El actor, cuanto mejor actúa, peor es como
actor.
ANÓNIMO
Todo el mundo sabe que si vemos a alguien representar una obra y
percibimos en seguida que está actuando, por más destacada que sea su interpretación
sobre el escenario ya ha perdido, con esa sola observación, parte de la
credibilidad que necesita tener el actor para convencernos de que no es él
quien actúa sino el personaje que interpreta. Tal vez desde una visión más
profunda y más comprometida con el sentido de lo que se espera de una verdadera
actuación, o lo que se supone de debería ser una “gran actuación”, podemos
pensar a groso modo que el actor tiene como objetivo principal la difícil tarea
de persuadir al espectador de que nadie actúa, de que no se trata de actuar “a
ser otro” o de actuar “a no ser uno”, porque no se trata de “actuar”, de
“actuar a ser”, sino de simplemente “ser”, “ser otro”, ser alguien
verdaderamente diferente a lo que uno es, que, según la mirada zen, es la forma
más creativa y convincente de actuar. La más parecida a la idea que podemos
tener sobre lo que ES “ser actor”.
La actuación como una
no-actuación
Si nuestra condición como espectadores que somos es la de mantenemos expectantes es porque mantenemos siempre
la misma expectativa: ¿a quién veré actuar en esta obra?, ¿al actor o al
personaje? Y en todo caso, actuar, ¿en qué sentido? En el sentido de que es el
actor “el que actúa” (el que realiza la acción de actuar) o es el mismo
personaje “el que actúa” (el que
actúa a no ser él).
Como espectadores quisiéramos ver al actor usando todos su dotes en el
arte escénico para convencernos de que al que estamos viendo arriba de las
tablas, en realidad, no está “actuando” para nosotros (en el sentido del engaño),
de que él en verdad “no es un actor” -alguien que meramente actúa a no-ser-;
sino por el contrario, quisiéramos ver al actor como alguien que pone el cuerpo
para que el personaje que interpreta cobre vida en él, a costa de entregar en
el escenario, metafóricamente hablando, su propia desaparición como actor. Esto
es lo que se dice: “dejar la vida en el escenario”. Es en este sentido que hay
que entender cuando en el zen se dice que el actor no tiene que actuar. Que más que actuar el actor tiene que “dejarse
de actuar” para “dejarse actuar”. El que tiene que actuar es el mismo
personaje interpretado, investido por la nueva personalidad de ficción; pero
actuar a-través-de-él, del actor, a través del que lo reviste de ánimo y vida
sobre el escenario.
Para ser más claros, digámoslo al estilo zen:
Es la no-actuación del actor lo que vuelve perfecta
la actuación del actor
Bajo el foco de la filosofía zen en buen actor no es el que actúa bien
sino el que nos convence a todos de que no está actuando, de que está siendo en
ese preciso momento mágicamente imbuido por el espíritu de alguien que
no es él, lo que se ve cuando el que actúa esta siendo “tomado por el
personaje”. Precisamente ahí es cuando el actor se fusiona con el personaje y
no hay diferencia entre uno y otro, y habla, piensa y siente y se mueve, no
como lo haría él mismo, sino como requiere que lo haga el personaje
interpretado; con la voz, el ánimo y la gestualidad propia que le ha dado su
particular caracterización. Es como el caso del escritor, que para producir el
efecto de credibilidad sobre el que lee necesita que la verosimilitud de su
pluma sea sublime, suprema.
Algo de esto se percibe en Macedonio Fernández cuando decía que “Hoy
todos escriben bien”; un enunciado que deja entrever esta misma cuestión: “los
buenos escritores no son necesariamente los que escriben bien”. Es también como
lo que ocurre en un acto de magia; en cuanto uno ve los naipes asomarse por la
manga del prestidigitador ya se perdió la magia, se rompió la ilusión; y
cuando un mago destruye el efecto mágico (la posibilidad de que la carta pueda
aparecer y desaparecer de la nada) ya no hace magia; hace desaparecer la magia.
Y un mago no puede ser ni engañador ni mentiroso; el buen mago, el gran mago es
siempre un gran Ilusionista. Ya que la ilusión siempre es la misma: el poder de
poder traer y llevar cosas, de la nada a la nada. Igual que el actor, cuando en
su gran acto de magia deja que aparezca y desaparezca en él –de la nada,
siempre de la nada- el personaje que convoca.
Por eso es cierto que cuando vemos a un actor interpretando
maravillosamente un papel, algo en nosotros nos dice que ya ha desaparecido
parte de esa magia fundamental que se produce sólo sobre las tablas de un
escenario, al identificarnos temporalmente con la realidad del personaje; esa
esencia primigenia que es, básicamente: “el arte de actuar como si no pareciera
que se está actuando”. Cuanto menos conciente sea el actor del papel que
representa, más real y transparente será la actuación que nos ofrezca. O
digámoslo así: “La mejor actuación es la no–actuación”; que es -precisamente-
la actuación no-fingida, no-actuada. La actuación en la que se actúa, pero de
una forma en que parece que no se actúa; lo que algunos darían en llamar
bajo esta singular mirada zen: la actuación real.
Para que la actuación sobre el escenario recobre en todo su esplendor
su sentido originario, que es el de re-presentar un papel (un volver a
presentarlo ante la mirada del otro) y sea realmente eficaz (en cuanto a la
credibilidad de lo que se está re-presentando) es condición fundamental que el
actor muera detrás del personaje, lo encarne con el alma y con el soplo de su
voz le de vida propia a través de su no ser. Es aquí donde el actor debe ser él
una tumba, un sepulcro, y guardar con su voz –y con su fidelidad- el más
grande de los secretos, el secreto de su no–ser, mientras es otro el que habla,
el que habita en él. En este sentido, todos somos actores y somos “sepulcros
blanqueados”, como dice Jesús; por algo él despotrica contra los fariseos a los
que ve precisamente como farsantes. Y los ve así porque así los veía actuar
todo el tiempo. Porque veía perfectamente bien que actuaban -no que actuaban
perfectamente bien-; por el contrario, él veía que actuaban como si fueran
actores mediocres, o mejor aún, como si fueran cadáveres vivientes –recordando esto de los sepulcros blanqueados-.
Bajo esta nueva y sorprendente mirada que nos ofrece el budismo zen a
nuestros ojos occidentales sobre el mundo, podríamos decir sobre esta lógica
del “actuar no actuando”, y siguiendo el ejemplo del sepulcro de Jesús, que la
mortaja que enluta los restos del actor (la de su pálida actuación) no es como
se cree la caracterización ni las vestiduras del disfraz, es la misma
apariencia mortecina que encarna y sostiene allí -en ese otro sepulcro- donde
habita mientras representa: el escenario. Y si ese velo de misterio se descorre
y se descubre, la actuación del actor, por más brillante que sea o pueda
parecer a los ojos de cualquier espectador, siempre perderá un poco de brillo y
de sentido la representación como tal, y con ella, gran parte de lo que le da
vida al personaje: el Fuego Sagrado. Convirtiéndose así en un fuego fatuo.
(La luz mala de los cementerios y de los antiguos campos santos).
Por esta razón, solo desde el zen puede sostenerse una premisa tan
absurda sin que al mismo tiempo sea tan aparentemente contradictoria, como la
que podría parecer si decimos que “actuar bien es actuar mal”. Y peor aún, que
“actuar bien” o “actuar mal” es no actuar (que por supuesto nada tiene
que ver con la no–actuación del zen), pues el verdadero sentido de ésta,
como ya dijimos, es actuar como si no se estuviera actuando en absoluto, o que
su misma actuación sea un efecto calculado de su no-actuación. Un maestro zen
lo expondría bajo la forma de un Koan, diciendo simplemente: “La actuación sin
actuación”. O mejor aún: “El arte de actuar sin actuar”.
(Pero de esta misma postulación se desprende aquí una sutil diferencia:
“actuar sin actuar” no es “no actuar”, como podría creer vulgarmente el
pensador occidental. Actuar sin actuar es actuar “como sí” no se actuara
en absoluto, que es diferente).
Una de las características más relevantes que podemos observar de la
filosofía zen es que ha logrado salir de los antiguos templos y monasterios
para imbuir con su aire rebelde y refrescante el corazón de las sociedades
modernas, penetrando en todos los estratos posibles de la cultura, el arte, el
deporte y la política, entre otras disciplinas. Si el discurso de los viejos
maestros zen pudo adquirir todo su poder y mantener viva su consistencia
filosófica durante más de dos mil años fue gracias a su ex-istencia filosófica,
es decir, a su “salir de” el lugar donde nació y se desarrolló. Como ocurre en
el proceso de desarrollo y crecimiento de cualquier sujeto, podríamos decir que
lo que ganó esta disciplina oriental y milenaria en el corazón de los hombres
posmodernos fue gracias a lo que ella perdió, a lo que dejó atrás, a la cuna
que abandonó. Si la irrupción filosófica
del zen en el arte escénico ha sido positiva y efectiva sobre los sujetos, que
pueden asimilarla e incorporarla como tal, ha sido porque ha logrado barrer con
la dialéctica y con todas esas especulaciones sobre lo que se supone que es una
buena o una mala actuación, con su lógica ilógica de la no-actuación, que es la
única forma que tiene el actor-zen de actuar verdaderamente así: no siendo más
que siendo lo que él mismo es. Esto es lo que a fin de cuentas podría
denominarse para el zen: la Gran Actuación.
Cuando el ego del actor quiere lucirse por sobre el del personaje es
porque en el fondo el actor -desprovisto del verdadero don de la actuación-
menosprecia la creación del poeta y busca encumbrarse él mismo como personaje,
como ego y faro cegador. Esto es lo que se juega para el actor en esta
invisible juntura que une y separa el doblez de la actuación: ser y no ser el
personaje. Por eso hablamos anteriormente de “el actor como asesino” y “el
actor como cadáver”, y decimos que, en escena, el personaje debe devorarse al
actor y no dejar rastros visibles ni tangibles de su persona. Por lo menos
hasta que la caída del telón marque sobre las tablas el final de la alienación
para el que actúa y el retorno hacia sí mismo, hacia su vida personal. Porque
cuando es al revés, es el actor el que utiliza las herramientas propias que
ofrece el mundo de la teatralidad, exclusivamente como un medio para destacarse
él mismo y sobresalir por encima del personaje que desprecia y aniquila. Ésta
vil y egoísta utilización del arte degrada y empobrece al mismo arte que
utiliza, porque éste es el actor que verdaderamente “actúa”, pero que actúa
únicamente para no actuar, para mentirnos a que actúa cuando no actúa, para ser
él mismo un personaje de sí mismo, sin ninguna otra razón más que la de darle
vida –una falsa vida- a la vida que no tiene. A su propio e inexistente ego.
De este modo, la consigna de la actuación zen será brindarle al actor
la posibilidad de que interprete un papel en el que actúe a través del
personaje, y no saltando por encima de él, encegueciendo y anulando la
credibilidad del público con las deslucidas luces de su pequeño ego. Porque o
desaparece el actor en el personaje, dándole vida a la interpretación que ha
creado de él el poeta, o es el actor el que hace desaparecer al personaje,
tapándolo con su persona, negándolo con una burda y narcisa interpretación de
sí mismo. Una interpretación que por poner en juego el brillo propio –y
no el del personaje- bien podríamos llamarlo “fatuidad”. Como ese profesor que
dijo: “Sartre es brillante”, –pero en un tono marcadamente irónico-. Siendo el
concepto de brillo utilizado aquí en un sentido negativo. Es como decir, “su
luz es cegadora”, “su brillo no ilumina”.
A esto mismo nos referíamos cuando decíamos que es un problema cuando
el actor es realmente bueno o brillante, porque ese mismo brillo fálico
(yoico) es el que opacará su misma actuación al impedir al personaje alcanzar
su propio lucimiento, bajo las luces de su propio candil: el Fuego Sagrado. La
única luz que deslumbra los ojos del espectador sin encandilarlos, sin
enceguecerlos. Las candilejas del alma de un gran actor son y serán siempre,
pues, para todos los que amamos las buenas y grandes actuaciones, las que no
encandilan los ojos del que la contempla.
Hugo Cuccarese
Don Gato y su pandilla |
No hay comentarios:
Publicar un comentario