miércoles, 25 de junio de 2014

EL TAQUITO DE MARTÍN


MARTÍN ES PROFESOR DE LITERATURA, TIENE CUARENTA Y NUEVE AÑOS DE EDAD, MIDE UNO NOVENTA Y PESA CIENTO DIEZ KILOS. INVITADO POR SUS MISMOS ALUMNOS FUE A JUGAR A LA PELOTA EN UNA CANCHITA DE PAPI FÚTBOL, QUE SE ENCUENTRA EN LAS CERCANÍAS DE LA ESCUELA DONDE ENSEÑA. ALLÍ ESTUVO JUGANDO ALEGREMENTE CON CHICOS DE ENTRE DIEZ Y SEIS Y DIEZ Y SIETE AÑOS, MAS O MENOS DURANTE UNA HORA U HORA Y MEDIA. DESPUÉS DE MUCHO TIEMPO QUE NO TOCABA UNA PELOTA Y LLEVADO POR UNA PASIÓN BOSTERA QUE DIO BRILLOS Y ALEGRÍAS EN SU INFANCIA, LOGRÓ SOLTAR SUS VIEJAS DESTREZAS FUTBOLERAS Y RECORRER LA CANCHITA DE PUNTA A PUNTA, SIN PERDER EL ALIENTO NI LA LÍNEA DE LA COMPOSTURA. SIN EMBARGO, EN UN MOMENTO DADO, CASI AL FINALIZAR EL PARTIDO, MARTÍN SE VE TENTADO A EFECTUAR UNA JUGADA DE TACO –SIN NINGUNA NECESIDAD, POR CIERTO, SEGÚN ME CUENTA- EN LA QUE TERMINA SUFRIENDO UN FUERTE DESGARRO EN UNA DE LAS PIERNAS.

¿Será este incidente el resultado de una simple casualidad o tal vez podrá existir aquí algo más profundo, algo más comprometido con el ánimo de este jovial y entusiasta profesor que el solo hecho de ser un tropiezo vulgar y común? Martín creía que era solo un partidito de fútbol. Que iba simplemente a jugar y a divertirse. Pero no fue así. Pronto descubriría y, gracias a este aparente y casual infortunio, lo oculto detrás de lo impensado, es decir, la verdadera razón por la que accedió a ir a jugar con sus alumnos.

 I


La amistosa mole de dos metros de altura ingresó al rectángulo de argamasa sonriendo, tranquilo y –según dice- muy humildemente, con la sola idea de divertirse y pasar un rato agradable con los chicos y otros docentes que se sumaron al encuentro. Pero en un momento en que tuvo que dar un pase a uno de sus compañeros se sintió tentado por la situación de juego a pasar la pelota, pero de un modo muy particular: en vez de dar un pase normal, el hombre quiso cancherear y tiró un taco hacia atrás –totalmente innecesario- como de costumbre: para el lucimiento personal. El cuento es que después del exitoso taquito vino el dolor y el desgarro en una de las piernas. Pero la historia no termina ahí.

Martín le restó importancia a la lesión, y al no ser conciente de ella tampoco fue consiente del dolor que ella podía ocasionarle, por lo que al otro día se fue en bicicleta quince cuadras hasta un parque cercano a realizar ejercicio físico. (Porque él no tiene la costumbre ni la constancia ni la disciplina para sostener un entrenamiento adecuado a su cuerpo; él hace gimnasia de vez en cuando, solo cuando tiene ganas y bajo el rigor fanático de un estilo muy temerario y personal). Entonces una amiga que estaba allí se le acerca y le pregunta por el moretón que le asomaba por la pierna derecha y que hasta entonces él no había percibido, a lo que le responde que no era nada significativo, tal vez un golpecito accidental o algo así. Cuando después de un rato se tira en el pasto para realizar abdominales y lleva la cabeza hacia el interior de las piernas descubre, en la zona femoral, un derrame enorme y muy feo, extendido sobre toda la cara interna de la pierna, ya tirando a un inquietante color violeta.

La macabra visión de la mancha coagulada lo impactó de tal modo que lo hizo saltar hacia atrás lleno de pavor: fue como el elefante asustado por el ratón. Y como el miedo no es tonto, llamó allí mismo al médico que le había operado la rodilla hace unos años atrás para tener un diagnóstico preciso. (Una rodilla que se destruyó por imprudente, por hacer un infantil juego que solía hacer de chico; en realidad, una bobada –también innecesaria- que, incluso, realizó durante mucho tiempo).  Lo que hacía él es lo siguiente: cuando salía a trotar y a moverse un poco -muy de vez en cuando- le gustaba terminar su sesión de entrenamiento haciendo siempre el mismo ritual: venía corriendo y pegaba con el empeine del pie contra un árbol o contra una pared. Así frenaba él. Cuando terminaba de correr y quería parar, en vez de simplemente detenerse, iba directo hacia el primer árbol que encontraba, como si fuera a chocar de frente contra él, y cuando estaba bien cerca, levantaba una pierna y ¡pum! chocaba bruscamente la planta del pie contra el árbol, haciendo rebotar la pierna como un látigo, y descargando los ciento diez kilos de su cuerpo -más la inercia con la que venía corriendo- sobre la pobre rodilla; la que terminó, por supuesto, operando el especialista. Una verdadera locura. Con este bestial modo de ejercitarse no hay rodilla que aguante. Es como si necesitara tener algo adelante para embestir, como un toro que va a la capa, pero al llegar, hacer el acting de pegarle una patada. Y esa fue siempre la característica de Martín: ir al choque. El solo se detiene cuando embiste, cuando golpea contra algo o contra alguien. Su temperamento  apasionado, desafiante y un poco alocado es  prueba de ello.

Cuando el especialista de rodillas le vio la pierna, lo mandó inmediatamente a internación, ya que el derrame había producido un peligroso coágulo de sangre que, según el ojo médico, podía írsele rápidamente hacia los pulmones y terminar en un edema pulmonar. Por eso el Eco Dopler que le ordenaron realizarse, entre otros importantes estudios, ya que ahora lo que estaba en juego no era su importancia personal sino su propia persona. Increíble. ¡Y todo por tirar un simple taquito en un partido de fútbol!  ¿Qué loco, no? Encontrar la muerte en la cama de un hospital por haber hecho un taco como los mejores futbolistas –sin ser futbolista, ni siquiera amateur, apenas un jugador ocasional-. Y encima, ¡un taco innecesario! Bueno, la mayoría de los tacos que hacen los futbolistas habilidosos suelen ser innecesarios, excepto aquellos que son absolutamente necesarios para realizar un pase o habilitar una jugada de gol. En el caso de Martín... solo era necesario para él. Para su propio enfatuamiento.

Lo que Martín no sabe con exactitud es si el hematoma se le produjo con el desgarro que tuvo en la cancha o si se le agravó después con el esfuerzo que hizo al andar en bicicleta, con las vueltas que dio corriendo alrededor de la plaza o con los improvisados y temerarios ejercicios que realizó sin previo calentamiento. Porque Martín es así de inconsciente; no se cuida en las comidas, hace vida sedentaria y sale hacer gimnasia solo cuando esta inspirado. Si lesiones como éstas le ocurren diariamente a los jugadores profesionales (muchachos veinte añeros especialmente entrenados para dicho deporte), ¿cuánto más puede lastimarse un hombre grande, con sobre peso y sin entrenamiento como Martín?

II


Pero veamos, ¿qué es exactamente un taco en el lenguaje futbolero?
Es taco es dentro del juego común un movimiento vistoso, estético, que suele realizarlo el futbolista habilidoso y canchero, especialmente para el deleite de los hinchas y espectadores que lo miran, (porque el que lo hace no lo ve).  Una jugada singular que los hinchas festejan y agradecen con el clásico aliento y que inflama el ego del jugador.
El taco es un acto extraordinario en la jugada ordinaria. Al ser un movimiento atípico y levemente rebuscado, requiere de un pequeño esfuerzo para su realización. Y fue justamente allí, en ese corto pero vigoroso empuje, donde Martín encontró el tirón y el desgarro muscular. Fue tan fuerte las ganas de Martín de meter ese taco en la jugada común, que debió descargar una potencia impresionante sobre el músculo extenuado de la pierna (ya había jugado más de una hora sin parar, y sin haber hecho un previo calentamiento), realizando un movimiento forzado, y totalmente antinatural. Fue, pues, ese pequeño pero letal forzamiento –cuando tiró la patada de caballo- donde el músculo de su pierna se quebró y dijo ¡basta!. Otra vez Martín tirando una patada; otra vez lastimándose por hacer un movimiento innecesario.

El taco fue para este habilidoso superhombre una brecha en el tiempo y en el espacio: un momento único e irrepetible en el que creyó poder mostrarse y ser reconocido ante su pequeño público. Fue un regalo de los dioses, ¿por qué desaprovechar entonces lo que el cielo le sirvió en bandeja? Es como si hubiese encontrado allí, entre jugada y jugada, y con el balón rebotando mágicamente de botín a botín una oportunidad inmejorable y, en una décima de segundo, hubiera dicho mentalmente: “ahora entro en juego yo”, “si me sale ésta me consagro”, “éste es mi momento”, y por cierto: ¿cuando volvería Martín a tener, servido a sus pies, como lo tuvo, este hermoso e inusual instante de gloria? Para él el éxito de su taco ni siquiera representa los famosos “cinco minutos de gloria”; para él fue apenas un instante de gloria. (Los cinco minutos hubiesen sido, en la fugacidad de la jugada, una eternidad).

Lo que vemos aquí es que este hecho simple y de insignificante apariencia, encierra -en el corazón de su propia vistosidad- algo muy significativo para el sujeto que lo realiza, a decir verdad, algo realmente colosal: la completud de su propia imagen.
Todos hemos jugado a la pelota y hemos hecho jugadas y gambetas, y hemos querido tirar tacos y lucirnos de mil modos diferentes, pero el taco de Martín es aquí una excepción: él fue a jugar con los chicos –como otro chico- especialmente para hacer ese taco. De hecho, todo lo que se habló después giró alrededor de su taco –y de su pierna-, cobrando irónicamente más importancia la pierna lastimada que la jugada que propició. Para colmo,  ¡hubo algunos que no lo vieron! Qué desgracia la de este virtuoso don Fulgencio. Eso sí que es lamentable: el taco fue tan efímero como su consecuente lucimiento, pero la pierna... oh, la pierna... esa bendita pierna causante de tantos dolores y trastornos... no será olvidada por Martín... no tan fácilmente.

Suena increíble, pero fue así para Martín: una hora y media jugando y él mismo no se vio jugar. Es como si sintiera que en la cancha, como se dice, brillaba por su ausencia. Por eso tuvo que hacer prevalecer su imagen por sobre lo que había hecho hasta entonces, que no era poco: ¡cuatro goles y varias asistencias! No le bastó las dos  horas de juego, no, él tenía que hacer una jugada llamativa para brillar. La criatura que habita en Martín necesitaba ese brillo fálico, emergiendo de sus halados pies, para sentir que estaba allí, y no muerto (otra acepción futbolera para llamar a alguien que no juega bien o que no se lo vio jugar). Porque el fútbol fue para él una materia pendiente: cuando era chico se probó en varios clubes, y con éxito, pero las vueltas de la vida lo llevaron hacia la literatura y terminó desistiendo a favor de su otro gran amor: los libros.
Lo más fascinante de todo es el hecho de que Martín, sabiéndose un hombre alto y corporalmente grande, haya sentido que paseaba por la cancha invisible para los que estaban allí, queriendo, a todas luces, cobrar consistencia y notoriedad por medio de un pequeño y pintoresco artilugio: el taquito; tal vez como queriendo llenar con la mirada del otro algún otro tipo de vacío, de  ausencia no reconocida por él mismo, que no es la meramente física ni la del talento, sino la que se relaciona con su propia Presencia.  

Por algún motivo, el animado e instruido titán de dos metros de altura fue llamado a aparecer en el campo como un antiguo gladiador, a agigantar la imagen desvencijada de su propio fantasma. Para Martín “ser profesor” tiene tanto peso como la imagen de su voluminosa osamenta. De hecho, el prestigio y reconocimiento que obtiene en el ámbito escolar es gracias al título en el que se apoya y sostiene con apasionamiento. Por eso fue y para eso fue a jugar a la pelota con los adolescentes de su curso: para dar clases en la cancha. (Por eso aceptó, y con súbito entusiasmo, la invitación de sus alumnos).
Pero Martín no fue a la cancha como Martín; fue como “el profe”, el costado más amigable del docente. Y fue para decirles a los chicos: “Acá estoy yo”. “Y si he venido aquí ha sido únicamente para seguirles enseñando”. Pero él no fue para enseñarles a jugar a la pelota sino para enseñarles al niño que lleva dentro. A ese niño habilidoso y  destacado que fue hace muchos años y que aun mantiene vivo en el alma, con toda la frescura y todo el entusiasmo. Pero es el adulto quien pretende lucirse y sobresalir a costa de los apagados talentos del niño. Aquí el chico sostiene al grandullón, quien –por su intermedio- anhela ser más grande de lo que ya es. Es como si para Martín el profesor fuera El Profesor (palabras mayores), y el taco que tiró el niño, la oportunidad perfecta para demostrarle a los otros (niños) que él (el adulto) no solo enseña; también “da cátedra”.

Las cátedras se dan en las universidades, pero la “casualidad” es que Martín se ha rehusado siempre a enseñar en la Universidad -pese a sus sobrados conocimientos y aptitudes para ello, y haberse recibido en una de las más importantes del país- alegando, según él, sentirse no estar a la altura intelectual de dicho desempeño. (Por eso escribimos profesor con mayúscula, no sólo para darle ánimo, sino porque creemos ver allí lo innombrable de su postergado deseo).
Forzado o no: lo cierto es que este enaltecimiento que hacemos aquí de la letra del profesor coincide perfectamente con la negación de Martín, y por ende, con su posibilidad de nombrar un deseo pendiente. Ese deseo relacionado con la enseñanza terciaria y con ese poderoso amor transferencial que todavía siente por su Universidad -y especialmente por la figura de sus viejos y queridos maestros- que puja por alcanzar la luz. Un amor encubierto y fuertemente enraizado en la negación que,  tal vez, algún día -como su taco-, vaya camino a  brillar... (como dice la canción), “a brillar mi amor...”.

Pero el problema no es el taco. El problema es que este futbolero hombre de letras quiere aparecer en el taco; quiere allí reencontrarse con el niño y con sus infantiles facultades. No olvidemos que “el taco de Martín” es lo más cercano a “el talón de Aquiles”, lo cual revelaría que la pierna lastimada es la pierna del héroe trágico. Martín tiene localizada corporalmente su vulnerabilidad en el mismo punto estratégico que Aquiles, y será ahora su pierna “la de palo”, “la inútil”, la que solo sirve para sostenerle –y recordarle- el riesgo que implica entregarse a un goce sobrehumano. (No casualmente la tesis de literatura fue sobre el sujeto en la Ilíada de Homero).
Pero el problema es que Martín no es Aquiles: y al tirar el taco tiró con él los gemelos, los cuadriceps y los femorales...  ¡tiró la pierna entera! –y casi tira la pata-, y con ella tiró también parte de ese ánimo risueño y exultante con el que entró paternalmente a la canchita de papi, convencido de que era “la canchita  de papi”.

III


-“Pero no importa...” –alega Martín, ya con el orgullo remendado-; me gustó hacerlo”. Claro, es comprensible, bajo la óptica marcial el guerrero jamás se abandona el campo en el que libra la batalla; como decía Maradona: “sólo muerto me sacan a mí de la cancha”. ¿Qué neurótico querría renunciar a ser objeto de una mirada tan maternalmente embelesada como la de los fanáticos que miran los partidos de fútbol? En el caso de Martín, parece ser suficiente su propia mirada, claro, para mirarse a sí mismo.
-“Me tuvieron que asistir” –reconoce, por fin, y a regañadientes-. “Pero un poquito, no mucho”. –Y remata, volviendo ya a cerrar la herida narcisista-: “Pero solo cuando terminó el partido, eh”. 

A veces es necesario romperse un poco para poder desarticular la imagen que armamos de nuestro yo –incluso así, literalmente como le pasó a Martín-. Nos rompemos las cabeza mil veces y mil veces seguimos sin aprender. A veces nos rompemos todo y lo llamamos “casualidad” o tal vez “accidente”, desconociendo que detrás de eso hay otra escena, otro sentido. A veces alzamos desesperadamente al otro para no caernos junto a él, y tropezamos tontamente para poder tirarlo y castrarnos. Porque, ¿quién quiere por motus propio soltar la cruz que arrastra nuestro endiosado ego y viajar por la vida liviano, erguido y sin problemas y, al mismo tiempo, sin la promesa de inmortalidad pegada a las espaldas? Eso es más insoportable que llevar la cruz. Y nosotros, como neuróticos, tenemos alma y temple de mártir (por eso decimos “genio y figura hasta la sepultura”), porque somos fieles al mito que nos atraviesa: la misión del Calvario es cargarla hasta el final, hasta que la muerte me separe de ella, mientras -claro- voy sosteniendo el fulgor de mi dorada imagen hablándole al otro todo el tiempo de mí: de lo joven que soy, lo bueno que soy, lo piola que soy, lo amable que soy... lo bla bla bla que soy... para él. Para Dios.

No olvidemos que el neurótico siempre cree que puede. Y que puede siempre más. Siempre un poco más. Y en este caso, tal vez  la lección fue para el maestro más que para el alumno. Y la lección es está:  a veces hay que detenerse aunque se pueda continuar. Simplemente porque allí está el límite que nos cuida y nos contiene; porque de una u otra forma siempre nos encontramos con la castración: si  Martín no hubiera tirado el taco para lucirse con los chicos no hubiese estado dos días postrado en la cama de un hospital, desgarrado de dolor, con la posibilidad tangible de sufrir algo peor, como estuvo a punto de pasar. Claro que ese incidente podía haber sucedido en el trascurso del partido o en la calle o en su casa o en cualquier momento y circunstancia de la vida, pero lo que está en juego aquí (y eso es lo importante) es que Martín no se conformó con jugar el partido tranquilo y pasar desapercibido como cualquier otro jugador, Martín fue por la jugada maestra que lo consagraría. Pero no terminó con-sagrado; terminó con-sangrado.
El tema es que Martín no aprende; siempre irá por más. Siempre habrá otro partido y otro taco resplandeciendo seductoramente sobre la línea de su horizonte. Pero tal vez, un día, no haya más rodillas para esas piernas macizas y dolientes, o tal vez no haya más piernas para ese abatido y cándido gigante, con corazón de niño. Tal vez este taquito le dé al maestro la lección de su vida: una jugada magistral convertida en una jugarreta, por la que casi paga –y gratuitamente- el precio más alto: su propia vida. 

Todo el tiempo tratamos de tirar taquitos. Pero nunca nos preguntarnos ¿cuáles son los tacos que hacemos en la vida? ¿Cuáles son nuestros taquitos? Porque no nos alcanza con hacer las cosas bien... tenemos que hacerlas “de taquito”. Porque nos queremos tanto queremos siempre demostrar cuánto sabemos y cuánto podemos, y la realidad está siempre allí, acechándonos todo el tiempo, para bajar nuestro copete de un plumazo como le pasó a Martín, como nos pasa a todos cuando, por amarnos demasiado, no podemos ver lo que tenemos delante de los ojos.
Muchos creen que  reconocer sus límites es un signo de debilidad. Pero no siempre la idea es alcanzar la meta, llegar hasta el final.  Pocos saben que llevar las cosas hasta las ultimas consecuencias es, muchas veces, incluir como a la muerte como un destino posible.  Reconocer que las cosas tienen un límite y llegar solo “hasta ahí” no es sinónimo de cobardía o imposibilidad, sino mas bien de inteligencia, y en algunos casos, también de sabiduría.

Ahora podemos sintetizar: no es lo mismo “el taco” que “el taquito”. El neurótico siempre quiere que las cosas le salgan “de taquito”, o sea, naturalmente, sin esfuerzo y sin complicaciones, casi como por arte de magia, pero para ello él realiza un esfuerzo pequeño, insignificante (como el taco que se hace en el fútbol) y allí es donde fracasa, ignorando que para realizar el otro, el metafórico, (el taquito) hay que trabajar y esforzarse mucho en la vida.
Los neuróticos funcionamos así. Y hay un punto en el que todos tenemos algo de Martín; especialmente cuando creemos que vamos hacer algo con una intención y luego descubrimos que detrás de ella se hallaba otra, diametralmente opuesta a la anterior. Todos pasamos en la vida cotidiana por estas enseñanzas que nos brinda el inconsciente, lo que no es habitual es aprender de eso y desapegarse del ego que nos esclaviza, que nos condena a vivir bajo la sombra de un goce y un destino, llamado, muchas veces: fatalidad. 

Podemos entender ahora el sentido que tiene para Martín este partido con los chicos y, especialmente, su repentina ambición de meter un taco –innecesario- para sentirse vivo y existente. Pero, claro, como eso nunca nos alcanza, es también para sentirse grande y omnipotente. Y por sobre todas las cosas: amado y recordado.


Hugo Cuccarese


Mis dibujos



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