sábado, 4 de abril de 2015

LA METAMORPHOSIS DE LA CIENCIA

“Aun hoy se suele hablar de ´mecánica racional´, lo que significaría que las leyes newtonianas expresarían las leyes de la ´razón´, esto es, una verdad inmutable”.
Ilya Prigogine




LA METAMORPHOSIS [3] DE LA CIENCIA
En estos tiempos modernos que corren ha aparecido en el camino de la ciencia una pregunta fundamental que ha obligado a Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química, y sin duda uno de los grandes científicos y humanistas de este siglo, a revisar y replantear todo el enfoque científico determinista propuesto por la ciencia clásica,  postulando, como respuesta innovadora, la construcción de un nuevo paradigma: ¿El futuro está dado o en perpetua construcción?

L
a ciencia clásica nos ha presentado el modelo de un Universo Mecánico Manipulable  cuya imagen mecanicista, elaborada por Descartes y perfeccionada después por Newton a imagen y semejanza de un reloj, ha reemplazado la descripción aristotélica de un Universo vivo, orgánico y creativo.

Ilya Prigogine ha presentado en su libro “El fin de las certidumbres”[1] una apasionante transformación conceptual basada en el porvenir de la ciencia, a partir de dos concepciones del universo físico en conflicto: la imagen estática y la imagen evolutiva, mostrando desde su reflexión histórica–filosófica un camino alternativo. Dice: “Creo que la aventura recién empieza. Asistimos al surgimiento de una ciencia que ya no se limita a situaciones simplificadas, idealizadas, sino que nos enfrenta a la complejidad del mundo real: una ciencia que permite que la creatividad humana se vivencia como la expresión singular de un rasgo fundamental, común en todos los niveles de la naturaleza”. Su novedosa concepción del mundo va dirigida hacia un nuevo naturalismo, intentando producir una síntesis entre la formulación experimental y cuantitativa de la tradición occidental con la tradición china, orientada como se ve hacia una visión más espontánea y autoorganizadora.

La concepción aristotélica del universo que dominó nuestra civilización entre los siglos XII y XVI, presentaba una interdependencia de los fenómenos materiales y espirituales en los que el hombre, no sólo era parte de la naturaleza sino también  igual a las otras criaturas.

Con la llegada de los astrónomos medievales, los visionarios más pitagóricos que imaginaban a los planetas como esferas etéreas de cristal, que giraban alrededor de la tierra en órbitas perfectamente redondas (por considerarse el círculo la forma geométrica perfecta), surge el modelo del Universo Geocéntrico, postulado por Claudio Tolomeo, modelo que la iglesia apoyó durante toda la Edad de la Barbarie y que contribuyó a frenar el ascenso de la astronomía durante un milenio. Por fin en 1543, Nicolás Copérnico publica una hipótesis totalmente diferente para explicar el movimiento aparente de los planetas. Copérnico, por su lado, desplazó a la tierra de su privilegiado centro, dejándola degradada a la categoría de un planeta más, el tercero desde el Sol. En 1616 la iglesia católica coloca el libro de Copérnico en su lista de libros prohibidos “hasta su corrección”, junto con su revolucionario Sistema Heliocéntrico. Este giro audaz y novedoso se conoció como la “Revolución Copernicana”, y fue la primera herida hecha al narcisismo de la humanidad.

Sigmund Freud en “Una dificultad del psicoanálisis”[2] (1917) escribe que el narcisismo general, el amor propio de la Humanidad ha sufrido hasta ahora tres graves ofensas por parte de la investigación científica: la primera estocada la da Copérnico, produciendo justamente la llamada “ofensa cosmológica”. La tierra (con el hombre incluido) ya no es el centro del Universo. La segunda fue la de Darwin, la “ofensa biológica”, el hombre ya no es dueño de un alma inmortal y un origen divino sino que ahora su estirpe proviene nada menos que del primate, no existiendo diferencia entre su propio ser y el del animal. La tercera ofensa –la más determinante para el sujeto que se haya en el campo de la palabra y el lenguaje- es la que hace el mismo Freud con el descubrimiento del Inconciente, produciendo la llamada “ofensa psicológica”. El hombre ya no puede ni podrá controlar todo en la vida con la sola fuerza de su voluntad, ahora existe un poder superior a sus desmedidos antojos e intereses personales, denominado  “inconsciente”, por ser éste un saber desconocido e inaccesible que gobierna y determina absolutamente el invisible hilo de todas nuestras acciones.

Prigogine, en “El fin de las certidumbres” menciona estas tres heridas narcisistas a la humanidad que describe Freud (omitiendo citar el artículo del que las extrajo) pero reconociendo, sin embargo, que “nuestra vida intelectual es conciente sólo en parte.” (La cursiva es mía).

A diferencia de lo que ocurría en la concepción clásica del universo donde el observador (el científico) era parte del universo que observaba (el objeto), en la ciencia moderna se produce un quiebre, una división tajante y devastadora entre el investigador y la cosa que investiga. El científico es ahora el nuevo Amo y Señor que somete a la naturaleza con sus perversos y dominantes caprichos. El ejemplo más contundente de ello es Francis Bacon, quien creía firmemente que el saber daba poder y, en consecuencia, sostenía que “el científico debía torturar a la naturaleza hasta arrancarle sus secretos”. La Revolución Copernicana produjo pues un hito en la historia del pensamiento occidental; pero fueron Galileo y Kepler quienes lograron verdaderamente encauzarla y Descartes quien la introdujo dentro de un marco mecanicista hasta la llegada de Newton, con su moderna y descollante teoría sobre  La Gravitación Universal.

Mientras Galileo se retractaba ante las autoridades eclesiásticas por afirmar que era la tierra la que se desplazaba alrededor del sol, -y no al revés-, Kepler, gracias a los datos astronómicos que le suministraba el gran observador de su época, Ticho Brahe, descubría que los planetas no se movían siguiendo la perfección del círculo, sino que sus recorridos quedaban formalmente achatados en una horrible y degradante forma elíptica. De  hecho, la primera ley de Kepler es el ABC de la ciencia moderna, situando y redefiniendo la estructura elemental del universo al postular que “un planeta se mueve siguiendo una elipse con el Sol en uno de los dos focos”. Cuando en 1805 Laplace le presenta a Napoleón su obra Mecánica Celeste, un voluminoso libro sobre el nuevo sistema del Universo que había diseñado, un sistema de relojería eterno e increado que completaba la obra de Newton en algunos de sus aspectos más importantes, y éste, fascinado, le pregunta cómo no había mencionado una sola vez a Dios, Laplace le responde, y de forma contundente: “No tuve la necesidad de recurrir a tal hipótesis”.

El universo científico clásico no sólo planteaba un destino prefijado dominado por leyes mecánicas y una dinámica basada en una relación de causa / efecto, sino que al mismo tiempo dejaba igualmente afuera a Dios y al azar.

Ilya Prigogine inaugura de este modo el posmodernismo con la postulación de su Nuevo Paradigma, al presentar una concepción del universo físico diferente, contraponiendo la imagen estática a la imagen evolutiva. Y explica que sería inhabitable para seres vivientes permanecer en un mundo totalmente Imprevisible, tanto como sería insoportable para seres concientes habitar un mundo totalmente Estable.

En la termodinámica clásica un sistema podía evolucionar hacia un sólo estado final: el equilibrio, con un proceso lineal. Pero Prigogine propone una reformulación de esto al plantear una nueva dimensión con la Termodinámica No Lineal de los Procesos Irreversibles (TNLP) capaces de formar nuevas estructuras a las que posteriormente denominará “estructuras disipativas”. Los seres vivos son aquí considerados estructuras disipativas sujetas a fluctuaciones, en tanto que el desarrollo humano en su conjunto, individual y socialmente, también puede expresarse en términos de estructuras disipativas, fluctuantes y creativas.

En el siglo XIX Joule postula el principio de conservación de la energía. Y Prigogine postula su teoría sobre el Universo no–determinado sobre la base de la primera ley de la termodinámica que dice que “la energía no se destruye, se transforma”, y sobre la segunda que sostiene que “parte de la energía se disipa como calor y no podemos recuperarla”, y cita el ejemplo del motor para afirmar que “es imposible una máquina con movimiento perpetuo” debido a que no toda la energía se puede convertir en trabajo mecánico, pues en cada ciclo parte de la energía se convierte (no se pierde) en una forma imposible de utilizar.

Para explicar este fenómeno producido sobre la base de este segundo principio, Clausius, en la década de 1860 a 1870 desarrolla un nuevo concepto denominado Entropía (del griego tropos, que significa “transformación o evolución”.

La Entropía mide el grado de evolución de un sistema físico. Cuanto más cerca estemos del equilibrio, mayor será la entropía y menor la actividad del sistema. Cuando se empezó a estudiar los fenómenos de entropía se llegó a la conclusión de que todos proceden en la misma dirección; del desequilibrio al equilibrio, del orden al desorden, hacia una entropía cada vez mayor.

De este modo y gracias a los novedosos trabajos de Ilya Prigogine, ahora los nuevos planteamientos científicos tienden a encontrarse con los del psicoanálisis. Parece que los científicos de hoy –o al menos aquellos que comparten la mirada de Prigogine- han modificado su discurso y pueden soportar la castración que implica no habitar un universo idealmente perfecto, con leyes infalibles, predecibles y predeterminadas, mas relacionadas con el fantasma neurótico de cada científico que con la realidad que se observa en los laboratorios. Tal vez nos encontremos en los umbrales de una ciencia cuya mirada sobre el mundo sea más real y menos idealista y especulativa; con científicos menos narcisistas y más abiertos y proclives a incluir (como posibilidad) la existencia del inconsciente en su propia mirada, y más predispuestos a soportar la incertidumbre que produce la falta cuando se pone en marcha “la mecánica del deseo”, implícita -y reprimida- en las entrañas de sus postulaciones.  

Todas estas investigaciones de Prigogine han conducido y desembocado en lo que hoy se conoce como la “Ciencia del Caos”. En realidad, el Principio de Incertidumbre propuesto por Prigogine no debería alarmar a la gente ajena al ámbito de la ciencia ni producir inquietud o escalofríos en quienes se acercan a la teoría prigoginista.  Si bien es verdad que el caos lleva implícito la idea de desorden, como su aspecto negativo, digámoslo así (y por ende la inseguridad y angustia neurótica que esto conlleva) también da origen a la creatividad, como su aspecto positivo y más sobresaliente.

Según Prigogine no vivimos atados a un Universo regido por leyes inamovibles y predeterministas, sino que habitamos un Universo abierto, cambiante y en plena construcción, sabiamente coincidente con el sujeto del lenguaje que, atravesado por la palabra que lo nombra y representa, habita el espacio del inconsciente de un modo heideggerianamente constructivo. No olvidemos que durante mucho tiempo el ideal de los científicos en el mundo de la física estuvo asociado con la certidumbre, es decir, con ese fantasma neurótico que se afianza en la negación del tiempo y la creatividad, o sea, la repetición perpetua.

La teoría cuántica con su principio de indeterminación marca finalmente la primera derrota histórica sobre la concepción determinista en la física; la segunda la habría de trazar la (TNLP), al demostrar que no hay una sola trayectoria posible y que en las bifurcaciones es el azar en que desempeña un papel preponderante a la hora de elegir un camino y descartar otros.  Esto lo lleva a Prigogine a pensar que ya no somos esclavos de un destino inexorable, escrito en las leyes universales con caracteres matemáticos –como decía Galileo-. Las leyes de la dinámica cobran entonces una nueva significación: incorporan la irreversibilidad y expresan posibilidades, ya no certidumbres.

De este modo, y gracias a los novedosos trabajos de Ilya Prigogine ahora los nuevos planteamientos científicos tienden a encontrarse con los del psicoanálisis. Especialmente con respecto a la posibilidad que tiene un sujeto de atravesar el fantasma de habitar un universo, idealmente perfecto, mundo un donde se excluye la existencia del inconsciente y todo lo que esté relacionado con “la mecánica del deseo” (y la angustia que conlleva propiamente el desear).

Lo que nos dicen las nuevas postulaciones prigoginistas en este sentido es que el destino  ya no tiene porqué ser “inexorable” para nadie, ya que “la ley universal” (que no es otra que la del Edipo) puede ser re-escrita en la historia de cada uno y por el análisis de cada uno, y en cada uno, como un palimpsesto viviente. Para que solo-uno (y no otro, ni el Otro) sea el artífice cada palabra que sale de su boca y, fundamentalmente, el creador de cada una de las letras que escribe -con el peso de un carácter matemático- en cada uno de los pasos que darán forma a su destino.

Y tal vez por la escritura de estos mismos giros del destino –o tal vez por los giros del azar- vivimos en un momento privilegiado de la historia de la ciencia. Respecto a esto, Prigogine concluye “El fin de las certidumbres” con un alegato más que alentador:

“Si logro transmitir al lector mi convicción de que asistimos a un cambio radical de la orientación que hasta hoy ha seguido la física después de Newton, este libro habrá cumplido su objetivo”.


Por algo The New York Times lo declaró: “Un libro breve que durará siglos”.

HUGO CUCCARESE




[1] Prigogine, Ilya, La  fin des certitudes, Editorial Andrés Bello, 1996, Santiago de Chile.
[2] Freud, Sigmund, Obras Completas, Tomo III, Editorial Biblioteca Nueva, 1981, Madrid, España. 
[3] La palabra “metamorfosis” fue creada en el siglo XV, y viene del griego “metamorphosis” que significa “cambio” y “transformación”. En cuya composición semántica se encuentra el prefijo “meta” (que es más allá, como en metáfora o metástasis), la palabra “morfé” (que es figura, forma, como amorfo y morfología), y la raíz “osis” (que indica cambio de estado, sobre todo para mal, como enfermedad, cirrosis o tuberculosis).

sábado, 14 de marzo de 2015

“DEMASIADO INHUMANO PARA SER HUMANO” [1]

[1] Inspirado en el título de una obra de Nietzsche: “Humano, demasiado humano” (Menschliches, Allzumenschliches)


“La angustia es la disposición fundamental que nos coloca ante la nada”.
“No somos nosotros quienes hablamos a través del lenguaje, sino el lenguaje el que habla a través de nosotros”.
“De mis esquemas mentales depende la forma cómo concibo el poder que soy, y el modo cómo ejerzo el poder que tengo”.

Martín Heidegger
  




E
l primero de mayo de 1933, Heidegger se unió al partido oficialmente, ganándose la gratitud de aquellos que deseaban que Hitler tuviera éxito. Hacia el final del mes de abril, después de que el rector de la universidad de Friburgo renunciara a su cargo como protesta a estas medidas,  Heidegger presenta su candidatura y sorprende a todos al ser elegido por casi la unanimidad de los votos del cuerpo de mandatarios de la universidad. Una semana después, invita al Dr. Jean Le Benard para que asista al discurso inaugural como rector, pronunciado en el hall principal de la universidad, a sala colmada, y decorado especialmente para la ocasión con banderas con la cruz esvástica.

Por aquel entonces la amistad y la admiración que profesaba el joven y destacado filólogo francés por el ya eminente filósofo alemán, no tenían límites. Él creía que la idolatría que Heidegger sentía por Hitler y sus secuaces tenía verdaderamente un sustento filosófico, y era porque la ideología del nazismo estaba en armonía con los fundamentos de su propia filosofía. Todos sus textos y conferencias desde los años veinte, incluida la carta que le había enviado en la que utilizaba el término “judificación”, y el repugnante libro de Goering con la amable dedicatoria –y que él mismo no supo o no quiso ver en ese momento como un prejuicio racial- estaban destinados a profesar o alentar de alguna manera la idea de una comunidad nacional, similar a la que ya existía en el centro del pensamiento nazi. Y Le Benard estaba convencido de que esa comunidad nacional que uniría a todos los alemanes serviría también para unir a todos los franceses en su país y a todos los pueblos de Europa, cuando el ser del Nuevo Hombre despertara de su eterno letargo[1].

Pero cuando Le Benard comprendió finalmente que este “sueño de despertar” en el que estaba profundamente sumido, -como en un sueño-, era justamente eso, “un sueño”, un imposible hecho realidad, ese mismo reconocimiento fue lo que lo hizo despertar a él -de su propio letargo-. Fue como una revelación freudiana: de pronto se le cayó la venda de los ojos y pudo Ver. Ver lo que realmente le esperaba a Europa si el hombre no despertaba de su propio sueño de querer despertar. Esto fue lo que Le Benard vio en Hitler cuando lo conoció en persona, y pudo vislumbrar el destino del mundo, el macabro final al que llegaría la humanidad si al ser del hombre no se le abrían los ojos de la verdad y seguía inmerso, aplastado, abatido por el discurso hipnotizante de un Hitler dominante,  dominado, a su vez, por su propia demencia.

Para entonces, Heidegger jugaba un papel fundamental en la consolidación de Hitler, al ayudar a legitimar el régimen sobre la base de su inmenso prestigio, a nivel mundial como filósofo. Y Le Benard, ya un poco distante de aquella ideología, se preguntaba: ¿cómo había podido cometer semejante error un hombre como él, un hombre cuya hondura espiritual y pensamiento había logrado trascender las fronteras de lo pensado y lo pensable? Entonces comprendió: “Se volvió loco”.

El nazismo también era conocido por su antisemitismo, y éste era el punto nodal en que Le Benard marcaba territorio, distanciándose de su amigo Heidegger cuando éste, en lugar de discrepar con este aspecto más terrible del régimen, compartía el antisemitismo irracional de Hitler que, en aquel tiempo, transfería culturalmente al pueblo alemán.  Algunos piensan que Heidegger no necesitaba de Hitler para ser antisemita, y por una sola razón: él también formaba parte de su cultura y de su idiosincrasia.

Después de que subiera al poder, Hitler convenció a Heidegger de que lo que él buscaba no era la destrucción física de los judíos, sino únicamente la eliminación de sus roles en la sociedad.  Heidegger, por conveniencia, compró esta mentira. Y Le Benard, en relación al antisemitismo de su amigo alemán, se preguntaba, ¿por qué?, si él tenía muchos amigos judíos, amigos que incluían a Edmund Husserl y Hannah Arendt. Si bien Le Benard se negaba a creer que el filósofo tuviera algún tipo de animadversión a la cultura judía, ya sospechaba, por su forma de hablar y por sus conversaciones personales, un dejo de desprecio por todo lo relacionado con el pueblo judío.  

Juliette Archiméde, historiadora y biógrafa de Le Benard, cita en su obra El Misterio del Dr. Jean Le Benard, un fragmento de la carta que le escribió Heidegger, en 1929, donde ya revelaba parte de su pensamiento antisemita al decirle:

“Querido amigo Jean. Alemania, hoy día, está en una encrucijada. Un camino lleva a la “judificación” de la cultura alemana; o se puede continuar por el otro camino que conduce a la restauración de la gran Alemania[2]”.

Muchos biógrafos como Juliette Archiméde no culpan a Le Benard por creer que Hitler era la salvación de Alemania –como pareció ser al principio-, ya que en aquella época muchas personas razonables (y cuando Archiméde dice “razonables” se refiere a los intelectuales de la talla del doctor) pensaban que Hitler lo era. Y pensaban eso porque creían que todo el asunto de los judíos era solamente una fachada, una cortina de humo para desprestigiar la imagen del partido. No obstante, a diferencia de lo que ocurrió con su amigo Heidegger, -quien después de que el mundo supiera la existencia de Auschwitz y de lo que Hitler estaba dirigiendo, pretendió que nunca había tenido proximidad con eso-, Le Benard sí supo ser crítico consigo mismo, y con el régimen totalitario que había impuesto en Alemania el líder del nacionalsocialismo.

Cuál fue la razón por la que Heidegger llegó a involucrarse de forma tan apasionada con la causa nazi, es algo que nunca se sabrá. Sin embargo, una pista de ello podemos encontrarla en una carta dirigida a un viejo colega suyo, Jérome Caudrelier, donde Le Benard se pregunta, refiriéndose a su amigo el filósofo:

“¿Qué otras cuestiones además de su ambición personal pudo empujarlo a actuar como lo hizo?”

Le Benard creía que el secreto de esta controversia estaba no sólo en la simpleza de la cultura rural, de la que tanto él como Hitler provenían, sino especialmente en la identificación al poder que detentaba Hitler en aquel entonces, condensado en el rasgo maestro del bigotito, que Heidegger le había copiado y asimilado como propio, en su propio rostro.

Le Benard pensaba que en el bigotito del fiuhrer se hallaba encriptada la clave de su enorme poder. Y decía que para Hitler representaba el liderazgo y el dominio sobre las masas, y para Heidegger, el pensamiento y el conocimiento del alma humana. La sola presencia de este paradigmático rasgo facial ya producía un efecto anonadante sobre los individuos de la masa, y sobre el espíritu de un pueblo derrotado, que buscó a cualquier precio la reconstrucción de su propio narcisismo.

En el devenir heideggeriano, Dios es el lenguaje. Por lo tanto, el filósofo habla de dios y dios habla por boca del filósofo. Uno se alza como el modelo de los cielos en la tierra, y el otro desciende como la imagen de la tierra en el cielo. Ambos conforman simbólicamente la mística unión entre el vehículo carnal y la chispa divina, contenida en él. Ese era  pues el poder que concentraba realmente el bigotito de Hitler para Le Benard: “El sueño de todos los alemanes”. 

Cuando conoce a Hitler en persona, dice:  

“Ahora comprendo: el Ser Alemán habita en la mata del pequeño y cuadrado bigote de Hitler[3]”.

No era casual que al hombre que le estaba enseñando a Francia a Leer se le abrieran los ojos a este descubrimiento sobre la grandeza y el magnetismo de aquel singular bello facial. Le Benard sabía que detrás de este inocente rasgo coqueto se hallaba oculta y condensada la esencia de su macabro pensamiento. Especialmente cuando Hitler lanzaba sus encendidos discursos en el podio y hacía cimbrar el espíritu de los oyentes, identificados hasta la médula con ese enloquecido bigote que saltaba vibrátil sobre su labio superior. Cuando un alemán alzaba su brazo en falange y sus ojos exaltados hacia la dorada figura del fiuhrer veía el sueño de una Europa, unida y pacificada, encumbrado en esa pequeña y omnipotente mata de bello.

Cuando Le Benard pudo descifrar el sentido latente y perverso que encerraba para el pueblo alemán el bigote de Hitler, pensó que algunos aspectos de sus textos y doctrinas, especialmente aquellas postulaciones sobre el “arte de leer” desarrolladas en su famosa Lektología,  habían realmente adquirido vida.

Heidegger vio condensados sus propios sueños de humanidad divinizada en la figura del líder del social nacionalismo, a quién veía como viva la materialización del “super-hombre” nietzscheano. Pero Le Benard fue más allá de esta visión filosófica, y comprendió que el secreto que encerraba el fiuhrer en su persona, el que le otorgaba un poder casi absoluto sobre las masas, se hallaba encerrado en el semblante de su ralo bigote.

Cuando Hitler decide apropiarse de la esvástica que los antiguos hindúes habían representado sobre el corazón de Buda, lo hace con malvada y delirante intención, para invertir su sentido original y apoderarse del corazón de los hombres[4]. Él quería tener a Alemania encerrada en un puño. Y la tuvo. Y quiso hacer del hombre alemán el más puro y sabio de todos los hombres de la tierra. La raza aria fue un sueño de locura y de sangre largamente postergado. Por eso, para los alemanes que buscaban la realización de este siniestro ideal, para el engrandecimiento de su propio narcisismo, Hitler era visto en sus alucinados sueños de libertad casi como la encarnación de Buda, el implacable dios guerrero que bajó de los cielos al inmundo mundo de los mortales,  para encumbrarse como divino, y salvar al pueblo germano de sus largos y acuciantes años de humillación, aplastamiento y decadencia. Cuando Hitler se convierte en canciller de Alemania se erige intempestivamente sobre esa plataforma de poder como “El dueño de los sueños de Europa”.

Le Benard conocía muy bien a su amigo, y sabía que infinidad de veces, en su forma de hablar y de decir, no expresamente, pero de alguna manera, Heidegger siempre comparaba a Hitler con Jesús. Estaba en su discurso, en su pensamiento filosófico verlo como un “Salvador”. Él no hablaba de eso, pero eso hablaba siempre a través de él. Estaba convencido que en el saludo del fiuhrer (con la elevación del brazo en falange) podía verse su deseo de “levantar” al pueblo alemán de la decadencia de ese aplanamiento en el que se encontraba. Todos sabían que “Heil” en alemán significa “saludo”, pero pocos, que estaba relacionado con ideas muy positivas como la “salvación”, la “felicidad” y la “dicha”. Para el filósofo alemán, el otro Salvador poseía igual poder de sanación que su carismático líder político. Con solo decir “levántate y anda”… ¡Curaba! Del mismo modo cuando su amado fiuhrer se paraba ante el pueblo enfermo y oprimido, y saludaba ¡Heil-Hitler!, era porque venía a “sanarlo”, a darle ¡Salud![5]

Hitler encarnaba en su propio brazo acodado, en la pose de saludo militar, el brazo doblado de la esvástica, y su extensión en falange, la expansión de esa fe ciega que el pueblo depositaba en él, como el ídolo humano. Le Benard dijo alguna vez que Heidegger, muy dentro de él, soñaba con el día  en que Alemania se pusiera de pie, ante él, y lo saludara con el brazo en alto “¡Heil-degger!”

Pero Heidegger siempre se negó a ver el aspecto nefasto que había en el corazón del nazismo. Le Benard sabía que ese corazón pulsaba en el cuerpo de una macabra ideología, al son del paso militar, como si fuera el corazón de un Buda invertido. Heidegger estaba convencido de que el “super-hombre” nietzscheano abrazaba la misma bandera espiritual que la del hombre Iluminado. Y al igual que Hitler, había confundido –o fusionado- la esvástica de la Iluminación con la de la Alucinación. 

Cuando Le Benard despoja al monstruo de sus encantadores atuendos, y descubre las bases de esta híbrida y aberrante construcción filosófica sobre la que su amigo había ayudado a edificar la ideología del nazismo, se desilusiona del filósofo y de toda su producción intelectual en la que antes había depositado su alma, su pensamiento y su fe. Entonces se aleja de Heidegger y de todo lo que tenga que ver con su diabólica manera de pensar el ser de un hombre nuevo. De Hitler no habló nunca más. Lo único que hizo fue escribir un libro paradigmático, marcado por los visos de un estilo ya “típicamente lebenardiano”. Un libro en el que, parodiando el título de una obra de Nietzsche, exponía su pensamiento y sus ideas sobre un hombre que, bajo el despertamiento de su nueva y reveladora mirada, parecía ser: “Demasiado inhumano para ser humano”.

Extrañamente, el hombre que decía que no se hablaba, que el habla hablaba a través del que habla, jamás hablo en contra de Hitler y de sus crímenes, y jamás se disculpó por lo que había hecho durante los años treinta. De pronto el filósofo de la palabra se quedó sin habla, y sin aliento. ¿Y qué decir? Si es evidente que el asesinato de seis millones de judíos no encaja en la estructura de su Dasein, como tampoco encaja en la cabeza de nadie que esté en su sano juicio. El mundo filosófico y académico le reclama que hable, que diga algo humano sobre la inhumanidad del genocidio, del holocausto, de la Shoah. Pero Heidegger no habla. No responde. Sin embargo, el hombre cuya máxima era “Un saber que no pregunta es un saber estancado, anquilosado en la impresión”, debe responder. Aunque, por otro lado, no respondiendo, no hablando, mantiene intacta la coherencia de sus postulaciones, como un acting perpetuo: Es la nada misma la que habla a través de él cuando no habla.

Incluso hasta su antigua amante, Hannah Arendt,  la creadora de “la banalidad del mal” habló de su silencio; y habló también de cuando hablaba del nazismo y hacía cosas despreciables en contra de sus colegas. Al final de la guerra, Hannah le escribió una carta furibunda a Karl Jaspers donde llamaba a Heidegger un criminal en potencia, por cómo había tratado a Edmund Husserl durante los años treinta.

De todos modos, la falta de palabras en un pensador como Heidegger, en un hombre que construye mundos con la fuerza y la solidez de las palabras es lo que produce más ira y exasperación. Sin embargo, este desconcertante y arrogante mutismo es el que permite también la posibilidad de abrir una dolorosa revaloración crítica sobre el lugar que ha tenido en la historia de la filosofía. Y al mismo tiempo, preguntarse si su mezquindad y falta de sentimiento humano puede coexistir en el mismo espacio utilizado para la reflexión filosófica sobre el acontecer espiritual del ser-humano.

Por alguna incomprensible razón, Heidegger enclaustró su ser en las tinieblas del mutismo, y desde allí vociferó esa nada -colmada de presencia- como si fuera un grito desgarrador y silencioso. Es la ausencia de palabras lo que le hace a Heidegger perder la senda y perderse en la senda[6]. Tal vez el único camino que encontró para no tropezar con el recuerdo de lo que hizo, y aparecer ante los ojos del mundo tal cual es. Porque silenciar es también un modo de ocultar, de esconder y de encubrir. Y es  a la vez, lo que lo hace des-aparecer en el bosque de los olvidos. Lo que le asegura un camino directo hacia la nada y hacia la imposibilidad real de llegar alguna vez algún lugar, algún recuerdo, alguna verdad que ilumine la razón de su ser nazi.

(Un fragmento extractado de Ensayo para una biografía del Dr. Jean-François Le Benard)


HUGO CUCCARESE




[1] Esta expresión es la base y el sustrato filosófico sobre el que Le Benard terminará edificando, unos años después, los pilares de un nuevo libro, esta vez, uno de una envergadura monumental al que llamaría, justamente por este mismo hecho, “La historia universal del sonambulismo”.
[2] Archiméde, Juliette, Le mystère del Dr. Jean–Le–Benard. (Edición del autor, París, 1970), Cap. VIII, p. 47.

[3] Le Goff. Laurent, Études Lebenardiennes, París, 1964, C. II, p. 89.

[4] El partido nazi adoptó formalmente la esvástica (Hakenkreuz en alemán), una cruz de cuatro brazos doblados en ángulo recto, la forma más antigua del signo de la cruz, como su símbolo en 1920. Es un símbolo sagrado para el hinduismo, el budismo, el jainismo y el odinismo. Su símbolo fue impreso en el corazón de Buddha, y por eso se le ha denominado “Sello del Corazón”.

[5] La palabra “esvástica proviene del sánscrito Svástica, que significa “buena fortuna” o “bienestar”, ya que Svasti era en la India lo que entre los cristianos es la ceremonia de la Salutación.


[6] Alusión al famoso libro de Heidegger Sendas Perdidas (Holzwege, que literalmente significa “Caminos del Bosque”).

[7] Alusión al famoso libro de Heidegger Sendas Perdidas (Holzwege, que literalmente significa “Caminos del Bosque”).   


sábado, 22 de noviembre de 2014

BRUCE WILLIS, UN EJEMPLO A -NO- SEGUIR

El hombre es el lobo del hombre
Thomas Hobbes


La impunidad de nuestros perturbados héroes

Cómo no quieren que haya violencia en el mundo si los protagonistas que encarnan en las películas del cine de acción el papel del nuevo héroe,  los que interpretan al paladín de la justicia en las películas más taquilleras y pasatistas que puedan existir en la  era de la Coca y de la Cola, esos filmes que miran millones de personas en el mundo mientras mastican sus pochoclos obnubilados por la sangre y el estruendo de las balas, estos modernos adalides, decimos, son tan salvajes y destructivos como los mismos villanos que persiguen y combaten en las sagas.  Pues ellos también son seres en guerra, seres que funcionan en espejo bajo la vieja ley del Talión, seres que luchan contra la violencia ejerciendo el mismo tipo de violencia que ejercieron contra ellos. Bajo ningún punto de vista estos invictos del sétimo arte se encuentran preparados para poner la otra mejilla, en caso de ser arrebatados por una bofetada; ellos directamente le arrancarían la cara al agresor de un puñetazo -y un puñetazo sorpresivo y traicionero como el de Bruce Willis, que citamos aquí-, si tuvieran que optar en ese momento por seguir el precepto de Jesús o entregarse a su propio instinto tanático y destructor.    

Solo los aficionados al cine de acción pueden hacerse una fiesta viendo a John McClane, el popular héroe al que da vida Bruce Willis, parando autos desaforadamente como un enfermo mental, en medio de una autopista totalmente colapsada de tráfico, con la evidente intención de robar un automóvil para poder perseguir a los sujetos a los que él llama “los malos”. Ocurrió en una de sus últimos films. Y  lleva el inentendible título de La jungla: un buen día para morir (A Good Day to Die Hard, de John Moore, 2013), que como siempre es más de lo mismo, como siempre ocurre con Willis, que ya no tiene otra cosa que ofrecer al público que la repetición en sí misma, -de sí mismo-, en su más pura esencia. Repite el modelo que lo llevó al estrellato. Aquí otra vez vuelve con la saga comercial  iniciada con Jungla de cristal (Die Hard, John McTiernan, 1988). Un modelo de películas y un estilo de actuación que utiliza hasta el hartazgo como una fórmula exitosa, que según se viene viendo hasta ahora, parece ser a prueba de balas.

En medio de esta peligrosa y enajenada maniobra de carácter personal, la de parar autos en medio de la autopista para alcanzar su propio objetivo, (maniobra que, como todos sabemos, siempre que la lleva a cabo un ciudadano estadounidense “o amerruikano” está justificada porque siempre es en pos de salvar el mundo y, por lo tanto, no se cuenta como delito o como un hecho criminal, y jamás parece violar ningún tipo de contravención, pues ni siquiera está mal visto), decíamos, McClane intenta como un loco parar los autos y los que pueden lo esquivan, pero finalmente hay una camioneta que no puede y lo enviste fuertemente, llevándoselo puesto y arrojándolo después a varios metros del impacto, para dejarlo tirado en medio de la  calle culo pa´ arriba. Porque como todos los héroes modernos no se queda ni con un rasguño en el codo, y se levanta al instante como si se hubiera simplemente tropezado con una baldosa suelta.

Y es aquí donde comienza la verdadera acción que vimos en el video, la acción del protagonista que nos interesa a nosotros. Cuando el conductor baja de la camioneta visiblemente ofuscado -y con razón- y se dirige a toda prisa hacia el tipo que atropelló sin querer, ´Bruce Willis (McClane) se levanta de la acera, se sacude el polvo de las ropas y, cuando está cara a cara con el conductor y éste lo increpa por la maniobra criminal que acaba de  realizar –conductor que, oh casualidad, habla ruso o ucraniano o vaya a saber qué idioma habla el tipo-, sin mediar palabra alguna y de una manera vil y traicionera (que nada tiene que ver con el clásico estilo del héroe de antes, que esperaba a que el otro pegue primero para poder accionar después en defensa propia), le propina un sorpresivo y espectacular zurdazo en la cara, que lo noquea instantáneamente. Entonces le dice, -le grita mejor dicho-, en un tono burlón y de una forma muy fanfarrona, camino ya a la camioneta que irá a robarle descara e impunemente, “¿Acaso pensaste que entendí algo de lo que dijiste?” Y se sube a la camioneta del ruso y se la lleva como si fuera de él, no sin antes despedirse sarcásticamente del tipo con un taquigráfico: “No pasó nada. Estoy bien. Gracias.”

Y aquí es donde comienza para el protagonista la alocada escena de persecución. Nuestro lunático McClane conduce por las congestionadas calles de Moscú como si estuviera endemoniado. El tema es que él está cruzando un puente y cuando ve que ese bólido con forma de tanque que quiere alcanzar se le escapa por la autopista, se desquicia por completo y, en una arrebato de intolerancia al embotellamiento, clava los frenos allí donde está, pone reversa en medio del puente, quedando con la trompa enfrentada al guarda rail, y al grito de “¡Salgan de mi camino!” salta del puente para caer sobre un acoplado y pasar por encima de los autos que estaban detenidos allí. Una mujer grita aterrada en medio de las abolladuras y explosiones de vidrio, pero nuestro inconmovible y chiflado héroe de acero solo atina a disculparse con un irónico “Sorry man”.

Y preguntamos, cómo no quieren que haya violencia, saqueos y crímenes en el mundo de hoy, tal vez como nunca se ha visto antes, si todo lo que vemos en las películas del nuevo cine de acción está basado la trasgresión de la ley, y principalmente en el odio, la agresión y la falta de respeto al semejante. Este tipo de conducta agresiva, soberbia y avasallante que vemos ahora en los héroes del celuloide, como el que citamos aquí, parece brindar en los espectadores de todas partes del globo una nueva y morbosa forma de goce escópico, basado en la contemplación de la violencia, llamada ingenuamente “entretenimiento”. Pero no se trata simplemente de regocijarse en la contemplación de la violencia o de hechos delictivos y criminales que realizan nuestros insanos héroes cinematográficos, lo que está en juego aquí es la imitación de este tipo de conductas.

Si estos héroes de películas que deberían servir para construir en el imaginario de los espectadores un modelo de personas y de conductas, medianamente civilizadas, terminan siendo un referente para-no-seguir, no podemos esperar que el grueso de la gente no termine aprehendiendo  lo que ellos se matan por mostrar: la supervivencia del más fuerte.  Por algo el filme se llama “La jungla”, donde reinan los más temerarios y los más… “valientes”.

Si los que deben dar el ejemplo pagan siempre golpe con golpe y se comportan como si fueran psicópatas en lugar de mostrarse como verdaderos campeones de la vida (porque antes de triunfar sobre el otro deberían vencerse a sí mismos), no podemos esperar que la gente que los mira no se identifique con este perturbado modo de pensar y de accionar, y termine copiándolos y queriendo ser como son ellos. Cuando vemos este tipo de escenas, por ejemplo, no nos queda claro quiénes son “los buenos” y quiénes son “los malos”. Hemos llegado a un momento en que los héroes de hoy llevan en el semblante un aire de villano, haciéndonos recordar el nombre de aquella vieja película italiana, “Feos, sucios y malvados”. Estos son los nuevos ídolos que fabrica Hollywood. Y gracias a estos mismos ídolos el hombre está conociendo al lobo que lleva dentro; pues el triunfo de esta parte más oscura del hombre es la que está llevando al mundo a la insensatez y la barbarie. Cada vez media menos la palabra entre las personas, y cada vez son más los problemas que se resuelven con las balas y los puños. Y esto es lo que nos vuelve primitivos, lo que nos emparenta con los animales, lo nos lleva de la civilización a la barbarie.

Pero esta película pasatista de Bruce Willis es apenas una pequeña muestra de todas las películas y sagas comerciales de Bruce Willis, y la punta del iceberg de las miles y miles de películas de acción que protagonizan semana tras semana los nuevos Bruce Willis del género. Héroes jóvenes y desconocidos, con el mismo semblante impertérrito, inexpresivo e inconmovible que tan bien han aprehendido de sus mayores, como Stallone, Schwarzenegger, Steven Seagal, Van Dame, Chuck Norris o el mismo Willis. Todos brabucones, todos apáticos y mecanizados, manejándose ante las leyes y las sagradas enmiendas con la impunidad de un delincuente. Todos corpulentos, diestros y multifacéticos. Todos igualmente infalibles e igualmente implacables e igualmente suertudos. Más parecidos a superhombres inmorales que a hombres valerosos. Dotados para combatir al mismo tiempo contra diez enemigos aguerridos y salir victoriosos a la cuenta de tres. Todos previsibles y aburridos. Todos copiándose a sí mismos y copiándose de todos todo el tiempo.

Porque es con este mismo vacío de humanidad en la personalidad estúpida y sanguinaria del protagonista que el Hollywood de hoy fabrica el retrato de los nuevos gigantes de la pantalla grande, haciéndolos ver como si fueran propiamente “los malos” de la película. La conducta de estos patéticos héroes de hoy, decimos, es imitada por millones de niños y adolescentes que buscan tener un referente y un modelo en la vida, un ejemplo a seguir, un ideal al que identificarse y se topan en la pantalla con películas como estas, donde decididamente la violencia y la impunidad del protagonista sale con fritas, porque este es el nuevo gusto del pópulos en los tiempos que corren. Sin contar los que van al cine a comer palomitas y beber coca cola, y sin contar, por supuesto,  “las de terror”, donde el espectador anonadado condimenta su hot dog con la sangre que salpica de los cuerpos desmembrados.

Todo esto lleva a La jungla: un buen día para morir a convertirse en una franquicia donde el espectador se agota de ver una larguísima, absurda y mareante persecución por las calles de Moscú, donde los autos vuelan por los aires al más mínimo contacto, donde no hay más que ver a un desgastado y desabrido Bruce Willis encarnando, por trigésima vez, el anodino papel de paladín de la justicia, -que casi siempre suele estar al borde de ser una justicia por mano propia-. Donde un repetido McClane bromea consigo mismo y con su hijo (que es un reflejo mejorado de él mismo, interpretado por un actor sin química ni felling), cada vez que encuentra un respiro para relajarse y deleitarse con sus típicos sarcasmos, diseminando por todo el film remates, supuestamente graciosos, (la mayor de las veces sobre las vacaciones y la paternidad hasta el agotamiento), que, como suele ocurrir en estos casos, en este tipo de sagas, solo ellos -los “amerruikanos”-, pueden comprender.  

La jungla: un buen día para morir (¿la saga?), no sería mala idea. El metraje está fabricado con un pésimo guión, con escenas oscuras, falta de intriga, con un final muy soso y una irritante cámara que no para de moverse (seguramente por un camarógrafo con Parkinson).  Entre bostezo y bostezo vemos a un héroe de sesenta años, de media sonrisa, al que le falta sangre en la camiseta para ser más creíble o estar al borde de la muerte (como ha estado en las películas anteriores).

Una perlita: la ambulancia llega al final de la película, como pasa siempre. Pero esta vez solo para que McClane suba voluntariamente, fresco como una lechuga. Será más bien para hacerse un chequeo rutina, ¿no les parece?

HUGO CUCCARESE

sábado, 8 de noviembre de 2014

EL DÍA QUE EL AGUA TAPÓ AL GOBERNADOR

“Ahora dices que estás solo, que lloras toda la noche.
Bueno, puedes llorarme un río. Llórame un río.
Yo he llorado un río por ti.”…
Cry Me A River
(ELLA FITZGERALD)
Canción

El cuatro de noviembre, coincidentemente con el día que la ciudad quedó anegada bajo el temporal que azotó Buenos Aires, el Gobernador de  la Provincia cometió un pequeño e insignificante error que, al intentar disimular, podría convertirse en el error de su vida. ¿Será esto una exageración de nuestra parte? Nadie lo sabe. (Pero según parece la oposición ya ha aprovechado el polémico suceso para pedirle el juicio político por incumplimiento de los deberes de funcionario público).


L
o cierto  de este asunto es que si Scioli se empecina en utilizar el desliz que se vio en el video que explotó en las redes sociales durante el temporal que dejó a más de 5000 evacuados en la Provincia para atacar tonta y locamente a Sergio Massa, el precandidato a presidente del Frente Renovador, y pretender con ello obtener un rédito político para posicionarse de cara a las presidenciales el año próximo, sí podría poner en riesgo su credibilidad ante la gente.

Parece que otra vez el agua vuelve a tapar a Scioli. Pero esta vez, metafóricamente. No como en aquél fatídico accidente que tuvo  durante la carrera mundial de Off Shore en la costanera de Buenos Aires (1989) en el que perdió el brazo derecho y se salvó de milagro. ¿Se salvará esta vez también? Nadie lo sabe.

¿Qué pasó ahora? Bueno, según lo afirma el propio Scioli, alguien de la oposición le hizo una mala jugada con la expresa intención de destruir su imagen pública: le mandaron a alguien especialmente para escracharlo vestido con ropas deportivas durante un partido de “futsal”, en la que se lo ve más preocupado por la situación de gol de su equipo que por los inundados que estaban esperando los colchones, los pañales y la leche en polvo para su familia.
 
El desliz que cometió el mandatario provincial el día de la inundación fue un detalle, que no fue menor. Infortunadamente estuvo 30 minutos en el lugar equivocado. Es evidente que ese día a Scioli lo pudo su pasión por el deporte. Él mismo lo confesó públicamente: “Pasé a saludar. Porque era un campeonato que había una expectativa, que juegan distintas provincias, y a mí el deporte me hace bien a mi salud”.

Lo traicionó su amor al deporte, decimos, que en su caso particular, por el accidente que tuvo aquella vez con la lancha, representa el amor a la competencia, el amor por ganar, por obtener el título, es decir: el amor a sí mismo. Fue breve, tonta, impensada, pero decididamente obscena la escena que anegó ese día todas las pantallas y canales de televisión. Sin tino, sin tomar conciencia de la situación, o tal vez sin preocuparse demasiado del impacto que podía tener para aquellos que todavía estaban en ese momento sufriendo las inclemencias del temporal, el gobernador Scioli fue filmado con ropa deportiva, nada menos que cuando la gente estaba tapada por el agua. De verdad. ¡Qué lapsus más infortunado!

El gobernador se defiende del polémico video diciendo que pasó a saludar a la gente de Rosario, que se disculpó por no poder jugar el partido, y que se sacó una foto de recuerdo y se volvió directo para La Plata.  Y sorprende que de inmediato diga: “Si algunos están nerviosos porque no le están saliendo bien las cosas como pensaban que le iban a ir… (expresión que demuestra su completa alienación al discurso del padre -que es Néstor- cuando soltaba su famoso “estás nervioso, Clarín”) y dicen que son la renovación, que son el cambio, que son el futuro, que son los que hacen a la nueva política de no agresión, y se la pasan haciendo estas cosas… desde el primer momento de la tragedia, se la pasaron hablando de las obras que habían hecho, acusando a todo el mundo, sin admitir sus propias responsabilidades”.

¿Será que él sí puede diferenciarse de Massa y admitir en esto su propia responsabilidad? O ¿Será que el pez por la boca muere? –Digo, por expresarlo de algún modo-.  Scioli dice que se quedó en la cancha de futbol nada más que 30 minutos, y les jura a todos que “no jugó ni un minuto el partido”. Él dice que si se hubiese quedado allí una o dos horas, entonces sí hubiese sido otro cantar, pero según él, como fue apenas media horita nada más, no considera que sea tan importante como para que la oposición lo acuse de no preocuparse por la gente y no estar en el lugar donde más se lo necesita, como si eso pudiera cambiar algo la situación de su desubicación.

Repetimos, Scioli estuvo unos  minutos en el lugar equivocado. Pero su ego lo lleva a defender torpemente ese lapso de tiempo que le dedicó a estar presente en el lugar donde se encuentra a sí mismo, arremetiendo, fría y desconsideradamente: “Todos saben que el deporte forma parte de mi vida. Ojalá, hubiese podido hoy hacer una hora cuarenta minutos de deporte, como hago día por medio, no lo pude hacer, porque no estaba con la cabeza…”

Vale aclarar aquí que no ponemos en cuestionamiento los esfuerzos que hace y que seguramente ha hecho Scioli a lo largo de su vida política por intentar  resolver problemas de la gente. El hecho es que el señor gobernador nunca debió estar en ese country de Pilar para desestresarse. No debió estar ni un solo minuto en ese lugar de recreación personal, jugando -o mirando siquiera- un partido de fútbol mientras distintas zonas de la Provincia sufría inundaciones.


A Scioli lo traicionó su pasión por el deporte, decimos, y no sin razón. Por eso no pudo evitar (ni siquiera ese día) “pasar a saludar” a los pibes que jugaban el campeonato.  La gente que tenía el agua hasta la mitad de la casa necesitaba que el gobernador –ese mismo día-  pudiera olvidarse  –y solamente por ese día- de sí mismo y de ese amor incondicional que siente por el deporte, para entregarse a ellos en forma íntegra y total, como la situación lo requería. Pero en lugar de eso, va y le dice a un periodista: ¿A vos te parece mal que pase a saludar, -media hora-, en medio de una jornada que fue para mí dramática, por las dificultades que tuve en la vida? Escuchar esto es lo que más entristece. ¿Por qué salir con los botines de punta y a defender lo indefendible? Por eso decimos: Gobernador; mientras usted estaba viendo el partido lo que estaba en juego era la vida de la gente. Por eso no  se puede sostener esta posición frente a  las personas que estaban con el agua hasta el pecho, sin luz y sin alimentos. No se puede. Humanamente, éticamente, sencillamente, ¡no se puede!


Para aquellos que como yo tuvimos la suerte de no sufrir el desastre que causaron las lluvias torrenciales, ver a Scioli dedicando media hora de su tiempo a realizar esta actividad tan placentera que encuentra en el deporte, cuando seguramente se ha dedicado muchos años a trabajar para la gente de una forma sincera y abnegada, es algo menor, insignificante, (insisto, para  los que no sufrimos el problema), pero para la gente que sí vivió en carne viva la sudestada, necesitaba que el gobernador -ese día y sólo por ese día- se olvidara por completo de sí mismo y de sus pequeños placeres, y dedicara de lleno a estar con la gente que sufría el drama de la inundación. Si bien es cierto que 30 minutos parecen no ser nada -como él alega-,  en el contexto de la tragedia, y para la gente que tenía el agua en el cuello, ¡30 minutos es suficiente tiempo para que el agua le tape  la cabeza! ¡Y se muera! Esta es la insensibilidad que muestran nuestros políticos y que a veces arrecia como la furia de las nuevas lluvias.

Miren si hablamos de pasión, -y supongo que esto es lo que más indigna-, que en el programa de televisión Intratables, Scioli se pasó exactamente media hora defendiendo esos 30 minutos que se dedicó a sí mismo, justamente el día en que tenía que dedicarse  a estar las veinticuatro horas con la gente que perdía su casa y todas sus cosas.

Porque nunca se vio algo así: un Scioli desconocidamente apasionado, enérgico, febril, argumentando a viva voz, en un programa de televisión y con inusual verborragia, que le brindó  el insignificante uno por ciento de su tiempo a cumplir con lo que le hace bien a su salud, y el noventa y nueve por ciento a intentar resolver los problemas de los damnificados; pero hay que entender que hay gente que perdió el noventa y nueve coma nueve por ciento de su casa y de sus cosas, y que le pedía  al señor gobernador que destine para ellos ese mismo insignificante uno por ciento de su tiempo -que tanto se desespera en defender-, para  llevarle ropa y alimentos, o simplemente, para dar la cara y mirarlos a los ojos. Lo que la gente le reprocha a Scioli es que haya decidido utilizar (en el momento exacto en que la gente la estaba pasando mal) ese uno por ciento de su tiempo para hacer lo que a él le hace bien; eso que, justamente, no puede dejar de lado ni siquiera un minuto. –Bueno, 30 minutos-.   

De todas formas, creemos que siempre es mejor reconocer un error de 30 minutos –y en un minuto- que defenderlo toda su vida, y con esa misma irrefrenable pasión con la que se entrega a las actividades deportivas.  Los mismos periodistas contaban que jamás habían visto a Scioli defenderse a sí mismo con tanta vehemencia: ni cuando lo martirizaba Néstor ni cuando lo ninguneaba la misma presidenta. Jamás se había visto el Talón de Aquiles del gobernador tan púbicamente expuesto y brillando –tristemente- con tanta nitidez.

Desgraciadamente, el gobernador Scioli  no  utilizó esa media hora que estuvo hablando en televisión para reconocer este desafortunado  gesto de ponerse “los cortos” para estar un ratito con los pibes. Por el contrario, Scioli utilizó precisamente ese mismo tiempo para defenderlo a brazo partido y culpar al massismo de “organizarle una burda operación política”, según parece, con la expresa y maliciosa intención de desprestigiarlo. ¡Buuhhhhh!

Para colmo, para mal de males, dice que él ya lo sabía porque le habían avisado. Le dijeron que la gente de  Massa le iba a mandar  un  tipo para tomar imágenes y subirlas a las redes sociales, y él, desafiando esta emboscada política, redobló la apuesta y se mandó igual. Su idea –según expresa- era desenmascararlo a Massa y mostrarle a la gente la vileza de esta  maniobra política de la que estaba siendo objeto. El problema es que en lugar de reconocer su equivocación y disculparse, él defiende su postura neciamente, y a ultranza, cuando sería mucho más beneficioso y redituable para él, para subsanar su error, si se hiciera cargo de lo que hizo sin echarle la culpa a nadie. Y menos a su principal opositor.

Si en lugar de defender su pequeño goce por el deporte Scioli se hubiera manejado de otra manera, tal vez utilizando su discurso inteligente y estratégicamente, como tan bien supo hacerlo desde que se inició en la política, y hubiera dicho, por ejemplo, algo así como: Perdón, no me di cuenta, no pensé que podía ser tan grave. Mi intención era solamente  desenchufarme un rato del problema.  Lo reconozco. Fue un error. Una ingenuidad de mi parte creer que podía despejar mi mente mirando unos minutos para otro lado. Una respuesta más o menos como esta sin duda hubiera descomprimido la situación rápidamente y minimizado el problema.    

Si hubiera reconocido su error diciendo algo así (error que negó rotundamente  por calificarlo de insignificante), no lo hubiera alcanzado la crecida del río y tapado como le ocurrió a la gente de Luján. Hasta un periodista del panel de Intratables se lo dijo, y muy cortésmente: “El hecho de estar vestido como jugador de fútbol, Daniel, es un gesto que por ahí a mucha gente, en un día muy sensible,  por más que haya jugado o no, le molesta. Por ahí es… un error.” Y él a esto responde, otra vez, con los botines de punta: “Yo no jugué el partido ni un minuto. Pude haber estado media hora. Nosotros no andamos revoleando culpas”.

En este punto, mejor le valdría a Scioli recordar lo que vivió momentos después del accidente que tuvo con la lancha, cuando dijo en Radio 10 al negro Oro: “Estaba desangrándome en el río Paraná y con un futuro de incertidumbre. Mire que coincidencia: si en ese momento no reconocía y negaba mi problema, no hubiera salido adelante”.  Y repetimos: ¿será que el pez muere por la boca? ¿O pensará Scioli realmente que las más de 1.500 personas evacuadas que no pueden volver a sus casas están tan atiborradas de problemas que no pueden  oler la basura que sus dirigentes tratan de esconder debajo de la puerta de sus opositores? El viejo Heráclito diría de él: “No puede sumergirse dos veces en el mismo río”.

Ya con los ojos rotos de ver a la gente llorar un río, apenas puedo imaginar la escena si fuera yo el que tuviera que pasar por eso y hundirme en esas lágrimas. Supongo que cuando uno está perdiendo su casa bajo el agua debe contar los minutos que pasan como si fueran los últimos latidos de su corazón. Y entiendo que  los inundados, al borde del colapso, le estaban demandando al gobernador (y como una verdadera demanda de amor) que les diera TODO, todo lo que un político en su posición debe  darle a la gente que, de un día para el otro, se encuentra que nada en la nada. Eso es todo lo que los damnificados le pedían a Scioli: Su tiempo. Pero TODO su tiempo.  

Si los vecinos estaban perdiendo su casa y todas sus pertenencias más preciadas, ¿cómo es que el gobernador de la provincia no puede perder 30 minutos de su valioso tiempo?  Es evidente que su satisfacción personal está por encima de las necesidades de la gente. Y esto, para los afectados, se traduce en una sola expresión: “Primero pensó en él y después en los demás”.



Los tiempos cambian, -y cambian, literalmente-. Gracias a la inédita magnitud que ha alcanzado esta sudestada, muchos barrios quedaron bajo el agua, destruyendo gran parte de los hogares y de la vida de muchas personas que viven en lugares que son fácilmente inundables. Claro que esto no ocurriría si el Estado hiciera una planificación estratégica preventiva, como corresponde, y se utilizaran los recursos económicos en beneficio de los que más lo necesitan y no de los que manipulan esas transacciones haciendo negocios para sus propios bolsillos. Pero la contracara de este gravísimo problema que sufren muchos argentinos es que los políticos que deberían hacer de su trabajo un apostolado, una vocación, una entrega incondicional, nunca están ahí al pie del cañón, donde la gente más desprotegida se halla abandonada, aunque no sea más que para sentirlos cerca, como cuando los niños necesitan de la presencia y el calor de sus padres; aunque no puedan resolverles el problema de inmediato, pero ellos, anegados por sus propias ansias de poder, no ven lo importante que es para esa gente que estén allí, con ellos, dando la cara,  poniéndole el hombro al desastre y poniéndose el piloto y las botas (en lugar de la ropa deportiva) para estar a tono con la situación, mimetizado y comprometido profundamente con el drama de los vecinos. Solo así podrían obtener la credibilidad que esperan encontrar en la acuosa vacuidad de sus discursos.

El gobernador bonaerense cometió un pequeño error durante 30 minutos, y como si esto fuera poco, estuvo ese mismo tiempo defendiendo desbocadamente ese mismo error,  transformando lo que podría haber sido simplemente un pequeño error, en un gran error. Eso ocurre cuando nos tocan el goce que no estamos dispuestos a ceder. Ese que nos termina embarrando hasta el cuello, como le ocurrió a Scioli el día de la inundación, y lo terminó hundiendo en las pantanosas arenas de la habladuría, o mejor dicho, de la “politiquería” (política de porquería).  Ya ven. Y todo por sostener sus dorados e intocables 30 minutos de narcisismo.

Y todo parece ocurrir por esa sucia y vil campaña política que utilizan la mayoría de nuestros destacados dirigentes para defenderse y para atacarse entre ellos mismos, como si fueran hienas carroñeras que matan o mueren en la oscuridad de su cegata ambición, solamente para engrandecer sus arcas políticas con un voto más, muchas veces, pagando un precio muy alto, o hundiéndose solo, (como en este caso). Porque en vez de cubrir las necesidades de la gente que más los necesita, no las cubren, las tapan. Las tapan como las tapó el agua. Y las tapan con una insensible capa de indiferencia que dura, en algunos de ellos, más o menos, aproximadamente, unos 30 minutos.

Por eso, por todo eso;  rememorando la letra de esa bella e inolvidable canción de Ella Fitzgerald, la reina de las reinas, podría decirle al señor gobernador, y en nombre de todos los que lloraron un río:

“Y ahora dices que me amas...
Bueno, sólo para probar que es verdad.
¡Vamos! Llórame un río.
¡Llórame un río!
Nosotros… hemos llorado un río por ti.”

HUGO CUCCARESE