miércoles, 25 de junio de 2014

EL CINTURÓN DEL GRAN FLOYD MAYWEATHER JR.

Después de aprobar el pesaje final, cuando los boxeadores ya se encontraban frente a frente, en ese clásico show de miradas impostadas que realizan para el deleite de la prensa y para ir calentando los ánimos de los seguidores y fanáticos, vi al “Money” Mayweather Jr. (como se lo conoce) un tanto risueño y exaltado. Especialmente cuando se colocó frente al joven pelirrojo con los brazos en jarra y empezó a reírse con su clásica sonrisa fanfarrona, mientras mascaba un  chicle, bufonamente, como lo hace un chico socarrón y buscabullas.

Fue esto último lo que me hizo observar el desarrollo de la pelea con más atención que nunca. Sabía, por lo que acababa de ver en el pesaje, que algo particularmente interesante estaba a punto de ocurrir en la noche del combate. 

La  expresión de Mayweather no es intimidante; es provocativa. No lo mira; lo goza. Canelo se mantiene imperturbable. Su frío temperamento le permite soportar estoicamente la burlona sonrisa del campeón. Pero en un momento, al ver la insistente y graciosa forma de masticar la goma de mascar, tal vez le vino el recuerdo de como masticaba Bugs Bunny la vieja zanahoria al son de su clásico “¿Qué hay de nuevo viejo?”, porque repentinamente rompe su pétrea impostura y deja entrever entre los labios un débil hilo de sonrisa.

Durante un tiempo prolongado no se dicen nada, pero se respetan las miradas. Entonces Canelo se da vuelta y con la musculatura del torso completamente rígida, mira al público enardecido y levanta el puño derecho en actitud ganadora, haciendo estallar la fibra de su pequeño y potente bíceps. Es entonces cuando  Mayweather lo toma del antebrazo derecho –se cuelga prácticamente de él- y con una actitud exageradamente aniñada tira hacia abajo, intentando bajárselo, ¡casi como se hace en una pulseada!

Su exaltado ánimo infantil irrita súbitamente Canelo; y le saca el brazo con un movimiento brusco, agresivo. Entonces lo mira desafiante y le hace un gesto con las manos, como diciéndole –porque nunca le contesta, nunca le habla-: “¡Que te pasa, negro! ¡No me toques! ¡No me jodas! ¡Déjame tranquilo! ¿No ves que estoy mostrándole a mi gente lo fuerte que soy?”

Mayweather, en un arrebato de generosidad y en una actitud de aparente sinceridad, le ofrece el cinturón de campeón, y le dice con visible entusiasmo: “¡Tomálo! ¡Agarrá el título! ¡Si si, es tuyo! ¡Acá lo tenés!” Pero el boxeador mexicano lo ignora olímpicamente y vuelve a mirar hacia las cámaras y a entumecer fálicamente su pequeño y fibroso torso, pero esta vez, con el brazo izquierdo doblado hacia delante, en  forma de “L”, para exhibir su intimidante puño, el mismo que –supuestamente- viene hoy a cambiar la historia del boxeo. (El  plan del mexicano es inaudito: su idea es agarrarlo descuidado y demolerlo con un solo golpe)

Pero la sostenida indiferencia de Canelo rebalsa al final la paciencia de Mayweather, quien intenta nuevamente llamarle la atención, esta vez, ¡golpeándole los abdominales con el mismo cinturón!, para decirle a su vez: “¡Hey, hombre! ¡Mira lo que te estoy ofreciendo! ¡Aquí lo tienes! ¡Tomálo si lo querés! Pero es inútil, Canelo no registra absolutamente nada. Se mantiene inconmovible, críptico y silencioso, con la mirada abstraída en la lente de las cámaras, que es –impostado o no-  lo único que mantiene vivo su interés.

Mayweather no comprende el desprecio que exhibe su apático y frío rival hacia el trofeo que, prácticamente, le está  entregando en bandeja, y deriva una mirada fugaz al tipo de saco azul que está detrás de ellos, como buscando complicidad y una explicación que él tampoco parece poseer.

Al ver los reiterados rechazos de su contrincante, Mayweather se queda como sorprendido, visiblemente frustrado, como un niño caprichoso que no ha conseguido llamar la atención, diciendo: “Bue, si no lo quieres... ¡lo seguiré teniendo yo!”, entonces voltea a regañadientes y, enfrentando a las cámaras, levanta el cinturón por encima de su rala cabeza para ostentarlo, delante de todos, y mostrarle al mundo quién tiene y quién seguirá teniendo -o reteniendo- el título de campeón.

Tras este último saludo, Canelo se da media vuelta, un poco molesto, tal vez aturdido por la incomprensible puerilidad de su adversario, y se pierde entre la gente mientras Mayweather se queda parado allí, como absorto, con el cinturón en las manos mirando cómo se aleja.  Una situación extraña, descabellada, inusual para el ámbito del boxeo. Un evento que nos recuerda aquí, tanto por la insistencia de uno como por la indiferencia -o rechazo- del otro, a esa otra escena de enamorados en la que la chica ofendida se marcha dejando al novio plantado con las flores en la mano. El amor y el odio no están exentos de estas rivalidades y luchas por la conquista de triunfos y trofeos. Ya de entrada el territorio sobre el cuadrilátero ha quedado claramente demarcado: el joven divo se irá de la contienda con las manos vacías y el veterano campeón seguirá siendo invencible, por lo menos hasta que alguien logre arrebatarle de las manos el tan  preciadamente temido título del mundo.

Es más, hasta el tipo de saco azul intenta tomar al boxeador por el brazo antes de que éste se retire, con la clara intención de decirle: “¡Veni Canelo! ¡Mirá que el campeón quiere darte el cinturón, eh!”. Pero el mejicanito no sale de su propio mundo. Y dándole la espalda a los dos se marcha en silencio, sin importarle absolutamente nada de lo que ha sucedido allí.

Cuando Mayweather asimila el rechazo de su ingrato rival, se da media vuelta, le dirige una sonrisa cómplice al tipo del saco azul y se va encogiéndose de hombros varias veces, como diciendo: “Y bue... que se le va hacer. ¡No lo quiere! ¡Que se joda! ¡Mejor para mí! El título me lo seguiré quedando yo”.

Todo esto viene a cuento por aquello mismo que dijo el sábado el pelador mexicano, cuando terminó la pelea y explicó su derrota al declarar -y en forma lapidaria-, justamente eso: “¡No lo pude agarrar!”.

Cuando un comentador mejicano le interpela:
-¿Te desesperaste en algún momento?  Él responde:
-No, no me desesperé, no me desesperé. Estaba tranquilo. Pero no lo puede agarrar. Aún así no lo puede conectar.

Cuando le pregunta por la revancha, contesta:
-“Obviamente, esta es una gran experiencia para mi. Voy agarrar mucha experiencia de esto, y veremos... Cuando empieza el primer round es cuando ves la realidad”. (Si la realidad de su fantasma). Y agrega:
-“Es un peleador muy inteligente. Cuando me agarraba, cuando me tenía me picaba los ojos. Y por eso fue mi reacción de pegarle en la pierna... (lo hizo apropósito, de la impotencia que sintió) porque cuando él me tenía agarrado me picaba los ojos”.

La entrevista concluye con la consabida pregunta:
-¿Se le puede ganar a Mayweather?
-“Si si. Debe haber alguna manera para ganarle”.

-¿Y como pensás entonces que se le puede ganar?
-“Bueno, él es un peleador muy inteligente, muy elusivo. Quizás otro boxeador que se mueva igual que él. Las mismas características que lo haga desesperarse.. tal vez pueda ganarle”. (Recordemos que él había dicho dos veces que no se había desesperado)

La frase del luchador pelirrojo durante toda la promoción de la pelea fue: “No lo voy a intentar; lo voy hacer”. Pero al final –como el neurótico por la boca muere- no lo hizo; simplemente lo intentó. Y no pudo, como era de esperarse. (No pudo como no pudo Ortiz cuando lleno de rabia y de impotencia -también por “no poder agarrarlo”-, le pegó un cabezazo en la cara).

Se dice que en otros deportes si tocas el trofeo es mala suerte. Y se ve que Canelo lo sabía, pero al trasladar esa creencia al boxeo -y especialmente a su pelea- la instaló allí mismo, la fundó en ese mismo instante; y lo único que consiguió con ello fue atraerse él mismo la mala suerte que pretendía evitar.

Irónicamente fue para él mala suerte no tocarlo que tocarlo. Pero si Canelo no quiso tocar el cinturón del campeón mucho menos iba a querer agarrar al campeón. Es que tocar el título del campeón es tocar al campeón. Pero Canelo –al igual que muchas otras jóvenes promesas del boxeo- no quiere voltear al Campeón del Mundo, porque inconscientemente no quiere que su ídolo caiga. Y mucho menos de rodillas. Y mucho menos frente a él. Sería muy angustiante tener que matar al padre –con sus propias manos- frente a los ojos de millones de personas que, con expectante avidez, aguardan melindrosos el ocaso del campeón, para ver restituida su presencia en el renacer de un nuevo astro. Por eso es mejor no pegarle demasiado y que los golpes nunca lleguen a tocarlo; la excusa para no agarrarlo jamás y mantener intacta la figura del eterno vencedor le funciona en su discurso perfectamente bien: “él es un peleador muy inteligente, muy elusivo”. Será más bella entonces la esperanza de seguir deseando el título que alcanzarlo con un golpe de una vez, o como dijo él, seguir intentándolo más que hacerlo. Por eso decimos que lo que queda suspendido en esa eterna postergación (o muerto) es el deseo del sujeto.

En este sentido fue muy interesante todo lo que ocurrió a lo largo de la pelea, porque la situación del comienzo se terminó invirtiendo al final: Mayweather parecía un chico y Canelo, el adulto que rechazaba entrar en su jueguito; pero después, sobre el ring, el niño se transformó en padre (el campeón que es en el cuadrilátero) y el supuesto adulto -el que iba a arrancarle de las manos el título del mundo- en el niñito que no pudo agarrarlo. ¿Será que ese intocable y secreto amor que siente Canelo por la figura de su gran ídolo de ébano es más fuerte que su ambicioso deseo de querer ser campeón?

Lo que el boxeador mexicano nunca se enteró fue que en el acto de rechazar el cinturón ya estaba firmando lo que sería su posterior derrota. Mayweather hizo públicamente el gesto de desprenderse del título (nunca se sabrá si fue una broma o una puesta en escena), y para el caso tampoco importa. Lo cierto es el acting que realizó antes de la pelea y el sentido que después se deslizó de allí, entre las cuerdas, para fortuna de un joven infortunado, de un promisorio y displicente Canelo que, lamentablemente, encandilado por las luces de la fama y el espectáculo, no supo ver y aprovechar a su favor.

Canelo se negó a entrar en el juego de Mayweather, y sin darse cuenta –con ese rechazo simbólico- estaba también rechazando el título que, prácticamente, se le estaba regalando.
Tal vez como el traspaso de un don, como un pase de posta o simplemente como un padre que habilita, que dona, le estaba diciendo: te lo cedo, muchacho; te lo entrego en tus propias manos. Acaso, ¿no querés ser El Campeón?

Está claro que Canelo no subió al ring para vencer al campeón, para matarlo simbólicamente con un derechazo al mentón –no esta vez-; por el momento, lo que Canelo quiere hacer es perpetuarlo sobre el ring. No,  todavía no se encuentra preparado para dejar de ser hijo. Por esa razón, debió apretar las mandíbulas con todas sus fuerzas y sacrificar lo que había ido a conquistar esa gloriosa noche: el sueño de ser campeón.

Hugo Cuccarese


Mis dibujos

EL ABOGADO PIERRI, ¿ES BOLUDO... O SE HACE?

Todos hemos tenido la oportunidad de ver a Mangeri actuar como si fuera un niño grande. No asombra entonces ver ahora que la cadente e hipnotizante voz de la fiscal, la que reflota en su cabeza el recuerdo del crimen de la joven Ángeles, por el que está acusado, parezca arrullarlo y adormecerlo en el banquillo como si fuera una canción de cuna. Y me pregunto: ¿será dormirse una forma de buscar desaparecer? Es posible. Pero quien ha desaparecido ya de entre nosotros (y por las salvajes y lujuriosas garras de un pervertido) es otro niño, el verdadero niño, el auténtico ángel que ahora empieza a descansar…  -pero no sólo porque duerme, porque ha entrado en el sueño eterno-, sino porque ahora comienza hacerse realidad el sueño de todos aquellos que buscamos, en este caso y en todos los casos, el esclarecimiento y la verdad. Ese otro interminable sueño que se llama, para nosotros, los argentinos: El sueño de Justicia.

UN INUSUAL EPISODIO OCURRIÓ EN UNA ENTREVISTA TELEVISIVA REALIZADA AL CONOCIDO ABOGADO PIERRI, DEFENSOR DE JORGE MANGERI EN EL RENOMBRADO “CASO ÁNGELES”, A LA QUE CONCURRIÓ ACOMPAÑADO POR SU ESPOSA Y SU PEQUEÑO HIJO. POR LAS CARACTERÍSTICAS DE LO SUCEDIDO ALLÍ, CON RELACIÓN AL HIJO DEL ENTREVISTADO, EL HECHO ADQUIRIÓ EN TODOS LOS MEDIOS UNA REPERCUSIÓN SORPRENDENTE.

HE AQUÍ NUESTRA MIRADA DEL CASO.


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“El psicoanálisis se ha visto obligado a deducir la vida anímica del adulto de la del niño, dando así razón a la afirmación de que el niño es el padre del hombre”.
SIGMUND FREUD,
Múltiple interés del psicoanálisis (1913)

¿Qué tiene Pierri de boludo?

En un principio el chico estaba sentado del lado de la madre, pero cuando comienza el reportaje –tal vez presintiendo ya su destinada participación en la entrevista- cambia de lugar y se sienta rápidamente del otro lado, en un brazo del sillón; digámoslo con todas las letras: a la derecha del padre.

Pero vayamos por orden. Todo comienza cuando el conductor le pregunta al abogado:
-“Miguelito, ¿cuándo termina todo esto?”
Pierri contesta:
-“Falta mucho. Estamos en un caso muy complicado...”
–“¡De Ángeles!” –interrumpe el chico con voz queda pero firme, -tal vez llamado por el diminutivo con el que fue llamado el padre- y enseguida se tapa la boca como sabiendo o recordando que debe cerrarla en lugar de abrirla. A lo que Pierri agrega, y con exultante orgullo:
-“Viste, éste sabe todo”.
-“Bueno... dejálo que haga lo que quiera” –replica el conductor, sin saber realmente en lo que se está metiendo-.

Lo llamativo es que mientras Pierri seguía hablando y diciendo “yo creo que la justicia se ha equivocado... la justicia se encerró en una sola hipótesis de trabajo” el chico comienza a jugar frente a la cámara tapándose los labios con un dedo, con el clásico gesto de silencio, pero con una sonrisa nerviosa y una mirada pícara, llena de complicidad, que remata cuando se toma la cabeza como hacen los grandes cuando se meten en problemas.
Entonces el conductor vuelve a preguntar:
-“Hay una verdad. ¿La sabés?”
-“¡Sí, claro!” –responde rápidamente el abogado. Y el conductor agrega, dirigiéndose a la esposa:
-“¿Karina, ¿lo sabe?”  La que responde a secas:
-“No”. Entonces vuelve a Pierri y le dice:
-“La pregunta es inevitable: Mangeri, ¿es inocente, sí o no?
El abogado, con su habitual parsimonia, responde:
-“Mangeri es un señor inocente... –hace un alto muy breve, chasquea la lengua y cuando agrega- que está pasando el peor momento de su vida”, el chico se da vuelta al instante y, totalmente sorprendido, le dice mirándolo a la cara:
-“¡Pero Boludo! ... ¡Mató a Ángeles!”
Pierri le clava automáticamente una mirada feroz, llena de complicidad, le hace una seña con la mano y lo calla con un chistido; como intentando decirle: “¡Calláte nene, no molestes!”, haciéndolo  ver como el prototipo del niño maleducado o travieso.

Sin embargo, esta sobresaltada actitud de Pierri como padre es aquí notablemente sospechosa: el “amenazante” gesto que utiliza para retar a su hijo parece ser un medio más para habilitar que para censurar. Por lo que abre aquí dos lecturas posibles, una es: “¡Calláte!, ¿qué sabes?” o “¡Calláte!, no digas nada”. En cualquiera de sus dos formas, el caricaturesco gesto de Pierri suena a “calláte” o “callálo”; o en su máxima contracción:  “¡callátelo!”. Se deslizan entonces, de esta sobreactuada diatriba dos imágenes muy concretas y contundentes: o bien muestra la impotencia que tiene Pierri para retar al hijo o bien la despreocupación absoluta por lo que éste pueda decir en cámara. La respuesta salta a la vista: se muestra aquí las dos cosas

Frente a este insólito episodio y en un improvisado plan de emergencia, Pierri desfiló por todos los medios televisivos y radiales para tratar de explicar la travesura del pequeño. Habló él y también habló la esposa, quien dijo en un programa de televisión, dejando tristemente cuestionada la  autoridad de Pierri como padre:
-“Le dije: ¡Juani! ¿Boludo a papá?”.
Tal vez por eso le dijo a Mirtha Legrand, cuando ella le preguntó qué había pasado con su hijo: “Juan es un ser libre. Nos acompañó a un programa de televisión que hace un amigo, y ahí se mandó una espontánea... ¡que ligó al padre! Qué va hacer...”.
Que “Juan es un ser libre” significa que Juan puede hacer lo que quiera... y si Juan hace –y dice- lo que quiere... entonces lo que queda cuestionado aquí es su posición como padre. Pierri habla de Juan como si fuera un ciudadano más y no como su hijo. A él le viene al dedillo esto de “los derechos del ciudadano”, que utiliza desde su perspectiva de abogado para deslizar sutilmente por allí su imposibilidad  para poner ley en el discurso del hijo. Si el “boludo” ya está instalado en el discurso de la madre, está claro dónde está funcionando la falla con el hijo. Utilizando la terminología jurídica podríamos decir: el padre “falla” (fracasa) cuando el padre no “falla” (cuando no decreta, no decide). 

El chico está inquieto y eufórico desde el comienzo de la nota, como esperando el momento oportuno para aparecer y meter su bocadillo. Cuando Pierri empieza hablar y dice que Mangeri “es un señor inocente” ya lo estaba escuchando con especial atención. Y ni bien dice que... “estaba pasando por el peor momento de su vida”, explotó. No sabemos exactamente qué detonó su feroz arremetida, si la calificación de “inocente” al señor que está defendiendo públicamente o su victimisación. Lo cierto es que, con el ímpetu de un abogado querellante desafió e increpó a su padre, el abogado defensor, con el epíteto de “boludo”, para decirle: ¡Padre; aquí el verdadero inocente es Ángeles, la niña asesinada, y no ese otro boludo que muchos –entre los que vos mismo te encontras- tildan de “niño grande!”.

La apabullante ética del chico brilla ante los espectadores sorprendidos con más credibilidad que la de su propio padre. Es David contra Goliat: lo que el pequeño coloso no soporta del rebuscado discurso de su padre es el vil artilugio que utiliza para lavar la imagen de su defendido, que expresa con la claridad y valentía de un adulto a título de: ¡Boludo! ¡No victimices al que mató a la chica!

El niño reta al padre llamándolo “boludo”, que no es poco, si pensamos que será visto en la televisión por miles de personas. El mensaje es claro: el niño se ve desbordado solo cuando su padre le quiere responder a la pregunta del conductor con esos rodeos metonímicos idiotas que el arte de su avezada sofístiquería le ha enseñado a ejecutar, desde su mas temprana formación universitaria y a esgrimir, con sobrado talento, pues el niño, a su vez, y con su sobrada inteligencia, sabe perfectamente que es allí, en la palabra florida y artificial, en el discurso armado y protegido, donde se emplaza cómodamente el narcisismo de su padre.

Pues bien, si entendemos que en el boludo está implícito el reto del padre, entonces es la voz del hijo de Pierri la que encarna la voz del padre de Pierri. Y aparece en un momento dado del reportaje para hablarle especialmente a él, que como un niño necio e insensible hace oídos sordos a la verdad que no quiere reconocer. Es el niño-padre que viene a retar al padre-niño. A decirle: ¡boludo!, ¿qué estás diciendo? ¿Cómo vas a decir que es inocente el tipo que mató a la niña? El único inocente aquí es ella, el ángel que perdió su vida a manos del sujeto que vos mismo defendes, victimisándolo.

¿Quién es el asesino aquí?

Como bien podemos apreciar, el verdadero abogado de la chica es Juani. Y no es extraño en absoluto: el abogado defensor de Ángeles tenía que ser otro ángel, el hijo de Pierri. Y lo que el niño le reprocha al adulto como abogado –pero tal vez más como ser humano- es que se olvide que el sujeto al que defiende ante miles de personas... “¡mató a Ángeles!”. La objetividad del niño en relación a su demanda de justicia raya con lo inaudito y al mismo tiempo con lo genial: es él quien fue puesto allí para agujerar el discurso del padre y dejar al descubierto su  impostado semblante de seriedad. El niño es el pequeño Prometeo que le ha arrebatado a su propio padre el fuego sagrado: el protagonismo televisivo.  Solo desde la inocencia más míticamente pura puede un niño gritar así la verdad que silencia el adulto. Como todos saben, los niños no se confunden ni se equivocan: solo ellos y los borrachos dicen la verdad.

Sin embargo, no es el pequeño el verdadero protagonista aquí sino el mismo abogado que –sabiendo y no sabiendo- ha montado esta escena tragicómica en la tele con una dirección bien definida. Una escena inesperada y por demás incómoda, casi surrealista, con una finalidad discretamente ignorada por el propio Pierri, a saber: castrarse bajo la voz inquebrantable de su soberano hijo. Porque en la voz del niño resuena la voz del adulto, pues aquí el hijo de Pierri es el padre de Pierri. Por eso el descaro de llamarlo “boludo”, porque –como se dice- “lo tiene de hijo”. Es patético ver la dialéctica que deja al hijo aleccionando a su padre frente a todo el mundo, pero al mismo tiempo también es conmovedor. Paradójicamente, él  mismo urdiría la trama que lo entrampó, dejándolo desnudo, ridiculizado y patitieso frente a los mismos televidentes que pretendía convencer (sin estar convencido él mismo).

Esta vez es el abogado defensor quien aparece en el lugar de la víctima. Y fue él mismo quien pergeño la escena del crimen, ¡la escena de su propia su muerte! No podemos dejar de rememorar aquello que Freud enseña sobre la muerte simbólica del padre en el mito de la horda primitiva, en Tótem y Tabú, y que vemos aquí, manifestado plenamente y con total claridad: es el hijo el que asesina al padre frente a los ojos horrorizados de miles de televidentes: como se dice, el chico... lo mató y lo enterró.

¿Es el Abogado del Diablo o es un diablo de abogado?

El pequeño Juani, lejos de ser un maleducado como se dijo por ahí, fue un niño muy bien educado. Por lo menos aprendió bastante bien a interpretar el Oráculo de Pierri: se convirtió a la luz de las cámaras en la voz de su conciencia, y brilló exultante al sacar a la luz esa verdad que se dice a medias y se sabe a voces. Veámoslo de este modo: aquí el hijo de Pierri es el daimon de Pierri (el dios que habita fuera de él). El chico ve que su padre es el Abogado del Diablo, el que –según él- defiende al portero como si fuera el mismo demonio, o daimonium.

El niño no cometió ningún lapsus en la televisión, en todo caso el lapsus es del padre; que lo llevó premeditadamente para que dijera lo que dijo. Lo que se oyó fue la voz aniñada del adulto, la del cínico profesional, la del mortal  que se empecina “por todos los medios” en negar lo que su daimon –en la voz de su hijo- le dice que reconozca. El abogado sabe la verdad de su defendido, pero es su propio hijo quien lo interpela a que la diga, ¡y públicamente!, a que diga –y desmantelada de rodeos- toda la verdad y nada más que la verdad.

No olvidemos que es el mismo Pierri el que decide llevar al niño a la entrevista para que haga su descarga por televisión, para que le diga a la gente lo que él (como abogado de la defensa) no puede decir. No nos engañemos y seamos nosotros ahora los inocentes: ¿a quien se le ocurre llevar a un niño de seis años a un reportaje donde, el tema de la muerte de una chica de dieciséis años va a estar obligadamente en la línea de preguntas? (Como dijo al principio el conductor del programa: “la pregunta es inevitable”). Para qué llevaría Pierri a su hijo a esa entrevista de adultos si no es para que hable La Verdad.

Hasta Mirtha Legrand le sucedió una vez una situación parecida, cuando sacó al aire a una chiquita en silla de ruedas y la nena la incineró en cámara al preguntarle: “¿Cuántos años tenés, Mirtha?” Y ella dice: “La única pregunta que no quiero que me hagan... ¡jamás!”. Y sin embargo, ¿qué casualidad, no? La niñita preguntándole a Mirtha justamente eso delante de todo el mundo. ¿De dónde habrá sacado la niña semejante pregunta para hacerla en el momento más inoportuno? ¿No será la madre la que en verdad quiere saber la edad de la diva, y  pregunta por boca de su hija lo que no se atreve a preguntar por ella misma? Es como ocurre en este caso, pero al revés y con un aditamento: el padre, por boca de su hijo, “se habla a sí mismo” para que lo escuche todo el mundo.

Es más, en la radio y por comunicación telefónica, Pierri dice que le preguntó al hijo: “Juani, ¿por qué dijiste que vos sabías cómo había muerto Ángeles? A lo que el niño le dijo: “porque un día estábamos en casa con mamá y lo escuchamos a Feinman”. Esto corrobora lo que acabamos de decir: es el mismo Pierri quien reconoce las palabras de un adulto en la voz de su purrete. Aunque no las suyas, claro, sino las del propio Feinman; nada menos que uno de sus más férreos detractores. 

Una voz en el Oráculo

“Quería volver a esto: ¿desde dónde se interroga la verdad? Porque la verdad
puede decir todo lo que ella quiere. Es el oráculo”.
JACQUES LACAN, Seminario XVIII


Tras la atrevida y polémica expresión -desprovista ya de toda infantilidad-, el niño Juani permanece suspendido en el sepulcral aire del set como si fuera una bomba de tiempo. Colocado especialmente ante las cámaras, con calculado descuido, para que explote el raiting en las pantallas y las redes sociales.
El niño se encuentra particularmente excitado, reprimiendo una verdad implacable que puja por revelar.

Cuando el entrevistador le dice a Pierri:
-“En algún momento, ¿sentís que él siente que mataron a una nena de dieciséis años, más allá de todo?
El nene levanta inmediatamente la mano en falange, como si estuviera en el colegio y supiera algo que puede contestar perfectamente bien.  Entonces, una vez más la oracular voz del niño estremece la escenografía del estudio:
-“¡Yo ya sé cómo la mató!” -declara feroz y categórico.
Los adultos enmudecen y cruzan miradas perdidas de estupefacción, pues no saben bien ya qué decir o cómo reaccionar.
Pierri, sin embargo, se mantiene imperturbable. Y sin emitir palabra y sin despegar la mirada del piso, solo atina a bajarle el brazo sutilmente y a darle dos palmaditas tranquilizadoras sobre la mano, mientras el conductor exclama visiblemente alarmado:
-¡Pero no lo digas! ¡No lo digas, mi amor!
-“Perdón...” -desliza el niño por lo bajo, ya con insinuante todo de culpa, y haciendo eco con el bocadillo de su madre:
-“Mi esposo tiene que defender”.
Y con la mirada de Pierri clavada en el suelo, se oye de fondo, muy bajito, la quejosa y  desafiante voz del nene rebelándose contra la censura del conductor:
-“¿Por qué no lo puedo decir?”
- El entrevistador, desconcertado,  trata nuevamente de minimizar la situación,  esta vez, con el paño frío de una nueva arenga:
-“¡No pasa nada, no pasa nada! ¡Lo vale la nota, lo vale la nota!
 Es como si el niño le dijera a su padre: si vos te empeñas en ensucias tu prestigio defendiendo al asesino de esa criatura, yo, La Verdad, hablaré: “pues yo sé cómo la mató”.

La voz del  pequeño delator no suena  aquí como una voz inocente, sino cómplice, aunque hable desde su inocencia a la inocencia del adulto -perdida ya en las ruindades de su profesión-, y desde esa misma mordaz inocencia pretenda ser el portador de un saber verdadero. Él es quien hará la revelación al gran público, pues es dueño absoluto de un saber que nadie encuentra, que nadie tiene. Y es allí, ciertamente, frente a las cámaras de televisión, donde aparece la verdadera faz de Pierri, convertida en el angustiado rostro de su pequeño alter ego. 

También se dice que Ángeles habla con su cuerpo. Porque como saben los médicos forenses, el cadáver habla desde su silencio, por el lenguaje que evidencian sus lesiones, al igual que Mangeri, que desde su silencio de muerto, habla.

Pero la verdad es que nadie quiere oír la descarnada verdad que revela la desnudez de la joven. ¡Ni siquiera la verdad  que revelan los rasguños y las marcas en el abdomen y  las piernas del imputado! Solo un ángel puede descender a los infiernos para oír -como lo hizo el Dante con Beatrice-  los desgarradores gemidos de otro ángel ya fallecido. Como muchas veces es tema de películas: el niño muerto habla por boca del niño que está vivo. La identificación es a la pureza de la inocencia, perdida ya en las miserables máscaras del adulto, más preocupado aquí por eludir y postergar la verdad que lo castraría, que por redimir el alma atribulada del querubín.

¿Hallar al asesino? ¿Para qué?

Para un abogado penalista cuyos talentos y habilidades se basan en la retórica y la sofística griega,  el atractivo y el desafío más grande está –digámoslo con todas las letras- en  dejar en libertad al asesino, no al que es inocente. ¿Qué gracia tiene defender a alguien que no hizo nada? Es ridículo. Para el profesional del manejo de las leyes el desafío personal está en sacar  de la cárcel al que es culpable, no al que es inocente. El que es verdaderamente inocente no necesita que nadie lo defienda de nada, pues de nada hay que defenderse si ningún delito se ha cometido.  Sus actos hablarán por si mismos y todo lo que diga será como lo diga. Su discurso no tendrá resquicios ni contradicciones, ni discontinuidad ni extrañas confusiones como ocurre con el de Mangeri, que ya, desde un principio, decidió confesar (su verdad) ante la ley. ¿Qué sujeto, en su sano juicio, querría responsabilizarse de un  crimen que no cometió, solo porque no tiene su declaración una validez legal? ¿A título de qué cargar con el muerto que uno no asesinó?

El letrado sabe que si su defendido habla se embarra hasta la cabeza. Pues volverá a confesar la verdad que ahora él -por su propio bien y amparado en el derecho de su legitima defensa- tratará de silenciar. Pero la verdad, en su furiosa incontinencia, no cesará de intentar decirse por todos los medios, como ocurrió desde el primer instante en que estuvo cara a cara con el fiscal. Por eso es mejor tenerlo con la boca cerrada y hablar por él con un discurso formal y estratégicamente armado para el gran jurado, y sin lugar a dudas, para producir ante la prensa -formadora de opiniones- el efecto pretendido, ¿cuál?, el único posible para la defensa:  la ilusión de inocencia.

El narcisismo de Pierri se encuentra justamente allí, en ese punto, danzando en  las vueltas y volteretas que utiliza para extender los plazos de tiempo que necesita para... ¿encontrar la verdad?, no, de ningún modo; para continuar estando en plaza él mismo, para dilatar la verdad que silencia la boca de Mangeri (porque es él el que no quiere que declare); para perpetuarse en los medios de comunicación, usufructuando de la fama que le brinda la pantalla. Pero más que nada para elaborar argumentos rebuscados e insostenibles, para refutar pruebas concluyentes.

Pierri sabe que la mejor forma de defender la indefendible posición del portero es cargar las tintas sobre los actos de los otros y no sobre sus propios actos, como reza el viejo axioma: “la mejor defensa es el ataque”.  Por eso promueve la teoría del complot para convertirlo en perejil, y la de la mano negra que plantó el adn en las uñas de la nena. La idea:  incriminar a un inocente por el solo capricho de hacerlo.

Con Mangeri siempre es “un otro” el que le hace decir lo que él no quiere decir, y sin embargo dice, pese a poder rebelarse y no decirlo. Pero el decir de Mangeri no fue precipitado por ningún otro más que por la presencia de la misma ley, personificada aquí por la presencia del fiscal, que, dicho sea de paso, es una mujer. Mangeri se quebró y se incriminó espontáneamente solo, frente a la interrogación de la fiscal, mientras declaraba como testigo, no como imputado. Su nerviosismo fue tal que la fiscal debió suspender la declaración y pedir que buscara un asesoramiento legal, pero ahora en calidad de imputado. Sin embargo él dice –después de lo que declaró- que se inculpó porque lo apretaron los dos policías que lo custodiaban, pero después fueron los tipos del auto, con un revolver y un cuchillo tramontina, y después la misma fiscal, quien lo supuso a priori sospechoso del crimen. Incluso cuando fue a declarar, acusó al mismo juez de haberle armado una causa en su contra. Pierri sabe que dejar hablar a Mangeri es una locura: le hicieron una pregunta simple sobre la data del crimen, qué estaba haciendo en ese horario, ¡y respondió cinco cosas diferentes! Incluso la esposa se contradijo en varias oportunidades.

Indudablemente este es el momento de Pierri. Esta es su gran oportunidad para afianzar aún más su nombre en las planas de los titulares, para sobrevalorar su prestigio  profesional, y responder a los extenuantes llamados de la prensa, en fin, para explotar su importancia personal. Pues se ha posicionado como la vedette del caso, con expresiones dramáticas y sensacionalistas como cuando dijo que iba a explotar los tribunales con la declaración de su defendido, y cuando al final declaró, lo primero que dijo fue que no iba a responder preguntas, centrándose solo en los apremios ilegales y en las irregularidades de quienes realizaron las pruebas de ADN.

Es indudable que Pierri hace pie en el aire de los espacios televisivos y radiales que llena, con infatuada elegancia y a palabras llenas -aunque vacías-, pero extrañamente tropieza cuando “sin querer” le da un pie maravilloso a su propio hijo para que hable él, ese singular adulto de seis años -quizás, el mas adulto de todos los que participan de la causa-, para que diga la verdad más cruda de la forma más directa y descarnada como jamás se atrevería a decirla él mismo por televisión. Quién sabe cuando volverá a tener tanta cámara, tantos reportajes y tanto tiempo de aire, hablando al aire, el éter de ese viejo y cotidianamente conocido flatus vocis latino.

Del Caso y sus infames rodeos

El hijo de Pierri quiere hacer justicia “por boca propia”, digámoslo así, que no es otra boca que la boca que nadie escucha ni le interesa escuchar: ni abogados, ni jueces, ni peritos, ni psiquiatras, ni médicos legistas, ni periodistas, nadie, especialmente los familiares y los conocidos del imputado; porque nadie quiere realmente que el caso termine y se dé por cerrado. Todos aman el Caso Ángeles, y quieren que el crimen jamás se esclarezca. Conocer la verdad es acabar el negocio que todos armaron y del que todos obtienen una rentable tajada: para hablar, para opinar, para seguir hablando y opinando todo el tiempo, indiscriminadamente. Para llenar espacios de aire con palabras más vanas que sentidas, hartas de disparates, extendiendo cada cual su minuto de gloria por días y meses.

Todos quieren liberar al detective que llevamos dentro, descubrir verdades ocultas que nadie sabe y aferrarse a la complacencia de creerse importante por ello. Todos quieren  saber la verdad y al mismo tiempo no quieren verla cuando aparece. El saber popular  acepta al asesino, pero se niega a condenarlo con las pruebas concluyentes, porque nunca serán concluyentes para nadie mientras el juez no haga existir a la última palabra. Siempre faltará otro adn, otra prueba y otra contra prueba para demostrar que nada se sostiene, que siempre se pisa en falso, y sobre tierra movediza no se puede edificar ninguna teoría de conocimiento.

Todos a su manera gozan un poco del crimen de Ángeles. Todos quieren eternizar su narcisismo en la oscuridad de las teorías y suspicacias, Incluso los televidentes, con el zaping y su morbosa curiosidad. Incluso yo; que utilizo el tema para decir lo que veo.

Todos estamos manchados de algún modo con la sangre de Ángeles. Especialmente los peritos con su impericia para escuchar las laceraciones del occiso, y los policías, con su incapacidad detectivesca y perceptiva para reconocer al inocente del criminal o psicópata, y los abogados defensores para acallar la confesión del más sospechoso, y los periodistas, con sus eternas dudas y cuestionamientos ante las pruebas más irrefutables. Todos embarran la cancha. Cada cual a su modo arregla su juego para la conveniencia profesional. No hay peor jugarreta que la que promueve la arbitrariedad y la confusión. Este es el modo en que funciona justicia en nuestro país; así, no funcionando, o mejor dicho, haciendo todo para que nada funcione, porque así funciona todo aquí y, paradójicamente, no viola esto el principio de la contradicción lógica: aquí la justicia puede funcionar perfectamente bien “no funcionando”, o al estilo zen: “funcionar sin funcionar”. ¿Maravilloso, no? Increíble, pero ciertamente triste y lamentable.

Quizás sea este macabro giro dialéctico el secreto que mantiene vivo la muerte irresuelta de la pequeña Ángeles. Todos somos parte de este sistema perverso y salvaje que solo busca deglutir al más débil, bajo ese demandante consumismo, implacable y devorador, que pide más, siempre más, y siempre un poco más.

Todos estamos mimetizados con la criatura asesinada. Todos tenemos el ego un poco hundido en ese container. Especialmente, cuando apoyamos y  suscribimos a los que crean y descartan esa infinidad de teorías que finalmente terminan en la basura, desechadas después de ser introyectadas por esta neurótica morbosidad que tenemos de encontrarle al gato la pata inexistente.

Todos manchamos un poco la imagen del ángel cuando hundimos la nuestra en el lodo de nuestra propia importancia. Por eso cabe aquí la reflexión: ¿quién alzará a la candorosa niña en sus brazos, mañana, cuando despierte del sueño eterno y no vea a sus padres sonriendo a su lado? ¿Quién le dará nuevas alas para que pueda volar en la oscuridad de la injusticia? ¿Quién le devolverá el cielo perdido en esta inhumana y fétida selva de malvados y malvivientes? ¿Quién le devolverá la pureza y la luz a esa almita que mañana todos olvidaremos? ¿Quién? ¿Quién? Seguramente, nosotros no. Tal vez otros. Tal vez nadie.

Probablemente sea el momento de hacer silencio y pensar un minuto en la niña como lo que realmente fue: un ser de carne y huesos, destrozado salvajemente por la impune irracionalidad de una animal hablante “civilizado”. Si, Ángeles es ese perfecto desconocido que no vemos como nosotros, sino como alguien extraño, externo y ajeno que nunca seremos. Solo los niños podrán defenderla de monstruos así. ¡De nosotros! ¡De los adultos! Porque como se ha dicho aquí: solo un ángel podrá restañar las heridas del ángel.

La declaración que es verdad y es mentira

Y tal vez ahora cobren sentido las palabras que dijo Mangeri estando en la cárcel: “con todo esto que pasó me convertí en un monstruo”. A lo que su esposa, añadió: “el que mató a Ángeles es un monstruo; pero mi marido es inocente”.

Desde un comienzo la idea de la defensa, y de todos los que lo defienden en general, ha sido utilizar como estrategia central la victimisación del portero a fines de lograr una identificación psicológica entre el imputado y la víctima, entre Mangeri y Ángeles. Y así se hizo: acaso no dicen todos de él que es un hombre bueno,  gentil, honrado, amoroso... -claro, dice el que escucha-: ¡qué ángel es!

A los ojos del público –y a la escucha también-, la identificación del asesino con la víctima ha sido plenamente lograda: “Mangeri = Ángel-es”. (Eso sin contar que su abogado también es un Ángel. Es Miguel Ángel Pierri)

Mangeri se  incriminó en el Caso de Ángeles porque –según dijo- alguien lo subió a un auto y lo amenazó con un arma y un cuchillo tramontina –incluso lo torturó físicamente- para que diga ante el fiscal lo que él quería que dijera; luego su propio abogado defensor, cuando lo fue a ver por primera vez a la cárcel le dijo: “Si no me decís la verdad te cago a trompadas”. ¡Lo amenazó con lastimarlo físicamente! ¡Como lo hizo el que lo subió al auto! Obviamente: Mangeri le dijo que era inocente.

A Mangeri un tipo lo apretó y tuvo que mentirle al fiscal (decirle que era culpable –y el fiscal creyó en su culpabilidad), luego Pierri también lo apretó y también tuvo que mentirle a él (decirle que era inocente -¡y Pierri creyó en su inocencia!). Mangeri siempre miente cuando lo amenazan físicamente y está en riesgo su vida. Por eso siempre dice lo que el otro quiere que diga. Por eso siempre miente, porque no habla él, habla un otro -en él-, ya sea real o inventado.

En el fantasma deliroide de Mangeri un tipo sale de la nada y le dice algo así como: ¡mentíle al fiscal!....decile que sos culpable porque sino te vas a arrepentir: “esta bien –dice Mangeri-, soy culpable”;  luego el abogado le dice: ¡decime a mí la verdad!... decime que sos inocente porque sino te vas a arrepentir: “esta bien –dice Mangeri-, soy inocente”.  Mangeri es un ser totalmente manipulable, dice lo que le dicen que diga. Su  lógica es: miento porque me presionan para que no diga la verdad. Por eso hasta ahora él nunca habló. Es decir, nunca habló “él”. Nunca dijo (su) verdad ni se hizo cargo de ella.  El siempre habla por boca de otro, un otro que le dice: mentí porque te mato. Mangeri miente, pero al mismo tiempo dice la verdad: lo que dice que es mentira, es verdad; y lo que dice que es verdad, es mentira. Téngase en cuenta lo siguiente: su primera y espontánea declaración de culpabilidad frente al fiscal es el único referente de todos sus posteriores dichos y desdichos. Las confusiones llegaron después, y giran entorno a ese decir, a esa confesión del principio.

El día que Mangeri declaró

Qué casualidad, justo el mismo día que su defendido tenía que declarar por primera vez Pierri se presenta en silla de ruedas porque en su casa se cayó por las escaleras y se quebró una pierna. ¿No será ese acting de Pierri una forma de mostrar el terror a que el portero declare y el juez le haga preguntas que puedan comprometerlo? ¿No tendrá que ver ese tropiezo de Pierri con el posible traspié en el discurso de Mangeri, con esa sensación de vacío  y de vértigo que le pudo ocasionar el saber que cuando estuviera declarando podía “quebrarse” y decir la verdad? Si el imputado se quiebra como se quebró su abogado, si da “un paso en falso” mientras realiza su declaración, probablemente la causa también pueda “caerse” y en ese caso, todo podría venirse abajo.

No estaría mal decir que Pierri se cayó por las escaleras por boludo –como le dijo el hijo-, porque es evidente que algo se calló. Pero así como calló la verdad también cayó él. Porque una vez más se ve aquí lo que nos enseña todo el tiempo el psicoanálisis: no hay hechos que no sean del discurso. Y por lo tanto, no hay nada que podamos esconder con las palabras sin quedar nosotros mismos expuestos -revelados- al hacerlo.

 [1] Vale aclarar aquí que el autor no ha tomado el  término “boludo”, nombrado incluso hasta en el título del artículo, en un sentido  peyorativo o irrespetuoso; se sirve de él más bien, para analizarlo en el contexto de la entrevista y de quien lo dijo en ella.

Hugo Cuccarese


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MARTÍN BOSSI Y EL SECRETO DE CRISTINA

La oracular voz del sueño

Por esas intimidades que suele tener a veces el sujeto del inconsciente con la palabra que lo nombra y atraviesa, como es el caso de este carismático e intuitivo humorista lomense que, dotado por un talento multifacético brillante, entendió rápidamente que aquella famosa expresión del Che “Hasta la victoria siempre”, que suele repetir la señora presidenta en sus actos políticos, era la frase de remate que debía utilizar para la elaboración de su conocido personaje, pero en realidad, no sabía como terminarla; hasta que por fin un sueño se lo reveló: una noche apareció de pronto  tronando en sus oídos una palabra en ingles, “secret”, y entonces se levantó a la madrugada, la anotó en un papel y se volvió a acostar. A la mañana siguiente comprendió todo: la frase de identificación que diría el personaje sería: “¡Hasta la victoria secret!” (que suena sicret), transformando así la frase del Che en una auténtica expresión de la presidenta, quien, según parece, o dicen las malas lenguas, le encanta comprar en “Victoria´s Secret”, (el secreto de Victoria) la famosa tienda de ropa fina y exclusiva; homologando de este modo el significante “Victoria” del nombre propio, con el del partido político que encabeza: “Frente para la Victoria”.

El animado público de Bossi, el que escucha divertido y expectante sus interpretaciones y caricaturas, cree que cuando él habla a través del pintoresco personaje y dice “hasta la victoria si...” va a decir “siempre”, pero en realidad dice, “sicret”, creando así el sorpresivo efecto cómico y gracioso que, por supuesto, nadie esperaba oír allí. La divertida homofonía de esta nueva expresión, creada por la formación mixta de estos dos componentes “si-empre” y “si-cret”, revela la comicidad del chiste en los oídos de los espectadores.

El genio indiscreto de Bossi ha hecho de “¡Hasta la victoria secret!” la nueva forma verbal donde reside el carácter chistoso y el efecto hilarante del remate del personaje, y la ha puesto al descubierto bajo una faz sorprendente: “el secreto de Cristina” revelado públicamente, ¡y en boca de la misma Cristina!

Bossi logra hacer aquí, con sus maravillosas artes para la interpretación bufonesca, algo que sobrepasa la imagen frívola y encopetada que él mismo interpela desde el personaje: le hace decir a “la falsa Cristina” lo que la verdadera no se anima a confesar en público, pues en este punto, su voluble costado femenino se contrapone con la seriedad de la investidura que detenta en algo que, si bien  es importante, no deja de ser menor; ¿qué cosa?, nada menos que esa llamativa debilidad que tiene la señora presidenta de seguir el grito de la moda y gastar dinero en ropa y zapatos caros, tal como puede hacerlo cualquier mujer que se precie de ser coqueta y decirlo –o gritarlo-, pero de esta manera, así, como lo gritan todas las que nada callan: a media voz.


HASTA LA VICTORIA SIEMPRE
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HASTA LA VICTORIA SICRET





Hugo Cuccarese

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domingo, 1 de junio de 2014

¿UN LAPSUS EN LA FIRMA DEL DIEGO?

¿Quién es el Diez?

¿Por qué cada vez que alguien dice “el 10” no se piensa en Bequembauer, Platiní o en el mismo Pelé? ¿Por qué se ha producido esta identificación sólo con el Diego? ¿Qué lo une a Maradona con estos dígitos más que a estos otros jugadores? En otras palabras, ¿qué es lo que mantiene consistente la identidad entre Maradona y el número diez?

A lo largo de la historia del fútbol argentino hubo jugadores extraordinarios que llevaron el 10 en la espalda. Alonso, Bochini, Kempes... (por citar sólo algunos de los mas importantes). Sin embargo,  cada vez que se hace alusión a “La diez” todos saben (incluidos los que no son hinchas de fútbol) que se trata de la camiseta de un sólo jugador: Diego Armando Maradona.

Hoy todo el mundo sabe que la Diez de la Selección es de Diego, y que una fuerza semántica invisible lo enlaza con el numero perfecto. Esto se ha popularizado tanto que parece no haber otro Diez que no sea Maradona. Ni siquiera Mario “El matador” Kempes, quien galardonó la celeste y blanca con su nombre cuando salió campeón del mundo del 78´, logró alcanzar tal distinción.

Con esa misma expresión que usaban los hindúes para manifestar la espiritualidad del hombre piadoso que lograba la unión suprema e indisoluble al ser “Uno con Dios”, podemos decir que Diego ha logrado forjar, de modo similar, un lazo místico equivalente al ser “Uno con la Camiseta”.

Utilizamos aquí esta antigua expresión religiosa para denotar algo que también tiene relación con un aspecto religioso. No olvidemos que la máxima identificación entre el nombre y el número (de la que ya hemos hablado en el capitulo anterior) tiene sus raíces en las viejas tradiciones del judaísmo.

Es tan poderoso el vínculo que se ha formado entre el número perfecto y el crack argentino, que él, de modo muy natural, hasta lo incluye en su firma como si fuera parte de su nombre. El escribe Diego debajo de la “M” de Maradona y “(10)” debajo de Diego; y lo pone así, entre paréntesis, como si quisiera ubicarlo dentro de una esfera de cristal, haciendo honor a la perfección del dígito que lo identifica.



Hasta aquí un vistazo rápido y superficial de su rúbrica. Pero si observamos bien, podemos ver que lejos de la perfección del círculo, aparece el paréntesis de la derecha exageradamente grande con respecto al otro. ¿Es esta extraña deformación en los signos que mantienen celosamente encerrado al número 10  un efecto de la velocidad y el descuido con que se suele firmar o hay aquí alguna otra cosa que nosotros desconocemos? Veamos pues.

Él comienza su nombre con una D firme e importante, que resuelve con gran simplificación y claridad. Luego usa un pequeño y solitario trazo para la i que sigue, pero cuando escribe la letra E lo hace al revés de lo normal, como si fuera el número 3 o una letra B abierta, y vuelve hacia la derecha para unirla a la letra siguiente. La cuestión es que él diseña esta G amplia y bien estirada, para crear el espacio necesario y poder cruzar sobre ella el trazo transversal del paréntesis que realiza al final. ¿Para qué? Muy simple. Para escribir de un plumazo sobre esta misma g abierta, una nueva letra. ¿Cuál? La letra “z”; que, casualmente, viene a formar la palabra “Diez” sobre la palabra “Diego”. Veamos como se ve la firma, si quitamos la letra “o” que sobra.



Ahora sí en la rúbrica puede leerse “Maradona Diez (10)”. Recordemos que la “o” que queda afuera, es la letra que representa el número 0 y, como todos saben,  el cero a la derecha, suma.

Diego no utiliza el paréntesis solamente para encerrar el 10, sino para escribir otra cosa: la confirmación en letras de lo que puso en números. Es como si él quisiera que todo el mundo se enterara de quién es el único diez, y para ello no alcanza con poner el número  debajo de su nombre, tiene que ponerlo también en letras, y sobre él.

Cuando Diego muere por hacer un gol y no llega con el pie, ni con la cabeza, no lo duda: lo dibuja con la mano. Como aquí; que escribe con su puño y letra una línea transversal sobre la letra G. La lectura que surge a todas luces de este acto, ejecutado involuntariamente, es que Diez y Diego “son uno”. Otra forma de hacer un golazo; “gol–lazo” (un gol hecho con un lazo, pues la mayor parte de sus tiros tienen esa misteriosa forma elíptica o de gancho).

Lo cierto es que otra vez a Diego “se le va la mano”. Y vuelve a hacer con ello algo sorprendente. Por lo general acostumbra a firmar con la zurda del hombre, pero cuando produce estos lapsus calami (de escritura), es la mano de Dios la que afirma la perfección del Diez en la imperfección del Diego. Pero lo más interesante de esto es que  la z del Diez no la escribe sobre cualquier letra, sino sobre la misma g de “gol”. Del famoso “Diegol”.

Por otro lado, si observamos bien, hallaremos en el autógrafo otro detalle tan significativo como el que acabamos de descubrir. El paréntesis que atraviesa la g mayúscula de Diego se trasforma automáticamente en una g minúscula, si suprimimos el rasgo superior que une la E con la G. Veámoslo.



Este trazo curvo, en apariencia exagerado, defectuoso o extrañamente desproporcionado que escribe Diego con la zurda, sobre la letra g, y que reafirma en la D inicial, es la comba perfecta, la parábola o trayectoria  exacta que “d–escribe” el balón cuando sale de su pie izquierdo. (Ver “El gol áureo”).

En este sentido, el distintivo gancho de esta g minúscula, abierto y  desviado hacia la izquierda, es el mismo rasgo singular que aparece plasmado simétricamente –en forma invertida- en la cresta de la letra d minúscula de Maradona, diseñada a semejanza de la caligrafía que utilizaba Leonardo para escribir la d minúscula de su nombre (cuya firma puede verse en el margen inferior derecho de la portada de la presente obra).



Tanto el óvalo de la “g” (de Diego) como el de la “d” (de Maradona) son una clara alusión a la pelota, así como el eje de  la primera y la cresta de la segunda, desviados ambos hacia la izquierda, denotan el camino imaginario que la lleva hasta el arco; ese famoso y desconcertante “efecto” con el que Diego ha inmortalizado en la historia del fútbol sus mejores goles.

En el apartado anterior vimos la derivación semántica que se desprendía de Dieguez, Diez y Diego, pero lo que ocurre aquí es algo muy distinto. Es el propio Maradona el que transforma en un acto impensado el número perfecto en su nombre, por medio de la reescritura de la letra G, demostrando con ello lo que explicábamos al comienzo sobre la relación que existe entre el ser y el nombre del ídolo.

En resumen, lo que Maradona firma y afirma es la letra z, la que, como afirmábamos, le pone peso al Diez. Por eso aprovecha la curvatura del paréntesis para hacer con ella un sello personal, una marca registrada, como la marca del zorro. Pero es la estocada de su pluma la que reafirma su ser con “la z del diez”.

Si Diego escribe con letras el Diez, en su nombre, y luego aparece el número 10, en medio del nombre de Dios, es clara la significación que se pone aquí de manifiesto. Y más cuando la signatura que acabamos de analizar se encuentra en su libro autobiográfico, justo debajo del título: “Yo soy el Diego de la gente”. Cosa que habría que leer, más correctamente: “Yo soy el Diez de la gente”. O mejor aún: “Yo soy el D1OS (...)”.

Lo que nos revela su firma, a través de este lapsus, no es otra cosa que el potente deseo que tiene Diego por ser perfecto como el número Diez. Pero el único 10 que hay es su alter ego Maradona, que es Dios –el del fútbol-; ni siquiera él (con su ambición de mortal) puede volver a ocupar ese lugar de excepción, destinado, ahora, sólo al mito y al recuerdo.

Es obvio que no en  todas las firmas Diego comete este mismo lapsus. Lo llamativo es que hayan elegido, justamente ésta (en la que sí aparece), para exhibirla en la primera página de su libro. Es como si fuera el velo que al mismo tiempo, oculta y rebela,  la esencia de lo que implica ser El Diego.

Hugo Cuccarese

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