MARTÍN ES PROFESOR DE LITERATURA, TIENE
CUARENTA Y NUEVE AÑOS DE EDAD, MIDE UNO NOVENTA Y PESA CIENTO DIEZ KILOS.
INVITADO POR SUS MISMOS ALUMNOS FUE A JUGAR A LA PELOTA EN UNA CANCHITA DE PAPI
FÚTBOL, QUE SE ENCUENTRA EN LAS CERCANÍAS DE LA ESCUELA DONDE ENSEÑA. ALLÍ
ESTUVO JUGANDO ALEGREMENTE CON CHICOS DE ENTRE DIEZ Y SEIS Y DIEZ Y SIETE AÑOS,
MAS O MENOS DURANTE UNA HORA U HORA Y MEDIA. DESPUÉS DE MUCHO TIEMPO QUE NO
TOCABA UNA PELOTA Y LLEVADO POR UNA PASIÓN BOSTERA QUE DIO BRILLOS Y ALEGRÍAS
EN SU INFANCIA, LOGRÓ SOLTAR SUS VIEJAS DESTREZAS FUTBOLERAS Y RECORRER LA
CANCHITA DE PUNTA A PUNTA, SIN PERDER EL ALIENTO NI LA LÍNEA DE LA COMPOSTURA.
SIN EMBARGO, EN UN MOMENTO DADO, CASI AL FINALIZAR EL PARTIDO, MARTÍN SE VE
TENTADO A EFECTUAR UNA JUGADA DE TACO –SIN NINGUNA NECESIDAD, POR CIERTO, SEGÚN
ME CUENTA- EN LA QUE TERMINA SUFRIENDO UN FUERTE DESGARRO EN UNA DE LAS
PIERNAS.
¿Será este incidente el resultado de una simple casualidad o tal vez podrá existir aquí algo más profundo, algo más comprometido con el ánimo de este jovial y entusiasta profesor que el solo hecho de ser un tropiezo vulgar y común? Martín creía que era solo un partidito de fútbol. Que iba simplemente a jugar y a divertirse. Pero no fue así. Pronto descubriría y, gracias a este aparente y casual infortunio, lo oculto detrás de lo impensado, es decir, la verdadera razón por la que accedió a ir a jugar con sus alumnos.
I
La amistosa mole de
dos metros de altura ingresó al rectángulo de argamasa sonriendo, tranquilo y
–según dice- muy humildemente, con la sola idea de divertirse y pasar un rato
agradable con los chicos y otros docentes que se sumaron al encuentro. Pero en
un momento en que tuvo que dar un pase a uno de sus compañeros se sintió
tentado por la situación de juego a pasar la pelota, pero de un modo muy
particular: en vez de dar un pase normal, el hombre quiso cancherear y tiró un
taco hacia atrás –totalmente innecesario- como de costumbre: para el lucimiento
personal. El cuento es que después del exitoso taquito vino el dolor y el
desgarro en una de las piernas. Pero la historia no termina ahí.
Martín le restó
importancia a la lesión, y al no ser conciente de ella tampoco fue consiente
del dolor que ella podía ocasionarle, por lo que al otro día se fue en
bicicleta quince cuadras hasta un parque cercano a realizar ejercicio físico.
(Porque él no tiene la costumbre ni la constancia ni la disciplina para
sostener un entrenamiento adecuado a su cuerpo; él hace gimnasia de vez en
cuando, solo cuando tiene ganas y bajo el rigor fanático de un estilo muy
temerario y personal). Entonces una amiga que estaba allí se le acerca y le
pregunta por el moretón que le asomaba por la pierna derecha y que hasta
entonces él no había percibido, a lo que le responde que no era nada
significativo, tal vez un golpecito accidental o algo así. Cuando después de un
rato se tira en el pasto para realizar abdominales y lleva la cabeza hacia el
interior de las piernas descubre, en la zona femoral, un derrame enorme y muy
feo, extendido sobre toda la cara interna de la pierna, ya tirando a un
inquietante color violeta.
La macabra visión
de la mancha coagulada lo impactó de tal modo que lo hizo saltar hacia atrás
lleno de pavor: fue como el elefante asustado por el ratón. Y como el miedo no
es tonto, llamó allí mismo al médico que le había operado la rodilla hace unos
años atrás para tener un diagnóstico preciso. (Una rodilla que se destruyó por
imprudente, por hacer un infantil juego que solía hacer de chico; en realidad,
una bobada –también innecesaria- que, incluso, realizó durante mucho
tiempo). Lo que hacía él es lo
siguiente: cuando salía a trotar y a moverse un poco -muy de vez en cuando- le
gustaba terminar su sesión de entrenamiento haciendo siempre el mismo ritual:
venía corriendo y pegaba con el empeine del pie contra un árbol o contra una
pared. Así frenaba él. Cuando terminaba de correr y quería parar, en vez de
simplemente detenerse, iba directo hacia el primer árbol que encontraba, como
si fuera a chocar de frente contra él, y cuando estaba bien cerca, levantaba
una pierna y ¡pum! chocaba bruscamente la planta del pie contra el árbol,
haciendo rebotar la pierna como un látigo, y descargando los ciento diez kilos
de su cuerpo -más la inercia con la que venía corriendo- sobre la pobre
rodilla; la que terminó, por supuesto, operando el especialista. Una verdadera
locura. Con este bestial modo de ejercitarse no hay rodilla que aguante. Es
como si necesitara tener algo adelante para embestir, como un toro que va a la
capa, pero al llegar, hacer el acting de pegarle una patada. Y esa fue siempre
la característica de Martín: ir al choque. El solo se detiene cuando embiste,
cuando golpea contra algo o contra alguien. Su temperamento apasionado, desafiante y un poco alocado
es prueba de ello.
Cuando el
especialista de rodillas le vio la pierna, lo mandó inmediatamente a
internación, ya que el derrame había producido un peligroso coágulo de sangre
que, según el ojo médico, podía írsele rápidamente hacia los pulmones y
terminar en un edema pulmonar. Por eso el Eco Dopler que le ordenaron
realizarse, entre otros importantes estudios, ya que ahora lo que estaba en
juego no era su importancia personal sino su propia persona. Increíble.
¡Y todo por tirar un simple taquito en un partido de fútbol! ¿Qué loco, no? Encontrar la muerte en la cama
de un hospital por haber hecho un taco como los mejores futbolistas –sin ser
futbolista, ni siquiera amateur, apenas un jugador ocasional-. Y encima, ¡un taco
innecesario! Bueno, la mayoría de los tacos que hacen los futbolistas
habilidosos suelen ser innecesarios, excepto aquellos que son absolutamente
necesarios para realizar un pase o habilitar una jugada de gol. En el caso de
Martín... solo era necesario para él. Para su propio enfatuamiento.
Lo que Martín no
sabe con exactitud es si el hematoma se le produjo con el desgarro que tuvo en
la cancha o si se le agravó después con el esfuerzo que hizo al andar en
bicicleta, con las vueltas que dio corriendo alrededor de la plaza o con los
improvisados y temerarios ejercicios que realizó sin previo calentamiento.
Porque Martín es así de inconsciente; no se cuida en las comidas, hace vida
sedentaria y sale hacer gimnasia solo cuando esta inspirado. Si lesiones como
éstas le ocurren diariamente a los jugadores profesionales (muchachos veinte
añeros especialmente entrenados para dicho deporte), ¿cuánto más puede
lastimarse un hombre grande, con sobre peso y sin entrenamiento como Martín?
II
Pero veamos, ¿qué
es exactamente un taco en el lenguaje futbolero?
Es taco es dentro
del juego común un movimiento vistoso, estético, que suele realizarlo el
futbolista habilidoso y canchero, especialmente para el deleite de los hinchas
y espectadores que lo miran, (porque el que lo hace no lo ve). Una jugada singular que los hinchas festejan
y agradecen con el clásico aliento y que inflama el ego del jugador.
El taco es un acto extraordinario en la
jugada ordinaria. Al ser un movimiento atípico y levemente rebuscado, requiere
de un pequeño esfuerzo para su realización. Y fue justamente allí, en ese corto
pero vigoroso empuje, donde Martín encontró el tirón y el desgarro muscular.
Fue tan fuerte las ganas de Martín de meter ese taco en la jugada común, que
debió descargar una potencia impresionante sobre el músculo extenuado de la
pierna (ya había jugado más de una hora sin parar, y sin haber hecho un previo
calentamiento), realizando un movimiento forzado, y totalmente antinatural.
Fue, pues, ese pequeño pero letal forzamiento –cuando tiró la patada de
caballo- donde el músculo de su pierna se quebró y dijo ¡basta!. Otra vez
Martín tirando una patada; otra vez lastimándose por hacer un movimiento
innecesario.
El taco fue para este habilidoso superhombre
una brecha en el tiempo y en el espacio: un momento único e irrepetible en el
que creyó poder mostrarse y ser reconocido ante su pequeño público. Fue un
regalo de los dioses, ¿por qué desaprovechar entonces lo que el cielo le sirvió
en bandeja? Es como si hubiese encontrado allí, entre jugada y jugada, y con el
balón rebotando mágicamente de botín a botín una oportunidad inmejorable y, en
una décima de segundo, hubiera dicho mentalmente: “ahora entro en juego yo”,
“si me sale ésta me consagro”, “éste es mi momento”, y por cierto: ¿cuando
volvería Martín a tener, servido a sus pies, como lo tuvo, este hermoso e
inusual instante de gloria? Para él el éxito de su taco ni siquiera representa
los famosos “cinco minutos de gloria”; para él fue apenas un instante de
gloria. (Los cinco minutos hubiesen sido, en la fugacidad de la jugada, una
eternidad).
Lo que vemos aquí
es que este hecho simple y de insignificante apariencia, encierra -en el
corazón de su propia vistosidad- algo muy significativo para el sujeto que lo
realiza, a decir verdad, algo realmente colosal: la completud de su propia
imagen.
Todos hemos jugado
a la pelota y hemos hecho jugadas y gambetas, y hemos querido tirar tacos y
lucirnos de mil modos diferentes, pero el taco de Martín es aquí una excepción:
él fue a jugar con los chicos –como otro chico- especialmente para hacer ese
taco. De hecho, todo lo que se habló después giró alrededor de su taco –y de su
pierna-, cobrando irónicamente más importancia la pierna lastimada que la
jugada que propició. Para colmo, ¡hubo algunos
que no lo vieron! Qué desgracia la de este virtuoso don Fulgencio. Eso sí que
es lamentable: el taco fue tan efímero como su consecuente lucimiento, pero la
pierna... oh, la pierna... esa bendita pierna causante de tantos dolores y
trastornos... no será olvidada por Martín... no tan fácilmente.
Suena increíble,
pero fue así para Martín: una hora y media jugando y él mismo no se vio jugar.
Es como si sintiera que en la cancha, como se dice, brillaba por su ausencia.
Por eso tuvo que hacer prevalecer su imagen por sobre lo que había hecho hasta
entonces, que no era poco: ¡cuatro goles y varias asistencias! No le bastó las
dos horas de juego, no, él tenía que
hacer una jugada llamativa para brillar. La criatura que habita en Martín
necesitaba ese brillo fálico, emergiendo de sus halados pies, para sentir que
estaba allí, y no muerto (otra acepción futbolera para llamar a alguien
que no juega bien o que no se lo vio jugar). Porque el fútbol fue para él una
materia pendiente: cuando era chico se probó en varios clubes, y con éxito,
pero las vueltas de la vida lo llevaron hacia la literatura y terminó
desistiendo a favor de su otro gran amor: los libros.
Lo más fascinante
de todo es el hecho de que Martín, sabiéndose un hombre alto y corporalmente
grande, haya sentido que paseaba por la cancha invisible para los que estaban
allí, queriendo, a todas luces, cobrar consistencia y notoriedad por medio de
un pequeño y pintoresco artilugio: el taquito; tal vez como queriendo llenar
con la mirada del otro algún otro tipo de vacío, de ausencia no reconocida por él mismo, que no
es la meramente física ni la del talento, sino la que se relaciona con su
propia Presencia.
Por algún motivo,
el animado e instruido titán de dos metros de altura fue llamado a aparecer en
el campo como un antiguo gladiador, a agigantar la imagen desvencijada de su
propio fantasma. Para Martín “ser profesor” tiene tanto peso como la imagen de
su voluminosa osamenta. De hecho, el prestigio y reconocimiento que obtiene en
el ámbito escolar es gracias al título en el que se apoya y sostiene con
apasionamiento. Por eso fue y para eso fue a jugar a la pelota
con los adolescentes de su curso: para dar clases en la cancha. (Por eso
aceptó, y con súbito entusiasmo, la invitación de sus alumnos).
Pero Martín no fue
a la cancha como Martín; fue como “el profe”, el costado más amigable del
docente. Y fue para decirles a los chicos: “Acá estoy yo”. “Y si he venido aquí
ha sido únicamente para seguirles enseñando”. Pero él no fue para enseñarles a
jugar a la pelota sino para enseñarles al niño que lleva dentro. A ese niño
habilidoso y destacado que fue hace
muchos años y que aun mantiene vivo en el alma, con toda la frescura y todo el
entusiasmo. Pero es el adulto quien pretende lucirse y sobresalir a costa de
los apagados talentos del niño. Aquí el chico sostiene al grandullón, quien
–por su intermedio- anhela ser más grande de lo que ya es. Es como si para
Martín el profesor fuera El Profesor (palabras mayores), y el taco que tiró el
niño, la oportunidad perfecta para demostrarle a los otros (niños) que él (el
adulto) no solo enseña; también “da cátedra”.
Las cátedras se dan en las universidades,
pero la “casualidad” es que Martín se ha rehusado siempre a enseñar en la
Universidad -pese a sus sobrados conocimientos y aptitudes para ello, y haberse
recibido en una de las más importantes del país- alegando, según él, sentirse
no estar a la altura intelectual de dicho desempeño. (Por eso escribimos
profesor con mayúscula, no sólo para darle ánimo, sino porque creemos ver allí
lo innombrable de su postergado deseo).
Forzado o no: lo cierto es que este
enaltecimiento que hacemos aquí de la letra del profesor coincide perfectamente
con la negación de Martín, y por ende, con su posibilidad de nombrar un deseo
pendiente. Ese deseo relacionado con la enseñanza terciaria y con ese poderoso
amor transferencial que todavía siente por su Universidad -y especialmente por
la figura de sus viejos y queridos maestros- que puja por alcanzar la luz. Un
amor encubierto y fuertemente enraizado en la negación que, tal vez, algún día -como su taco-, vaya
camino a brillar... (como dice la
canción), “a brillar mi amor...”.
Pero el problema no
es el taco. El problema es que este futbolero hombre de letras quiere aparecer
en el taco; quiere allí reencontrarse con el niño y con sus infantiles
facultades. No olvidemos que “el taco de Martín” es lo más cercano a “el talón
de Aquiles”, lo cual revelaría que la pierna lastimada es la pierna del héroe
trágico. Martín tiene localizada corporalmente su vulnerabilidad en el mismo
punto estratégico que Aquiles, y será ahora su pierna “la de palo”, “la
inútil”, la que solo sirve para sostenerle –y recordarle- el riesgo que implica
entregarse a un goce sobrehumano. (No casualmente la tesis de literatura fue
sobre el sujeto en la Ilíada de Homero).
Pero el problema es
que Martín no es Aquiles: y al tirar el taco tiró con él los gemelos, los
cuadriceps y los femorales... ¡tiró la
pierna entera! –y casi tira la pata-, y con ella tiró también parte de ese
ánimo risueño y exultante con el que entró paternalmente a la canchita de papi,
convencido de que era “la canchita de
papi”.
III
-“Pero no
importa...” –alega Martín, ya con el orgullo remendado-; me gustó hacerlo”.
Claro, es comprensible, bajo la óptica marcial el guerrero jamás se abandona el
campo en el que libra la batalla; como decía Maradona: “sólo muerto me sacan a
mí de la cancha”. ¿Qué neurótico querría renunciar a ser objeto de una mirada
tan maternalmente embelesada como la de los fanáticos que miran los partidos de
fútbol? En el caso de Martín, parece ser suficiente su propia mirada, claro,
para mirarse a sí mismo.
-“Me tuvieron que
asistir” –reconoce, por fin, y a regañadientes-. “Pero un poquito, no mucho”.
–Y remata, volviendo ya a cerrar la herida narcisista-: “Pero solo cuando
terminó el partido, eh”.
A veces es necesario romperse un poco para
poder desarticular la imagen que armamos de nuestro yo –incluso así,
literalmente como le pasó a Martín-. Nos rompemos las cabeza mil veces y mil
veces seguimos sin aprender. A veces nos rompemos todo y lo llamamos
“casualidad” o tal vez “accidente”, desconociendo que detrás de eso hay otra
escena, otro sentido. A veces alzamos desesperadamente al otro para no caernos
junto a él, y tropezamos tontamente para poder tirarlo y castrarnos. Porque,
¿quién quiere por motus propio soltar la cruz que arrastra nuestro
endiosado ego y viajar por la vida liviano, erguido y sin problemas y, al mismo
tiempo, sin la promesa de inmortalidad pegada a las espaldas? Eso es más
insoportable que llevar la cruz. Y nosotros, como neuróticos, tenemos alma y
temple de mártir (por eso decimos “genio y figura hasta la sepultura”), porque
somos fieles al mito que nos atraviesa: la misión del Calvario es cargarla
hasta el final, hasta que la muerte me separe de ella, mientras -claro- voy
sosteniendo el fulgor de mi dorada imagen hablándole al otro todo el tiempo de
mí: de lo joven que soy, lo bueno que soy, lo piola que soy, lo amable que
soy... lo bla bla bla que soy... para él. Para Dios.
No olvidemos que el
neurótico siempre cree que puede. Y que puede siempre más. Siempre un poco más.
Y en este caso, tal vez la lección fue
para el maestro más que para el alumno. Y la lección es está: a veces hay que detenerse aunque se pueda
continuar. Simplemente porque allí está el límite que nos cuida y nos
contiene; porque de una u otra forma siempre nos encontramos con la castración:
si Martín no hubiera tirado el taco para
lucirse con los chicos no hubiese estado dos días postrado en la cama de un
hospital, desgarrado de dolor, con la posibilidad tangible de sufrir algo peor,
como estuvo a punto de pasar. Claro que ese incidente podía haber sucedido en
el trascurso del partido o en la calle o en su casa o en cualquier momento y
circunstancia de la vida, pero lo que está en juego aquí (y eso es lo
importante) es que Martín no se conformó con jugar el partido tranquilo y pasar
desapercibido como cualquier otro jugador, Martín fue por la jugada maestra que
lo consagraría. Pero no terminó con-sagrado; terminó con-sangrado.
El tema es que
Martín no aprende; siempre irá por más. Siempre habrá otro partido y otro taco
resplandeciendo seductoramente sobre la línea de su horizonte. Pero tal vez, un
día, no haya más rodillas para esas piernas macizas y dolientes, o tal vez no
haya más piernas para ese abatido y cándido gigante, con corazón de niño. Tal
vez este taquito le dé al maestro la lección de su vida: una jugada magistral
convertida en una jugarreta, por la que casi paga –y gratuitamente- el precio
más alto: su propia vida.
Todo el tiempo tratamos de tirar taquitos.
Pero nunca nos preguntarnos ¿cuáles son los tacos que hacemos en la vida?
¿Cuáles son nuestros taquitos? Porque no nos alcanza con hacer las cosas
bien... tenemos que hacerlas “de taquito”. Porque nos queremos tanto queremos
siempre demostrar cuánto sabemos y cuánto podemos, y la realidad está siempre
allí, acechándonos todo el tiempo, para bajar nuestro copete de un plumazo como
le pasó a Martín, como nos pasa a todos cuando, por amarnos demasiado, no podemos
ver lo que tenemos delante de los ojos.
Muchos creen
que reconocer sus límites es un signo de
debilidad. Pero no siempre la idea es alcanzar la meta, llegar hasta el
final. Pocos saben que llevar las cosas
hasta las ultimas consecuencias es, muchas veces, incluir como a la muerte como
un destino posible. Reconocer que las
cosas tienen un límite y llegar solo “hasta ahí” no es sinónimo de cobardía o
imposibilidad, sino mas bien de inteligencia, y en algunos casos, también de
sabiduría.
Ahora podemos sintetizar: no es lo mismo “el
taco” que “el taquito”. El neurótico siempre quiere que las cosas le salgan “de
taquito”, o sea, naturalmente, sin esfuerzo y sin complicaciones, casi como por
arte de magia, pero para ello él realiza un esfuerzo pequeño, insignificante
(como el taco que se hace en el fútbol) y allí es donde fracasa, ignorando que
para realizar el otro, el metafórico, (el taquito) hay que trabajar y
esforzarse mucho en la vida.
Los neuróticos
funcionamos así. Y hay un punto en el que todos tenemos algo de Martín;
especialmente cuando creemos que vamos hacer algo con una intención y luego
descubrimos que detrás de ella se hallaba otra, diametralmente opuesta a la
anterior. Todos pasamos en la vida cotidiana por estas enseñanzas que nos brinda
el inconsciente, lo que no es habitual es aprender de eso y desapegarse del ego
que nos esclaviza, que nos condena a vivir bajo la sombra de un goce y un
destino, llamado, muchas veces: fatalidad.
Podemos entender ahora el sentido que tiene
para Martín este partido con los chicos y, especialmente, su repentina ambición
de meter un taco –innecesario- para sentirse vivo y existente. Pero, claro,
como eso nunca nos alcanza, es también para sentirse grande y omnipotente. Y
por sobre todas las cosas: amado y recordado.
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