El
hombre es el lobo del hombre
Thomas
Hobbes
La impunidad de nuestros perturbados
héroes
Cómo no quieren que haya
violencia en el mundo si los protagonistas que encarnan en las películas del
cine de acción el papel del nuevo héroe, los que interpretan al paladín de la justicia en
las películas más taquilleras y pasatistas que puedan existir en la era de la Coca y de la Cola, esos filmes que
miran millones de personas en el mundo mientras mastican sus pochoclos obnubilados
por la sangre y el estruendo de las balas, estos modernos adalides, decimos, son
tan salvajes y destructivos como los mismos villanos que persiguen y combaten
en las sagas. Pues ellos también son
seres en guerra, seres que funcionan en espejo bajo la vieja ley del Talión, seres
que luchan contra la violencia ejerciendo el mismo tipo de violencia que
ejercieron contra ellos. Bajo ningún punto de vista estos invictos del sétimo
arte se encuentran preparados para poner la otra mejilla, en caso de ser
arrebatados por una bofetada; ellos directamente le arrancarían la cara al
agresor de un puñetazo -y un puñetazo sorpresivo y traicionero como el de Bruce
Willis, que citamos aquí-, si tuvieran que optar en ese momento por seguir el
precepto de Jesús o entregarse a su propio instinto tanático y destructor.
Solo los aficionados al cine de acción pueden hacerse una fiesta viendo a John McClane, el popular héroe al que da vida Bruce Willis, parando autos desaforadamente como un enfermo mental, en medio de una autopista totalmente colapsada de tráfico, con la evidente intención de robar un automóvil para poder perseguir a los sujetos a los que él llama “los malos”. Ocurrió en una de sus últimos films. Y lleva el inentendible título de La jungla: un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, de John Moore, 2013), que como siempre es más de lo mismo, como siempre ocurre con Willis, que ya no tiene otra cosa que ofrecer al público que la repetición en sí misma, -de sí mismo-, en su más pura esencia. Repite el modelo que lo llevó al estrellato. Aquí otra vez vuelve con la saga comercial iniciada con Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988). Un modelo de películas y un estilo de actuación que utiliza hasta el hartazgo como una fórmula exitosa, que según se viene viendo hasta ahora, parece ser a prueba de balas.
En medio de esta peligrosa y
enajenada maniobra de carácter personal, la de parar autos en medio de la
autopista para alcanzar su propio objetivo, (maniobra que, como todos sabemos,
siempre que la lleva a cabo un ciudadano estadounidense “o amerruikano” está
justificada porque siempre es en pos de salvar el mundo y, por lo tanto, no se
cuenta como delito o como un hecho criminal, y jamás parece violar ningún tipo
de contravención, pues ni siquiera está mal visto), decíamos, McClane intenta
como un loco parar los autos y los que pueden lo esquivan, pero finalmente hay
una camioneta que no puede y lo enviste fuertemente, llevándoselo puesto y
arrojándolo después a varios metros del impacto, para dejarlo tirado en medio
de la calle culo pa´ arriba. Porque como
todos los héroes modernos no se queda ni con un rasguño en el codo, y se
levanta al instante como si se hubiera simplemente tropezado con una baldosa
suelta.
Y es aquí donde comienza la
verdadera acción que vimos en el video, la acción del protagonista que nos
interesa a nosotros. Cuando el conductor baja de la camioneta visiblemente
ofuscado -y con razón- y se dirige a toda prisa hacia el tipo que atropelló sin
querer, ´Bruce Willis (McClane) se levanta de la acera, se sacude el polvo de
las ropas y, cuando está cara a cara con el conductor y éste lo increpa por la maniobra
criminal que acaba de realizar
–conductor que, oh casualidad, habla ruso o ucraniano o vaya a saber qué idioma
habla el tipo-, sin mediar palabra alguna y de una manera vil y traicionera (que
nada tiene que ver con el clásico estilo del héroe de antes, que esperaba a que
el otro pegue primero para poder accionar después en defensa propia), le
propina un sorpresivo y espectacular zurdazo en la cara, que lo noquea
instantáneamente. Entonces le dice, -le grita mejor dicho-, en un tono burlón y
de una forma muy fanfarrona, camino ya a la camioneta que irá a robarle descara
e impunemente, “¿Acaso pensaste que entendí algo de lo que dijiste?” Y se sube
a la camioneta del ruso y se la lleva como si fuera de él, no sin antes despedirse
sarcásticamente del tipo con un taquigráfico: “No pasó nada. Estoy bien. Gracias.”
Y aquí es donde comienza para
el protagonista la alocada escena de persecución. Nuestro lunático McClane conduce
por las congestionadas calles de Moscú como si estuviera endemoniado. El tema
es que él está cruzando un puente y cuando ve que ese bólido con forma de tanque
que quiere alcanzar se le escapa por la autopista, se desquicia por completo y,
en una arrebato de intolerancia al embotellamiento, clava los frenos allí donde
está, pone reversa en medio del puente, quedando con la trompa enfrentada al guarda
rail, y al grito de “¡Salgan de mi camino!” salta del puente para caer sobre un
acoplado y pasar por encima de los autos que estaban detenidos allí. Una mujer
grita aterrada en medio de las abolladuras y explosiones de vidrio, pero nuestro
inconmovible y chiflado héroe de acero solo atina a disculparse con un irónico “Sorry
man”.
Y preguntamos, cómo no
quieren que haya violencia, saqueos y crímenes en el mundo de hoy, tal vez como
nunca se ha visto antes, si todo lo que vemos en las películas del nuevo cine de
acción está basado la trasgresión de la ley, y principalmente en el odio, la
agresión y la falta de respeto al semejante. Este tipo de conducta agresiva,
soberbia y avasallante que vemos ahora en los héroes del celuloide, como el que
citamos aquí, parece brindar en los espectadores de todas partes del globo una
nueva y morbosa forma de goce escópico, basado en la contemplación de la
violencia, llamada ingenuamente “entretenimiento”. Pero no se trata simplemente
de regocijarse en la contemplación de la violencia o de hechos delictivos y
criminales que realizan nuestros insanos héroes cinematográficos, lo que está
en juego aquí es la imitación de este
tipo de conductas.
Si estos héroes de películas
que deberían servir para construir en el imaginario de los espectadores un
modelo de personas y de conductas, medianamente civilizadas, terminan siendo un referente para-no-seguir, no
podemos esperar que el grueso de la gente no termine aprehendiendo lo
que ellos se matan por mostrar: la supervivencia del más fuerte. Por algo el filme se llama “La jungla”, donde reinan
los más temerarios y los más… “valientes”.
Si los que deben dar el
ejemplo pagan siempre golpe con golpe y se comportan como si fueran psicópatas en lugar de mostrarse como verdaderos campeones de la vida (porque antes de
triunfar sobre el otro deberían vencerse a sí mismos), no podemos esperar que
la gente que los mira no se identifique con este perturbado modo de pensar y de
accionar, y termine copiándolos y queriendo ser como son ellos. Cuando vemos
este tipo de escenas, por ejemplo, no nos queda claro quiénes son “los buenos”
y quiénes son “los malos”. Hemos llegado a un momento en que los héroes de hoy llevan
en el semblante un aire de villano, haciéndonos recordar el nombre de aquella
vieja película italiana, “Feos, sucios y malvados”. Estos son los nuevos ídolos
que fabrica Hollywood. Y gracias a estos mismos ídolos el hombre está conociendo
al lobo que lleva dentro; pues el triunfo de esta parte más oscura del hombre
es la que está llevando al mundo a la insensatez y la barbarie. Cada vez media
menos la palabra entre las personas, y cada vez son más los problemas que se
resuelven con las balas y los puños. Y esto es lo que nos vuelve primitivos, lo
que nos emparenta con los animales, lo nos lleva de la civilización a la
barbarie.
Pero esta película pasatista
de Bruce Willis es apenas una pequeña muestra de todas las películas y sagas comerciales
de Bruce Willis, y la punta del iceberg de las miles y miles de películas de
acción que protagonizan semana tras semana los nuevos Bruce Willis del género.
Héroes jóvenes y desconocidos, con el mismo semblante impertérrito, inexpresivo
e inconmovible que tan bien han aprehendido de sus mayores, como Stallone,
Schwarzenegger, Steven Seagal, Van Dame, Chuck Norris o el mismo Willis. Todos brabucones,
todos apáticos y mecanizados, manejándose ante las leyes y las sagradas
enmiendas con la impunidad de un delincuente. Todos corpulentos, diestros y
multifacéticos. Todos igualmente infalibles e igualmente implacables e
igualmente suertudos. Más parecidos a superhombres inmorales que a hombres
valerosos. Dotados para combatir al mismo tiempo contra diez enemigos aguerridos
y salir victoriosos a la cuenta de tres. Todos previsibles y aburridos. Todos copiándose
a sí mismos y copiándose de todos todo el tiempo.
Porque es con este mismo vacío
de humanidad en la personalidad estúpida y sanguinaria del protagonista que el Hollywood
de hoy fabrica el retrato de los nuevos gigantes de la pantalla grande, haciéndolos
ver como si fueran propiamente “los malos” de la película. La conducta de estos
patéticos héroes de hoy, decimos, es imitada por millones de niños y
adolescentes que buscan tener un referente y un modelo en la vida, un ejemplo a
seguir, un ideal al que identificarse y se topan en la pantalla con películas como
estas, donde decididamente la violencia y la impunidad del protagonista sale
con fritas, porque este es el nuevo gusto del pópulos en los tiempos que corren. Sin contar los que van al cine a
comer palomitas y beber coca cola, y sin contar, por supuesto, “las de terror”, donde el espectador anonadado
condimenta su hot dog con la sangre que
salpica de los cuerpos desmembrados.
Todo esto lleva a La jungla: un buen día para morir a
convertirse en una franquicia donde el espectador se agota de ver una
larguísima, absurda y mareante persecución por las calles de Moscú, donde los
autos vuelan por los aires al más mínimo contacto, donde no hay más que ver a
un desgastado y desabrido Bruce Willis encarnando, por trigésima vez, el anodino
papel de paladín de la justicia, -que casi siempre suele estar al borde de ser
una justicia por mano propia-. Donde un repetido McClane bromea consigo mismo y
con su hijo (que es un reflejo mejorado de él mismo, interpretado por un actor sin
química ni felling), cada vez que
encuentra un respiro para relajarse y deleitarse con sus típicos sarcasmos, diseminando
por todo el film remates, supuestamente graciosos, (la mayor de las veces sobre
las vacaciones y la paternidad hasta el agotamiento), que, como suele ocurrir
en estos casos, en este tipo de sagas, solo ellos -los “amerruikanos”-, pueden
comprender.
La
jungla: un buen día para morir (¿la saga?), no sería mala idea. El metraje está
fabricado con un pésimo guión, con escenas oscuras, falta de intriga, con un
final muy soso y una irritante cámara que no para de moverse (seguramente por
un camarógrafo con Parkinson). Entre bostezo
y bostezo vemos a un héroe de sesenta años, de media sonrisa, al que le falta sangre
en la camiseta para ser más creíble o estar al borde de la muerte (como ha
estado en las películas anteriores).
Una perlita: la ambulancia llega
al final de la película, como pasa siempre. Pero esta vez solo para que McClane
suba voluntariamente, fresco como una lechuga. Será más bien para hacerse un
chequeo rutina, ¿no les parece?
HUGO CUCCARESE
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