida –una falsa vida- a la vida que no tiene. A su propio e inexistente ego.

De este modo, la consigna de la actuación zen será brindarle al actor la posibilidad de que interprete un papel en el que actúe a través del personaje, y no saltando por encima de él, encegueciendo y anulando la credibilidad del público con las deslucidas luces de su pequeño ego. Porque o desaparece el actor en el personaje, dándole vida a la interpretación que ha creado de él el poeta, o es el actor el que hace desaparecer al personaje, tapándolo con su persona, negándolo con una burda y narcisa interpretación de sí mismo. Una interpretación que por poner en juego el brillo propio –y no el del personaje- bien podríamos llamarlo “fatuidad”. Como ese profesor que dijo: “Sartre es brillante”, –pero en un tono marcadamente irónico-. Siendo el concepto de brillo utilizado aquí en un sentido negativo. Es como decir, “su luz es cegadora”, “su brillo no ilumina”.

A esto mismo nos referíamos cuando decíamos que es un problema cuando el actor es realmente bueno o brillante, porque ese mismo brillo fálico (yoico) es el que opacará su misma actuación al impedir al personaje alcanzar su propio lucimiento, bajo las luces de su propio candil: el Fuego Sagrado. La única luz que deslumbra los ojos del espectador sin encandilarlos, sin enceguecerlos. Las candilejas del alma de un gran actor son y serán siempre, pues, para todos los que amamos las buenas y grandes actuaciones, las que no encandilan los ojos del que la contempla.

Hugo Cuccarese


Don Gato y su pandilla

miércoles, 25 de junio de 2014

MESSI; EL SUPERMESSI

Siguiendo en esta dirección, podríamos decir que los “mesías” de hoy en día lucen una apariencia mucho más cuidada y refinada que la que podía verse en otros tiempos. Por supuesto que ya no visten aquellas humildes túnicas de lana sino unas bellas y ajustadas camisetas, con exaltados colores y pantaloncillos al tono, también haciéndole juego. Decididamente hoy llevan una apariencia más prolija; se han cortado el pelo y afeitado la barba, porque, como todos saben, han dejado atrás las sandalias y se han puesto los botines.

Con solo acercarnos a un puesto de diario podemos apreciar la locura que genera el fútbol en los más apasionados y fervorosos entusiastas del balón, y el aspecto religioso que por supuesto gira en torno a él. El periodismo deportivo pareciera esperar con ansias el momento exacto en el que un jugador de fútbol se convierte en crack para  luego elevarlo a superhéroe, y finalmente retratarlo como tal en las primeras planas de todos los matutinos.

Una demostración de este fenómeno fue sin lugar a dudas cuando Messi emuló a Maradona en el golazo a los ingleses –ése que dio la vuelta al mundo en un sólo día-, y a uno de los diarios españoles le bastó con sacar una portada con su nombre, escrito con la “S” mayúscula de “Superman”, así:

“MESSI”.


Y lo hicieron adrede, por supuesto, en rojo y amarillo sobre fondo azul, copiando  el formato de la reconocida letra S que exhibe el superhéroe en sus fornidos pectorales. Recordemos que el traje tricolor que luce Superman lleva casualmente los mismos colores azul, rojo y amarillo que tiene la camiseta del equipo del Barcelona, donde ahora juega el Súper Messi.  
                                                                                                           
El diario El País, de España, lo tituló: “EL PIE DE DIOS”. Pero el problema es que escrito así (con la “I” latina) no remite al pie de Messi, sino al pie lacerado del héroe del cristianismo. Y con la escritura del “1”, tampoco. En dicho caso, escrito de ese modo, hubiera sido una alusión directa al pie de Maradona (D1OS). Por lo visto, no hay manera de que el lenguaje permita inscribir a “la pulga” como Dios, como sí ocurrió con “el pelusa”; sólo como un “súper pibe”, dueño de súper poderes. O como también se lo llamó: “La pulga atómica”.

Debemos aclarar que si el gol que hizo Diego en el ´86 es hoy considerado un  gol inmortal es porque, en primer lugar, fue un gol “soñado” –como dijo él mismo-, un gol que quisiera hacer cualquiera que le apasione un poquito así el fútbol; y segundo, porque lo hizo en un Mundial, en las semifinales y nada menos que contra Inglaterra. De allí que, pese a lo extraordinario que fuera en sí misma aquella extraordinaria “jugada calcada”, la copia de Messi no alcanzará las dimensiones que tuvo el original y durará –al final de cuentas- lo que duró su fama alrededor del mundo: un sólo día.

No olvidemos que vivimos en un país supersticioso y cabulero. Más del 90% de la gente confiesa creer en Dios. No obstante, la idiosincrasia de los argentinos nos permite soñar con la llegada del Mesías sin que necesitemos pisar una iglesia o sumergirnos en la lectura del Apocalipsis. La imagen del profeta –del “profeta de la redonda”, (que es en sí misma “un pequeño mundo”)- ya se ve prefigurada, como venimos sosteniendo a lo largo de todas estas líneas, en el propio nombre del futbolista. Si la fama de Messi se ve cada día más favorecida y exaltada por sus magníficos dotes, y si a su alrededor crece el fervor y la veneración, tal como le ocurriera anteriormente a nuestro querido Diego, con seguridad su causa no se encuentra más que en ese decir que, como ya dijimos, se desliza cada vez que su Santo Nombre es pronunciado como tal.

Es muy probable que habiendo visto los hinchas de fútbol las obras del maravilloso “pulga”, después de las realizadas por el recordado “pelusa” se preguntaran, tal vez con la misma inquebrantable fe que sostenía en su cautiverio Juan el Bautista:

“¿Eres Tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?”

¿Acaso el hecho de que Messi haya tenido que irse a jugar a Europa, por las razones que fuesen, no es coherente con aquello que se dice del Mesías, sobre que “nadie es profeta en su tierra”?
La constelación simbólica que rige para estos amados futbolistas argentinos, elevados al estatuto de dioses o divinidades populares, se encuentra bañada por un profundo sentido religioso, un sentimiento de hermandad universal que los hinchas de hoy viven con la misma rabiosa vehemencia con la que lo hicieron los fanáticos de ayer. Por eso cuando los jugadores de la Selección Mayor se invisten con la encantadora mística de esos talentos divinos, y en las banderas argentinas flamea esa sagrada inscripción futbolera, “El D1OS envió a su MESSIas”, la albiceleste se torna también, y excepcionalmente, albi... celestial.


ANEXO del 24-05-14


El llamado “realismo mágico” ha saltado de las páginas de la buena literatura para apoderarse ampliamente de otro campo: el campo de juego. Así vemos a los periodistas nombrando a las hazañas deportivas  como “jugadas milagrosas”, o hablando de “la magia” que tendrían algunos jugadores. El cruce entre religión y fútbol (ambos fenómenos que congrega la pasión de  multitudes) se hace cada vez más notorio y expansivo con el auge y las posibilidades que ofrece la tecnología del internet (otro fenómeno que también abarca multitudes).   

Si googleamos en internet, podemos encontrar el nombre de Messi relacionado con el de Superman de mil maneras diferentes. Por ejemplo, la misma letra S de Superman es  utilizada en el nombre de Messi así: “MESI”, y en el nombre de Jesús así: “JESUS”, produciendo no solo  una asociación directa de él (de Messi) con Él (el Mesías), sino también a una superposición –para seguir jugando con este sentido- de los  súper poderes que tiene el jugador, con los  poderes divinos que posee el Hijo de Dios.

                             

Internet está repleto de imágenes de portadas de diarios y revistas especializadas en deporte, vinculando, como dijimos antes, con  títulos enormes y muy llamativos el nombre de Messi con el nombre de Superman, con seguridad el superhéroe más famoso del mundo. En todas las planas podernos ver titulares que retratan al jugador como el eterno superhéroe, escribiendo infinidad de veces su nombre así: “Supermessi”, todo junto, o “súper Messsi”, separado;  incluso con la imagen de la “S” de Superman entre súper y Messi, pero lo que extrañamente no aparece nunca es el nombre del jugador escrito con la S de Superman en el lugar de las dos eses de Messi, como expliqué más arriba, lo que sería la máxima  contracción significante, la del logo del superhéroe –que no es otro que la inicial de su nombre- en medio del nombre del jugador. Algo muy similar a lo que hicieron los hinchas de Maradona inscribiendo el número 10 de su camiseta, adentro del nombre de Dios (D10S), logrando escribir lo que sus gargantas no cesaban de gritar, a saber: que “Maradona ES Dios”.            

                             

Este anexo es posterior a este pequeño artículo que data de la época en que escribí mi libro El nombre de D1OS, Maradona. Y ahora, repasando estos escritos para subirlos a esta página web, que actualmente estoy construyendo, y buscando en internet, no puedo encontrar ni la portada del diario El País, que cité en este mismo artículo más arriba, en la que digo  haber visto ese titular que rezaba “EL PIE DE DIOS”, ni la otra tampoco, en la que habían escrito a todo color las dos eses del nombre de Messi con una sola y más grande, igual a la S de Superman.

Estoy seguro de que ese titular existe -porque yo lo vi-, y seguramente debe estar por ahí dando vueltas en algún insondable  rincón de internet -porque yo no lo inventé-, lo juro, pero lo extraño es que no  aparezca por ningún lado.  Lo que me resulta  llamativo es que existen infinidad de portadas de diarios y revistas que relacionan la imagen y el nombre del jugador con el citado superhéroe, -y de mil modos diferentes-, ¡pero nunca aparece su nombre escrito como yo lo vi! ¡Con la S de Superman!   

Por lo que puede verse en los medios gráficos que aparecen en internet, los periodistas deportivos -quienes seguramente también serán fanáticos del jugador- no escatiman creatividad a la hora de construir imágenes que asocien a Leonel y a sus excepcionales talentos con la divinidad, los milagros y los poderes mágicos. Me pregunto por qué entonces no aparece esa ingeniosa construcción significante, con esa S enorme en su nombre  –que, reitero, en algún lugar he visto-, en vez  de dar vueltas alabando en las tapas de revistas “lo súper” que es el jugador, pegando a su nombre la misma palabra súper, cuando con esa sola imagen (la de la S roja y grandota entre las letras de  Messi) bastaría para simplificar y potenciar lo que por todos los medios y literalmente se intenta decir, a saber: que Messi, cuando  entra a una cancha de fútbol luciendo los colores de la camiseta del Barza, verdaderamente, ES un “Supermessi” (un hombre sobrehumano, dotado de poderes increíbles), del mismo modo que  Clark Kent cuando se pone ese ceñido traje azul con capa roja, que le otorga poder en la musculatura y don para volar,  y se vuelve un súper hombre.

Lo irónico de todo esto es descubrir que aquel tímido muchacho que antes tenía dificultades para crecer ahora no pare de agigantar su figura. Esto demuestra –y con creces- para aquellos que en su momento no pudieron o no quisieron ver que  el caudal de su inmenso y arrollador talento era también, después de todo, inagotable.



Así que ya saben, si alguien navega por allí y tiene la suerte de encontrar esa bendita portada (la que ya ha tomado para mí ribetes de carácter casi mítico), que me la envíe por favor para subirla aquí. Que le estaré sumamente agradecido.

            
   Hugo Cuccarese

Mis dibujos



EL TAQUITO DE MARTÍN


MARTÍN ES PROFESOR DE LITERATURA, TIENE CUARENTA Y NUEVE AÑOS DE EDAD, MIDE UNO NOVENTA Y PESA CIENTO DIEZ KILOS. INVITADO POR SUS MISMOS ALUMNOS FUE A JUGAR A LA PELOTA EN UNA CANCHITA DE PAPI FÚTBOL, QUE SE ENCUENTRA EN LAS CERCANÍAS DE LA ESCUELA DONDE ENSEÑA. ALLÍ ESTUVO JUGANDO ALEGREMENTE CON CHICOS DE ENTRE DIEZ Y SEIS Y DIEZ Y SIETE AÑOS, MAS O MENOS DURANTE UNA HORA U HORA Y MEDIA. DESPUÉS DE MUCHO TIEMPO QUE NO TOCABA UNA PELOTA Y LLEVADO POR UNA PASIÓN BOSTERA QUE DIO BRILLOS Y ALEGRÍAS EN SU INFANCIA, LOGRÓ SOLTAR SUS VIEJAS DESTREZAS FUTBOLERAS Y RECORRER LA CANCHITA DE PUNTA A PUNTA, SIN PERDER EL ALIENTO NI LA LÍNEA DE LA COMPOSTURA. SIN EMBARGO, EN UN MOMENTO DADO, CASI AL FINALIZAR EL PARTIDO, MARTÍN SE VE TENTADO A EFECTUAR UNA JUGADA DE TACO –SIN NINGUNA NECESIDAD, POR CIERTO, SEGÚN ME CUENTA- EN LA QUE TERMINA SUFRIENDO UN FUERTE DESGARRO EN UNA DE LAS PIERNAS.

¿Será este incidente el resultado de una simple casualidad o tal vez podrá existir aquí algo más profundo, algo más comprometido con el ánimo de este jovial y entusiasta profesor que el solo hecho de ser un tropiezo vulgar y común? Martín creía que era solo un partidito de fútbol. Que iba simplemente a jugar y a divertirse. Pero no fue así. Pronto descubriría y, gracias a este aparente y casual infortunio, lo oculto detrás de lo impensado, es decir, la verdadera razón por la que accedió a ir a jugar con sus alumnos.

 I


La amistosa mole de dos metros de altura ingresó al rectángulo de argamasa sonriendo, tranquilo y –según dice- muy humildemente, con la sola idea de divertirse y pasar un rato agradable con los chicos y otros docentes que se sumaron al encuentro. Pero en un momento en que tuvo que dar un pase a uno de sus compañeros se sintió tentado por la situación de juego a pasar la pelota, pero de un modo muy particular: en vez de dar un pase normal, el hombre quiso cancherear y tiró un taco hacia atrás –totalmente innecesario- como de costumbre: para el lucimiento personal. El cuento es que después del exitoso taquito vino el dolor y el desgarro en una de las piernas. Pero la historia no termina ahí.

Martín le restó importancia a la lesión, y al no ser conciente de ella tampoco fue consiente del dolor que ella podía ocasionarle, por lo que al otro día se fue en bicicleta quince cuadras hasta un parque cercano a realizar ejercicio físico. (Porque él no tiene la costumbre ni la constancia ni la disciplina para sostener un entrenamiento adecuado a su cuerpo; él hace gimnasia de vez en cuando, solo cuando tiene ganas y bajo el rigor fanático de un estilo muy temerario y personal). Entonces una amiga que estaba allí se le acerca y le pregunta por el moretón que le asomaba por la pierna derecha y que hasta entonces él no había percibido, a lo que le responde que no era nada significativo, tal vez un golpecito accidental o algo así. Cuando después de un rato se tira en el pasto para realizar abdominales y lleva la cabeza hacia el interior de las piernas descubre, en la zona femoral, un derrame enorme y muy feo, extendido sobre toda la cara interna de la pierna, ya tirando a un inquietante color violeta.

La macabra visión de la mancha coagulada lo impactó de tal modo que lo hizo saltar hacia atrás lleno de pavor: fue como el elefante asustado por el ratón. Y como el miedo no es tonto, llamó allí mismo al médico que le había operado la rodilla hace unos años atrás para tener un diagnóstico preciso. (Una rodilla que se destruyó por imprudente, por hacer un infantil juego que solía hacer de chico; en realidad, una bobada –también innecesaria- que, incluso, realizó durante mucho tiempo).  Lo que hacía él es lo siguiente: cuando salía a trotar y a moverse un poco -muy de vez en cuando- le gustaba terminar su sesión de entrenamiento haciendo siempre el mismo ritual: venía corriendo y pegaba con el empeine del pie contra un árbol o contra una pared. Así frenaba él. Cuando terminaba de correr y quería parar, en vez de simplemente detenerse, iba directo hacia el primer árbol que encontraba, como si fuera a chocar de frente contra él, y cuando estaba bien cerca, levantaba una pierna y ¡pum! chocaba bruscamente la planta del pie contra el árbol, haciendo rebotar la pierna como un látigo, y descargando los ciento diez kilos de su cuerpo -más la inercia con la que venía corriendo- sobre la pobre rodilla; la que terminó, por supuesto, operando el especialista. Una verdadera locura. Con este bestial modo de ejercitarse no hay rodilla que aguante. Es como si necesitara tener algo adelante para embestir, como un toro que va a la capa, pero al llegar, hacer el acting de pegarle una patada. Y esa fue siempre la característica de Martín: ir al choque. El solo se detiene cuando embiste, cuando golpea contra algo o contra alguien. Su temperamento  apasionado, desafiante y un poco alocado es  prueba de ello.

Cuando el especialista de rodillas le vio la pierna, lo mandó inmediatamente a internación, ya que el derrame había producido un peligroso coágulo de sangre que, según el ojo médico, podía írsele rápidamente hacia los pulmones y terminar en un edema pulmonar. Por eso el Eco Dopler que le ordenaron realizarse, entre otros importantes estudios, ya que ahora lo que estaba en juego no era su importancia personal sino su propia persona. Increíble. ¡Y todo por tirar un simple taquito en un partido de fútbol!  ¿Qué loco, no? Encontrar la muerte en la cama de un hospital por haber hecho un taco como los mejores futbolistas –sin ser futbolista, ni siquiera amateur, apenas un jugador ocasional-. Y encima, ¡un taco innecesario! Bueno, la mayoría de los tacos que hacen los futbolistas habilidosos suelen ser innecesarios, excepto aquellos que son absolutamente necesarios para realizar un pase o habilitar una jugada de gol. En el caso de Martín... solo era necesario para él. Para su propio enfatuamiento.

Lo que Martín no sabe con exactitud es si el hematoma se le produjo con el desgarro que tuvo en la cancha o si se le agravó después con el esfuerzo que hizo al andar en bicicleta, con las vueltas que dio corriendo alrededor de la plaza o con los improvisados y temerarios ejercicios que realizó sin previo calentamiento. Porque Martín es así de inconsciente; no se cuida en las comidas, hace vida sedentaria y sale hacer gimnasia solo cuando esta inspirado. Si lesiones como éstas le ocurren diariamente a los jugadores profesionales (muchachos veinte añeros especialmente entrenados para dicho deporte), ¿cuánto más puede lastimarse un hombre grande, con sobre peso y sin entrenamiento como Martín?

II


Pero veamos, ¿qué es exactamente un taco en el lenguaje futbolero?
Es taco es dentro del juego común un movimiento vistoso, estético, que suele realizarlo el futbolista habilidoso y canchero, especialmente para el deleite de los hinchas y espectadores que lo miran, (porque el que lo hace no lo ve).  Una jugada singular que los hinchas festejan y agradecen con el clásico aliento y que inflama el ego del jugador.
El taco es un acto extraordinario en la jugada ordinaria. Al ser un movimiento atípico y levemente rebuscado, requiere de un pequeño esfuerzo para su realización. Y fue justamente allí, en ese corto pero vigoroso empuje, donde Martín encontró el tirón y el desgarro muscular. Fue tan fuerte las ganas de Martín de meter ese taco en la jugada común, que debió descargar una potencia impresionante sobre el músculo extenuado de la pierna (ya había jugado más de una hora sin parar, y sin haber hecho un previo calentamiento), realizando un movimiento forzado, y totalmente antinatural. Fue, pues, ese pequeño pero letal forzamiento –cuando tiró la patada de caballo- donde el músculo de su pierna se quebró y dijo ¡basta!. Otra vez Martín tirando una patada; otra vez lastimándose por hacer un movimiento innecesario.

El taco fue para este habilidoso superhombre una brecha en el tiempo y en el espacio: un momento único e irrepetible en el que creyó poder mostrarse y ser reconocido ante su pequeño público. Fue un regalo de los dioses, ¿por qué desaprovechar entonces lo que el cielo le sirvió en bandeja? Es como si hubiese encontrado allí, entre jugada y jugada, y con el balón rebotando mágicamente de botín a botín una oportunidad inmejorable y, en una décima de segundo, hubiera dicho mentalmente: “ahora entro en juego yo”, “si me sale ésta me consagro”, “éste es mi momento”, y por cierto: ¿cuando volvería Martín a tener, servido a sus pies, como lo tuvo, este hermoso e inusual instante de gloria? Para él el éxito de su taco ni siquiera representa los famosos “cinco minutos de gloria”; para él fue apenas un instante de gloria. (Los cinco minutos hubiesen sido, en la fugacidad de la jugada, una eternidad).

Lo que vemos aquí es que este hecho simple y de insignificante apariencia, encierra -en el corazón de su propia vistosidad- algo muy significativo para el sujeto que lo realiza, a decir verdad, algo realmente colosal: la completud de su propia imagen.
Todos hemos jugado a la pelota y hemos hecho jugadas y gambetas, y hemos querido tirar tacos y lucirnos de mil modos diferentes, pero el taco de Martín es aquí una excepción: él fue a jugar con los chicos –como otro chico- especialmente para hacer ese taco. De hecho, todo lo que se habló después giró alrededor de su taco –y de su pierna-, cobrando irónicamente más importancia la pierna lastimada que la jugada que propició. Para colmo,  ¡hubo algunos que no lo vieron! Qué desgracia la de este virtuoso don Fulgencio. Eso sí que es lamentable: el taco fue tan efímero como su consecuente lucimiento, pero la pierna... oh, la pierna... esa bendita pierna causante de tantos dolores y trastornos... no será olvidada por Martín... no tan fácilmente.

Suena increíble, pero fue así para Martín: una hora y media jugando y él mismo no se vio jugar. Es como si sintiera que en la cancha, como se dice, brillaba por su ausencia. Por eso tuvo que hacer prevalecer su imagen por sobre lo que había hecho hasta entonces, que no era poco: ¡cuatro goles y varias asistencias! No le bastó las dos  horas de juego, no, él tenía que hacer una jugada llamativa para brillar. La criatura que habita en Martín necesitaba ese brillo fálico, emergiendo de sus halados pies, para sentir que estaba allí, y no muerto (otra acepción futbolera para llamar a alguien que no juega bien o que no se lo vio jugar). Porque el fútbol fue para él una materia pendiente: cuando era chico se probó en varios clubes, y con éxito, pero las vueltas de la vida lo llevaron hacia la literatura y terminó desistiendo a favor de su otro gran amor: los libros.
Lo más fascinante de todo es el hecho de que Martín, sabiéndose un hombre alto y corporalmente grande, haya sentido que paseaba por la cancha invisible para los que estaban allí, queriendo, a todas luces, cobrar consistencia y notoriedad por medio de un pequeño y pintoresco artilugio: el taquito; tal vez como queriendo llenar con la mirada del otro algún otro tipo de vacío, de  ausencia no reconocida por él mismo, que no es la meramente física ni la del talento, sino la que se relaciona con su propia Presencia.  

Por algún motivo, el animado e instruido titán de dos metros de altura fue llamado a aparecer en el campo como un antiguo gladiador, a agigantar la imagen desvencijada de su propio fantasma. Para Martín “ser profesor” tiene tanto peso como la imagen de su voluminosa osamenta. De hecho, el prestigio y reconocimiento que obtiene en el ámbito escolar es gracias al título en el que se apoya y sostiene con apasionamiento. Por eso fue y para eso fue a jugar a la pelota con los adolescentes de su curso: para dar clases en la cancha. (Por eso aceptó, y con súbito entusiasmo, la invitación de sus alumnos).
Pero Martín no fue a la cancha como Martín; fue como “el profe”, el costado más amigable del docente. Y fue para decirles a los chicos: “Acá estoy yo”. “Y si he venido aquí ha sido únicamente para seguirles enseñando”. Pero él no fue para enseñarles a jugar a la pelota sino para enseñarles al niño que lleva dentro. A ese niño habilidoso y  destacado que fue hace muchos años y que aun mantiene vivo en el alma, con toda la frescura y todo el entusiasmo. Pero es el adulto quien pretende lucirse y sobresalir a costa de los apagados talentos del niño. Aquí el chico sostiene al grandullón, quien –por su intermedio- anhela ser más grande de lo que ya es. Es como si para Martín el profesor fuera El Profesor (palabras mayores), y el taco que tiró el niño, la oportunidad perfecta para demostrarle a los otros (niños) que él (el adulto) no solo enseña; también “da cátedra”.

Las cátedras se dan en las universidades, pero la “casualidad” es que Martín se ha rehusado siempre a enseñar en la Universidad -pese a sus sobrados conocimientos y aptitudes para ello, y haberse recibido en una de las más importantes del país- alegando, según él, sentirse no estar a la altura intelectual de dicho desempeño. (Por eso escribimos profesor con mayúscula, no sólo para darle ánimo, sino porque creemos ver allí lo innombrable de su postergado deseo).
Forzado o no: lo cierto es que este enaltecimiento que hacemos aquí de la letra del profesor coincide perfectamente con la negación de Martín, y por ende, con su posibilidad de nombrar un deseo pendiente. Ese deseo relacionado con la enseñanza terciaria y con ese poderoso amor transferencial que todavía siente por su Universidad -y especialmente por la figura de sus viejos y queridos maestros- que puja por alcanzar la luz. Un amor encubierto y fuertemente enraizado en la negación que,  tal vez, algún día -como su taco-, vaya camino a  brillar... (como dice la canción), “a brillar mi amor...”.

Pero el problema no es el taco. El problema es que este futbolero hombre de letras quiere aparecer en el taco; quiere allí reencontrarse con el niño y con sus infantiles facultades. No olvidemos que “el taco de Martín” es lo más cercano a “el talón de Aquiles”, lo cual revelaría que la pierna lastimada es la pierna del héroe trágico. Martín tiene localizada corporalmente su vulnerabilidad en el mismo punto estratégico que Aquiles, y será ahora su pierna “la de palo”, “la inútil”, la que solo sirve para sostenerle –y recordarle- el riesgo que implica entregarse a un goce sobrehumano. (No casualmente la tesis de literatura fue sobre el sujeto en la Ilíada de Homero).
Pero el problema es que Martín no es Aquiles: y al tirar el taco tiró con él los gemelos, los cuadriceps y los femorales...  ¡tiró la pierna entera! –y casi tira la pata-, y con ella tiró también parte de ese ánimo risueño y exultante con el que entró paternalmente a la canchita de papi, convencido de que era “la canchita  de papi”.

III


-“Pero no importa...” –alega Martín, ya con el orgullo remendado-; me gustó hacerlo”. Claro, es comprensible, bajo la óptica marcial el guerrero jamás se abandona el campo en el que libra la batalla; como decía Maradona: “sólo muerto me sacan a mí de la cancha”. ¿Qué neurótico querría renunciar a ser objeto de una mirada tan maternalmente embelesada como la de los fanáticos que miran los partidos de fútbol? En el caso de Martín, parece ser suficiente su propia mirada, claro, para mirarse a sí mismo.
-“Me tuvieron que asistir” –reconoce, por fin, y a regañadientes-. “Pero un poquito, no mucho”. –Y remata, volviendo ya a cerrar la herida narcisista-: “Pero solo cuando terminó el partido, eh”. 

A veces es necesario romperse un poco para poder desarticular la imagen que armamos de nuestro yo –incluso así, literalmente como le pasó a Martín-. Nos rompemos las cabeza mil veces y mil veces seguimos sin aprender. A veces nos rompemos todo y lo llamamos “casualidad” o tal vez “accidente”, desconociendo que detrás de eso hay otra escena, otro sentido. A veces alzamos desesperadamente al otro para no caernos junto a él, y tropezamos tontamente para poder tirarlo y castrarnos. Porque, ¿quién quiere por motus propio soltar la cruz que arrastra nuestro endiosado ego y viajar por la vida liviano, erguido y sin problemas y, al mismo tiempo, sin la promesa de inmortalidad pegada a las espaldas? Eso es más insoportable que llevar la cruz. Y nosotros, como neuróticos, tenemos alma y temple de mártir (por eso decimos “genio y figura hasta la sepultura”), porque somos fieles al mito que nos atraviesa: la misión del Calvario es cargarla hasta el final, hasta que la muerte me separe de ella, mientras -claro- voy sosteniendo el fulgor de mi dorada imagen hablándole al otro todo el tiempo de mí: de lo joven que soy, lo bueno que soy, lo piola que soy, lo amable que soy... lo bla bla bla que soy... para él. Para Dios.

No olvidemos que el neurótico siempre cree que puede. Y que puede siempre más. Siempre un poco más. Y en este caso, tal vez  la lección fue para el maestro más que para el alumno. Y la lección es está:  a veces hay que detenerse aunque se pueda continuar. Simplemente porque allí está el límite que nos cuida y nos contiene; porque de una u otra forma siempre nos encontramos con la castración: si  Martín no hubiera tirado el taco para lucirse con los chicos no hubiese estado dos días postrado en la cama de un hospital, desgarrado de dolor, con la posibilidad tangible de sufrir algo peor, como estuvo a punto de pasar. Claro que ese incidente podía haber sucedido en el trascurso del partido o en la calle o en su casa o en cualquier momento y circunstancia de la vida, pero lo que está en juego aquí (y eso es lo importante) es que Martín no se conformó con jugar el partido tranquilo y pasar desapercibido como cualquier otro jugador, Martín fue por la jugada maestra que lo consagraría. Pero no terminó con-sagrado; terminó con-sangrado.
El tema es que Martín no aprende; siempre irá por más. Siempre habrá otro partido y otro taco resplandeciendo seductoramente sobre la línea de su horizonte. Pero tal vez, un día, no haya más rodillas para esas piernas macizas y dolientes, o tal vez no haya más piernas para ese abatido y cándido gigante, con corazón de niño. Tal vez este taquito le dé al maestro la lección de su vida: una jugada magistral convertida en una jugarreta, por la que casi paga –y gratuitamente- el precio más alto: su propia vida. 

Todo el tiempo tratamos de tirar taquitos. Pero nunca nos preguntarnos ¿cuáles son los tacos que hacemos en la vida? ¿Cuáles son nuestros taquitos? Porque no nos alcanza con hacer las cosas bien... tenemos que hacerlas “de taquito”. Porque nos queremos tanto queremos siempre demostrar cuánto sabemos y cuánto podemos, y la realidad está siempre allí, acechándonos todo el tiempo, para bajar nuestro copete de un plumazo como le pasó a Martín, como nos pasa a todos cuando, por amarnos demasiado, no podemos ver lo que tenemos delante de los ojos.
Muchos creen que  reconocer sus límites es un signo de debilidad. Pero no siempre la idea es alcanzar la meta, llegar hasta el final.  Pocos saben que llevar las cosas hasta las ultimas consecuencias es, muchas veces, incluir como a la muerte como un destino posible.  Reconocer que las cosas tienen un límite y llegar solo “hasta ahí” no es sinónimo de cobardía o imposibilidad, sino mas bien de inteligencia, y en algunos casos, también de sabiduría.

Ahora podemos sintetizar: no es lo mismo “el taco” que “el taquito”. El neurótico siempre quiere que las cosas le salgan “de taquito”, o sea, naturalmente, sin esfuerzo y sin complicaciones, casi como por arte de magia, pero para ello él realiza un esfuerzo pequeño, insignificante (como el taco que se hace en el fútbol) y allí es donde fracasa, ignorando que para realizar el otro, el metafórico, (el taquito) hay que trabajar y esforzarse mucho en la vida.
Los neuróticos funcionamos así. Y hay un punto en el que todos tenemos algo de Martín; especialmente cuando creemos que vamos hacer algo con una intención y luego descubrimos que detrás de ella se hallaba otra, diametralmente opuesta a la anterior. Todos pasamos en la vida cotidiana por estas enseñanzas que nos brinda el inconsciente, lo que no es habitual es aprender de eso y desapegarse del ego que nos esclaviza, que nos condena a vivir bajo la sombra de un goce y un destino, llamado, muchas veces: fatalidad. 

Podemos entender ahora el sentido que tiene para Martín este partido con los chicos y, especialmente, su repentina ambición de meter un taco –innecesario- para sentirse vivo y existente. Pero, claro, como eso nunca nos alcanza, es también para sentirse grande y omnipotente. Y por sobre todas las cosas: amado y recordado.


Hugo Cuccarese


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