Después de
aprobar el pesaje final, cuando los boxeadores ya se encontraban frente a
frente, en ese clásico show de miradas impostadas que realizan para el deleite
de la prensa y para ir calentando los ánimos de los seguidores y fanáticos, vi
al “Money” Mayweather Jr. (como se lo conoce) un tanto risueño y exaltado.
Especialmente cuando se colocó frente al joven pelirrojo con los brazos en
jarra y empezó a reírse con su clásica sonrisa fanfarrona, mientras mascaba
un chicle, bufonamente, como lo hace un
chico socarrón y buscabullas.
Fue esto último lo que me hizo observar el
desarrollo de la pelea con más atención que nunca. Sabía, por lo que acababa de
ver en el pesaje, que algo particularmente interesante estaba a punto de
ocurrir en la noche del combate.
La expresión de Mayweather no es intimidante; es
provocativa. No lo mira; lo goza. Canelo se mantiene imperturbable. Su frío
temperamento le permite soportar estoicamente la burlona sonrisa del campeón.
Pero en un momento, al ver la insistente y graciosa forma de masticar la goma
de mascar, tal vez le vino el recuerdo de como masticaba Bugs Bunny la vieja
zanahoria al son de su clásico “¿Qué hay de nuevo viejo?”, porque
repentinamente rompe su pétrea impostura y deja entrever entre los labios un
débil hilo de sonrisa.
Durante un tiempo
prolongado no se dicen nada, pero se respetan las miradas. Entonces Canelo se
da vuelta y con la musculatura del torso completamente rígida, mira al público
enardecido y levanta el puño derecho en actitud ganadora, haciendo estallar la
fibra de su pequeño y potente bíceps. Es entonces cuando Mayweather lo toma del antebrazo derecho –se
cuelga prácticamente de él- y con una actitud exageradamente aniñada tira hacia
abajo, intentando bajárselo, ¡casi como se hace en una pulseada!
Su exaltado ánimo
infantil irrita súbitamente Canelo; y le saca el brazo con un movimiento brusco,
agresivo. Entonces lo mira desafiante y le hace un gesto con las manos, como
diciéndole –porque nunca le contesta, nunca le habla-: “¡Que te pasa, negro!
¡No me toques! ¡No me jodas! ¡Déjame tranquilo! ¿No ves que estoy mostrándole a
mi gente lo fuerte que soy?”
Mayweather, en un
arrebato de generosidad y en una actitud de aparente sinceridad, le ofrece el
cinturón de campeón, y le dice con visible entusiasmo: “¡Tomálo! ¡Agarrá el
título! ¡Si si, es tuyo! ¡Acá lo tenés!” Pero el boxeador mexicano lo ignora
olímpicamente y vuelve a mirar hacia las cámaras y a entumecer fálicamente su
pequeño y fibroso torso, pero esta vez, con el brazo izquierdo doblado hacia
delante, en forma de “L”, para exhibir
su intimidante puño, el mismo que –supuestamente- viene hoy a cambiar la
historia del boxeo. (El plan del
mexicano es inaudito: su idea es agarrarlo descuidado y demolerlo con un solo
golpe)
Pero la sostenida
indiferencia de Canelo rebalsa al final la paciencia de Mayweather, quien
intenta nuevamente llamarle la atención, esta vez, ¡golpeándole los abdominales
con el mismo cinturón!, para decirle a su vez: “¡Hey, hombre! ¡Mira lo que te
estoy ofreciendo! ¡Aquí lo tienes! ¡Tomálo si lo querés! Pero es inútil, Canelo
no registra absolutamente nada. Se mantiene inconmovible, críptico y
silencioso, con la mirada abstraída en la lente de las cámaras, que es
–impostado o no- lo único que mantiene
vivo su interés.
Mayweather no
comprende el desprecio que exhibe su apático y frío rival hacia el trofeo que,
prácticamente, le está entregando en
bandeja, y deriva una mirada fugaz al tipo de saco azul que está detrás de
ellos, como buscando complicidad y una explicación que él tampoco parece
poseer.
Al ver los
reiterados rechazos de su contrincante, Mayweather se queda como sorprendido,
visiblemente frustrado, como un niño caprichoso que no ha conseguido llamar la
atención, diciendo: “Bue, si no lo quieres... ¡lo seguiré teniendo yo!”,
entonces voltea a regañadientes y, enfrentando a las cámaras, levanta el
cinturón por encima de su rala cabeza para ostentarlo, delante de todos, y
mostrarle al mundo quién tiene y quién seguirá teniendo -o reteniendo- el
título de campeón.
Tras este último
saludo, Canelo se da media vuelta, un poco molesto, tal vez aturdido por la incomprensible
puerilidad de su adversario, y se pierde entre la gente mientras Mayweather se
queda parado allí, como absorto, con el cinturón en las manos mirando cómo se
aleja. Una situación extraña,
descabellada, inusual para el ámbito del boxeo. Un evento que nos recuerda
aquí, tanto por la insistencia de uno como por la indiferencia -o rechazo- del
otro, a esa otra escena de enamorados en la que la chica ofendida se marcha
dejando al novio plantado con las flores en la mano. El amor y el odio no están
exentos de estas rivalidades y luchas por la conquista de triunfos y trofeos.
Ya de entrada el territorio sobre el cuadrilátero ha quedado claramente
demarcado: el joven divo se irá de la contienda con las manos vacías y el
veterano campeón seguirá siendo invencible, por lo menos hasta que alguien
logre arrebatarle de las manos el tan
preciadamente temido título del mundo.
Es más, hasta el
tipo de saco azul intenta tomar al boxeador por el brazo antes de que éste se
retire, con la clara intención de decirle: “¡Veni Canelo! ¡Mirá que el campeón
quiere darte el cinturón, eh!”. Pero el mejicanito no sale de su propio mundo.
Y dándole la espalda a los dos se marcha en silencio, sin importarle
absolutamente nada de lo que ha sucedido allí.
Cuando Mayweather
asimila el rechazo de su ingrato rival, se da media vuelta, le dirige una
sonrisa cómplice al tipo del saco azul y se va encogiéndose de hombros varias
veces, como diciendo: “Y bue... que se le va hacer. ¡No lo quiere! ¡Que se
joda! ¡Mejor para mí! El título me lo seguiré quedando yo”.
Todo esto viene a
cuento por aquello mismo que dijo el sábado el pelador mexicano, cuando terminó
la pelea y explicó su derrota al declarar -y en forma lapidaria-, justamente
eso: “¡No lo pude agarrar!”.
Cuando un
comentador mejicano le interpela:
-¿Te desesperaste
en algún momento? Él responde:
-No, no me
desesperé, no me desesperé. Estaba tranquilo. Pero no lo puede agarrar.
Aún así no lo puede conectar.
Cuando le pregunta
por la revancha, contesta:
-“Obviamente, esta
es una gran experiencia para mi. Voy agarrar mucha experiencia de esto, y
veremos... Cuando empieza el primer round es cuando ves la realidad”. (Si la
realidad de su fantasma). Y agrega:
-“Es un peleador
muy inteligente. Cuando me agarraba, cuando me tenía me picaba los ojos. Y por
eso fue mi reacción de pegarle en la pierna... (lo hizo apropósito, de la
impotencia que sintió) porque cuando él me tenía agarrado me picaba los ojos”.
La entrevista
concluye con la consabida pregunta:
-¿Se le puede ganar
a Mayweather?
-“Si si. Debe haber
alguna manera para ganarle”.
-¿Y como pensás entonces que se le puede
ganar?
-“Bueno, él es un
peleador muy inteligente, muy elusivo. Quizás otro boxeador que se mueva igual
que él. Las mismas características que lo haga desesperarse.. tal vez
pueda ganarle”. (Recordemos que él había dicho dos veces que no se había
desesperado)
La frase del
luchador pelirrojo durante toda la promoción de la pelea fue: “No lo voy a
intentar; lo voy hacer”. Pero al final –como el neurótico por la boca muere- no
lo hizo; simplemente lo intentó. Y no pudo, como era de esperarse. (No
pudo como no pudo Ortiz cuando lleno de rabia y de impotencia -también por “no
poder agarrarlo”-, le pegó un cabezazo en la cara).
Se dice que en
otros deportes si tocas el trofeo es mala suerte. Y se ve que Canelo lo sabía,
pero al trasladar esa creencia al boxeo -y especialmente a su pelea- la instaló
allí mismo, la fundó en ese mismo instante; y lo único que consiguió con ello
fue atraerse él mismo la mala suerte que pretendía evitar.
Irónicamente fue
para él mala suerte no tocarlo que tocarlo. Pero si Canelo no quiso tocar el
cinturón del campeón mucho menos iba a querer agarrar al campeón. Es que tocar
el título del campeón es tocar al campeón. Pero Canelo –al igual que muchas
otras jóvenes promesas del boxeo- no quiere voltear al Campeón del Mundo,
porque inconscientemente no quiere que su ídolo caiga. Y mucho menos de
rodillas. Y mucho menos frente a él. Sería muy angustiante tener que matar al
padre –con sus propias manos- frente a los ojos de millones de personas que,
con expectante avidez, aguardan melindrosos el ocaso del campeón, para ver
restituida su presencia en el renacer de un nuevo astro. Por eso es mejor no
pegarle demasiado y que los golpes nunca lleguen a tocarlo; la excusa para no
agarrarlo jamás y mantener intacta la figura del eterno vencedor le funciona en
su discurso perfectamente bien: “él es un peleador muy inteligente, muy
elusivo”. Será más bella entonces la esperanza de seguir deseando el título que
alcanzarlo con un golpe de una vez, o como dijo él, seguir intentándolo
más que hacerlo. Por eso decimos que lo que queda suspendido en esa eterna
postergación (o muerto) es el deseo del sujeto.
En este sentido fue muy interesante todo lo
que ocurrió a lo largo de la pelea, porque la situación del comienzo se terminó
invirtiendo al final: Mayweather parecía un chico y Canelo, el adulto que
rechazaba entrar en su jueguito; pero después, sobre el ring, el niño se
transformó en padre (el campeón que es en el cuadrilátero) y el supuesto adulto
-el que iba a arrancarle de las manos el título del mundo- en el niñito
que no pudo agarrarlo. ¿Será que ese intocable y secreto amor que siente Canelo
por la figura de su gran ídolo de ébano es más fuerte que su ambicioso deseo de
querer ser campeón?
Lo que el boxeador mexicano nunca se enteró
fue que en el acto de rechazar el cinturón ya estaba firmando lo que sería su
posterior derrota. Mayweather hizo públicamente el gesto de desprenderse del
título (nunca se sabrá si fue una broma o una puesta en escena), y para el caso
tampoco importa. Lo cierto es el acting que realizó antes de la pelea y el
sentido que después se deslizó de allí, entre las cuerdas, para fortuna de un
joven infortunado, de un promisorio y displicente Canelo que, lamentablemente,
encandilado por las luces de la fama y el espectáculo, no supo ver y aprovechar
a su favor.
Canelo se negó a entrar en el juego de
Mayweather, y sin darse cuenta –con ese rechazo simbólico- estaba también rechazando
el título que, prácticamente, se le estaba regalando.
Tal vez como el
traspaso de un don, como un pase de posta o simplemente como un padre que
habilita, que dona, le estaba diciendo: te lo cedo, muchacho; te lo entrego en
tus propias manos. Acaso, ¿no querés ser El Campeón?
Está claro que
Canelo no subió al ring para vencer al campeón, para matarlo simbólicamente con
un derechazo al mentón –no esta vez-; por el momento, lo que Canelo quiere
hacer es perpetuarlo sobre el ring. No,
todavía no se encuentra preparado para dejar de ser hijo. Por esa razón,
debió apretar las mandíbulas con todas sus fuerzas y sacrificar lo que había
ido a conquistar esa gloriosa noche: el sueño de ser campeón.
Hugo Cuccarese
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