miércoles, 15 de marzo de 2017

MAYO DEL 37 - EXPOSICION INTERNACIONAL

No nos atrevemos a muchas cosas porque son difíciles, pero son difíciles
porque no nos atrevemos a hacerlas.
Séneca

La Exposición Internacional del Arte y la Técnica en la Vida Moderna abarcaba una superficie de más de 100 hectáreas y contaba con la participación de 52 países, además de Francia. Situada en París, ocupaba el barrio que se extiende desde la colina de Chaillot hasta la plaza de Sena.

El 4 de mayo de 1937 el presidente Francés, Albert Lebrun, inauguró  en París la “Exposition Internationale des Arts et des Techniques appliqués á la vie moderne”. El palacio del Trocadero fue demolido para construir el palacio de Chalillot, alojando parte de la exposición, regulada por la Oficina internacional de Exposiciones. El gran evento se convirtió en la excusa perfecta para que los gobiernos de los países entrados en conflicto pudieran realizar silenciosamente trabajos de inteligencia sobre el mentado “Asunto Dragón”.

En el pabellón español, figuraba la gran obra pictórica: el Guernica, de Pablo Picasso, un auténtico testimonio de la destrucción  de un pueblo del país Vasco por la aviación alemana. También se exhibían obras de Joan Miró y otros artistas de vanguardia. En el pabellón Ingles,... Curiosamente, los pabellones de Alemania y la URSS quedaron situados “frente a frente”. Estas dos grandes potencias se esforzaban en presentar sus mayores conquistas tecnológicas en pos de competir por la supremacía y el prestigio de sus respectivos regímenes.

Los franceses estaban orgullosos de su colección de arte, de la cual resaltaba la magnífica obra de Raoul Dufy, un fresco de 600 metros cuadrados, titulado El hada de la electricidad.  Sin embargo, su mayor ostentación de belleza y poder artístico era El hueso de dragón, considerado una de las obras de arte más antigua que existían sobre la tierra. La auténtica reliquia de origen chino (poseedora de un valor incalculable) se halló desde su descubrimiento en manos de Francia, dado que el primero en poder descifrar sus impenetrables criptogramas había sido un destacado lingüista francés.

China, por su parte, celosa de su patrimonio cultural, no tuvo más remedio que exhibir en su desolado pabellón una tetera de porcelana tou–ts`ai, del período Yung–cheng (1723–1735), de la dinastía Ts`ing: una reliquia insignificante que palideció en comparación con los 4000 años de antigüedad que acusaba el afamado Hueso que, irónicamente, era exhibido enfrente de su pabellón.  Sin duda, el pabellón de Francia, gracias al magnetismo natural del hueso de dragón,  fue el que mayor cantidad de público atrajo el día de la ceremonia inaugural.

No obstante, una de las mayores atracciones con las que contaba el pabellón del país anfitrión, además del deslumbrante hueso era la presentación de la Traducción Original. Aquella misma que llevaba en el maletín el mariscal Fosch, y que había entregado en secreto en el vagón cuando firmó su rendición ante los franceses.  El documento ultra secreto que, según la afirmación de algunos intelectuales de prestigio, había sido la causante de la Primera Guerra Mundial, ahora, casi veinte años después, convertidos en una valiosísima pieza de arte histórico, se hacía público ante el mundo por primera vez.

Lo que por aquel entonces muy pocos sospechaban era que la segunda parte de este valioso documento ya había sido traducida también. Estos, tampoco ignoraban que el genial intérprete del hueso era nada menos que el sobrino del mismísimo François Le Benard, el primer filólogo que investigó los milenarios pictogramas del mentado hueso, ni bien fue desenterrado de las canteras del Río Amarillo, en China. Agentes de inteligencia alemana, rusa e inglesa, buscaban por todos los medios conseguir el valioso documento, pero el eminente criptógrafo francés, Jean Le Benard, no cedía ante las ofertas “indirectas” provenientes de los agentes camuflados, infiltrados en la mencionada Exposición.  Su situación era un tanto delicada, y había llegado a un punto de su vida en el que no estaba dispuesto a negociar su felicidad, por un poco más de fama de la que ya tenía. De este modo, y sin buscar más problemas,  mantuvo absoluta reserva frente a los curiosos que se le acercaban con la excusa de  conocerlo y felicitarlo. Todos decían haber conocido al genio de su tío François, y muchos de ellos, conociendo el escándalo que había tenido con Mata Hari, y su posterior desaparición de la arena publica, preguntaban acerca de su paradero. Pero Le Benard siempre se limitaba a contestar:

“Él está muy bien, gracias. Está descansando. Y les manda saludos a todos”.

La mayor parte de los representantes de los 52 países que exhibían su más preciada colección de arte y técnica, sospechaban que Le Benard (Jean), tenía los conocimientos suficientes como para haber realizado la interpretación de la segunda parte del hueso (incluso, varios miembros del gobierno Francés lo sospechaban lo mismo), pero, en realidad, nadie contaba con pruebas contundentes en este sentido. No obstante ello, a pesar de tal incertidumbre, las autoridades de todos los países no apartaban sus ojos del misterioso “Docteur tradouctiôn”. El famoso descifrador del Hueso de Dragón contaba en sus espaldas con la sombra de varios agentes encubiertos que, según se rumoreaba por entonces, seguían sin descanso cada uno de sus movimientos.

Finalmente, todos se hicieron presentes en la Exposición Internacional de París, dominada por la exasperante tensión internacional que  reinaba en el lugar gracias a la dura oposición ideológica que significaba tener enfrentados en los pabellones a la Alemania nazi y la Unión Soviética,  con la misión explícita de encontrar el documento confidencial más importante del momento. Pero lo que nadie logró imaginar en ese momento es que dicho documento no se encontraba en ningún pabellón de la Exposición, y por una sola razón; el documento se hallaba en la cabeza del Dr. Le Benard.

El destacado criptógrafo francés, envuelto en una atrapante nube de misterio se hallaba más vulnerable, y al mismo tiempo, más protegido que nunca. Nadie se atrevía a tocar al hombre que podía revelar al mundo los secretos del dragón, ya que él era el único que tenía el poder de tener en su poder la traducción definitiva del milenario hueso. Todos sabían que si desaparecía el traductor, también desaparecía la traducción. De este modo, Jean Le Benard, trasformado por la ambición de sus propios perseguidores en un moderno hierofante, en iniciado en los misterios del milenario hueso, terminó siendo –él mismo- el único intermediario entre los hombres y los impenetrables pictogramas. El hombre detrás del velo de seis mil años de antigüedad, capaz de poder revelar el mensaje de aquella sagrada e impenetrable Escritura.


Por aquel entonces Le Benard era retratado por algunos sectores políticos-religiosos como si fuera la reencarnación del mismo Moisés, y el hueso de dragón, comparado con las bíblicas  tablas de piedra de la Ley.

Por 
ESTEBAN THEODOBALDO